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Abandonos

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 01/03/2021

En 1964 fue fundada en España, por Camilo José Cela, la editorial Alfaguara  y al año siguiente establecieron el Premio Alfaguara de Novela. Este premio ha sido obtenido por varios escritores colombianos como Laura Restrepo con su obra Delirio en el 2004, Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer en el 2011, Jorge Franco con El mundo de afuera en el 2014, y ahora después de seleccionar entre 2.428 manuscritos, de los cuales había 1.293 de España, 419 de  Argentina, 259 de México, 187 de Colombia, 88 de Perú, 74 de Estados Unidos, 73 de Chile y 35 de Uruguay, presentados a la XXIV edición, ha sido escogida la obra de la colombiana Pilar Quintana, Los abismos.

Pilar Quintana (Cali, 1972), quien en la Universidad Javeriana de Bogotá estudió Comunicación Social, ha  trabajado como libretista de televisión y redactora de textos publicitarios. A mediados del 2000 salió a viajar por el mundo y regresó a los tres años, para radicarse con su pareja en Juanchaco, en el Pacífico colombiano, en donde estuvo por nueve años, en medio de la selva y el mar.

Como reconocimiento a su trabajo literario, además de haber recibido IV Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, acaba de ser considerada finalista con su libro La perra, en la categoría de novela traducida de los National Book Awards ( prestigioso premio que desde 1950 ha sido ganado por escritores tan connotados como William Faulkner, Pillip Roth y Cormac McCarty) (Random House, 2017). Esta obra ha sido traducida al inglés, danés, holandés, italiano, alemán, griego, hebreo, francés, portugués e islandés.

En La perra, encontramos un descarnado relato en el cual afloran de manera peculiar las diferencias sociales en un lugar que para unos, por la eventualidad de su permanencia, es paradisiaco, y para otros no lo es tanto, pues la forma de habitarlo, de ganarse la vida, de los peligros que los acechan, con un mar tan violento y una selva tan inhóspita, hacen más penosa su subsistencia.

Nuestros personajes Damaris y Rogelio, unieron sus míseras vidas buscando algo de compañía, sosiego y de pronto algo de comprensión. El soldado que prestaba servicio militar en esa lejanía del Pacifico, Juanchaco, preñó a su mamá y las dejó antes de ella nacer. Desde que tuvo conciencia empezó a sentirse abandonada, cuando su madre tuvo que dejarla para ir a trabajar en casa de una familia en Buenaventura al cuidado de su tío:

            Damaris tenía cuatro años, un vestido heredado que le quedaba chiquito y dos trenzas cortas y paradas en lo alto de la cabeza como antenas. En esa época no había muelle ni lanchas rápidas sino un barco que venía una vez a la semana y la gente abordaba desde potrillos que salían de la playa. Damaris y el tío estaban en la arena y su mamá en la línea en donde rompían las olas, con los pantalones remangados. Seguramente estaba a punto de montarse en el potrillo que la llevaría al barco, pero lo que Damaris guardaba en su menoría era a su mamá alejándose a pie mar adentro hasta que se perdió de vista. Era uno de sus recuerdos más viejos y siempre la hacían sentirse sola y llorar.

Los recuerdos dolorosos fueron los que la acecharon, pues cada  vez que se sentía bien, algo turbaba esa felicidad. La vecindad con los señores Reyes, Luis Alfredo y Elvira, que vivían en Bogotá y habían decidido establecer en esa belleza de sitio, como todas las personas pudientes, su vivienda de veraneo; disfrutaban su estadía con su hijo Nicolasito. Como el alma pura de los niños no conoce diferencias, por la proximidad de su vivienda llegó a ser su amiga. Entre juegos y exploraciones establecieron su inocente relación, la cual a los ocho años les permitía disfrutar la libertad que brinda la imaginación y propicia el medio que invita a ser descubierto, sin percatarse de los peligros que acechan y que truncó dolorosa e inesperadamente esa relación.

            Damaris y Nicolasito llegaron solos a su destino, un punto bajo y lleno de peñas donde las olas lamian el acantilado. Al principio se quedaron tranquilos mirando unas hormigas arrieras que bajaban por un árbol en fila y cargadas con pedazos de hojas. Eran grandes, rojas y duras, con puntas filudas en la cabeza y el lomo. “Parece que tuvieran armaduras”, dijo Nicolasito. Entonces se acercó a las peñas diciendo que quería que el rocío de las olas lo mojara. Damaris trató de impedirlo, le explicó que era peligroso, le dijo que en ese lugar las peñas eran resbalosas y el mar traicionero. Pero él no hizo caso, se paró sobre las peñas y la ola que reventó en ese momento, una ola violenta, se lo llevó

            La imagen quedó grabada en la memoria de Damaris así: un niño blanco y alto frente al mar, a continuación el chorro blanco de la ola y luego nada, las peñas vacías sobre un mar verde que a lo lejos parecía tranquilo. Y ella ahí, junto a las arrieras, sin poder hacer nada.

Toda esa desolación debía ser colmada de alguna manera y fue así como a sus dieciocho años se juntó con Rogelio, un pescador lugareño, con quien pretendió establecer una familia, pero los años iban pasando y ella no quedaba embarazada. A pesar de muchos brebajes, sesiones con curanderos, infusiones y operaciones con jaibaná incluido, nada ayudó ni a Damaris, ni a Rogelio. Esa frustración por su infertilidad creyó compensarla de alguna manera con una cachorrita que le regalaron y llamó Chirli, a la cual dedicó toda la ternura que tenía reservada para el hijo que nunca tuvo. Le brindó todo la ternura requerida y la cuidó desde el comienzo pues sabía de las mañas de su marido, respecto de los perros, aun los propios:         

            Ninguno se acercaba a Rogelio y todos desconfiaban de la gente, pero Olivo no se acercaba a nadie y desconfiaba tanto que no comía si había personas a la vista. Damaris sabía que era porque Rogelio aprovechaba cuando estaban comiendo para llegar hasta ellos sin que se dieran cuenta y agarrarlos a latigazos con una guadua delgada que tenía solo para eso. Lo hacía cuando habían hecho algún daño o porque sí, por el placer que le daba pegarles. Además Olivo era traicionero: mordía sin ladrar y por detrás.

En la narración se va pasando casi imperceptiblemente del amor al odio, de la docilidad a la resistencia, del fervor a la indolencia y del interés a la apatía, en todo tipo de relaciones. Vemos seres humanos casi salvajes, no solo en sus actitudes, sino en sus comportamientos. Sobresalen las pequeñas satisfacciones logradas con mucho sacrificio, que son las más perdurables, el primar el ser, sobre el tener y el concepto de lealtad como acompañamiento al abandonado, y como muestra la irreflexible decisión en la azarosa búsqueda del animal perdido o escapado:

            Damaris fue a la cabaña, se puso las botas pantaneras, agarró el machete y la linterna y se metió en el monte donde habían andado los perros. En ningún momento sintió miedo de todo lo que daba miedo en esa selva: la oscuridad, las equis, las fieras, los muertos, el finado Nicolasito, el finado Josué y el finado señor Gene, los espantos de los que había oído hablar cuando niña… Tampoco se asombró de su valentía… La rozaban cosas ásperas, peludas o con espinas y ella brincaba creyendo que era una araña, una culebra de las que vivían en los arboles o un chimbilaco chupador de sangre, pero no la mordió nada, solo la picaban los zancudos…

Cuando mas sola estaba, más triste se ponía, por la incomprensión de unos, los recuerdos lacerantes, la miseria acechando y las decepciones que le traían sus cuidados hacia su perra; no lograba estabilizarse, su sufrimiento no compartido la asfixiaba y no sabía cómo reaccionar:

            Pensó en Rogelio, que estaba en un bote miserable en medio de la furia de esa tempestad, sin nada más que un chaleco salvavidas, una capa de lluvia y unos plásticos para protegerse, pero se preocupó mas por la perra, allá afuera en el monte, empapada, aterida de frio, muerta de miedo y sin ella para socorrerla, y volvió a llorar.

Esta situación de penuria en medio de la opulencia de los turistas, contrasta con la belleza de las playas cuando se está de paseo y la violencia de las olas cuando se está a la intemperie a media noche buscando el sustento diario, lo mismo cuando se va de aventura por los senderos ecológicos y el afrontar en forma constante los acechos de fieras y bichos salvajes de esa temible selva.

La actitud de Damaris frente a la vida, su deseo de salir adelante a pesar de las dificultades, fracasos y decepciones, no solo es admirable, sino que constituye una muestra de coraje y decisión, que a no dudarlo la llevará a salir airosa de tanto infortunio. Siempre habrá un amanecer.

*Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas