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Ajuste de cuentas

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 02/06/2022

Cuando un padre o una madre piden a su hijo, cada uno a su manera y por aparte, que le cuente, qué ha sido de su vida, algo anormal ha sucedido, pues siempre la pregunta la hace el hijo a sus padres. La respuesta a su madre, de quien poco conoció de niño, pues a los tres años los abandonó a él y a sus hermanos, trató de reconstruirla con fragmentos de escritura que fue elaborando en libretas de apuntes, a través de sus años, y que constituyeron un libro que ella tampoco pudo conocer.

Esta extraña paradoja será la que abordará José Zuleta Ortiz, hijo de Estanislao Zuleta y María del Rosario Ortiz, quien nació en Bogotá en 1960 y vive en Cali desde 1969. Es director de la Revista de Poesía Clave y Coordinador de la agenda literaria de la Biblioteca Departamental del Valle. Ha ganado varios premios nacionales de poesía y cuento, entre ellos, el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura en 2009. Ha publicado cinco libros de cuentos y cuatro de poesía. Algunas de sus obras han sido traducidas al francés, inglés, portugués, italiano y holandés. Su libro, Lo que no fue dicho, del cual afirma es una biografía novelada, desde el inicio nos atrapa:

En Lisboa nos alcanzó la noticia: «Ha muerto tu mamá», decía el mensaje de texto. No lloré. Entré en un retraimiento profundo. Silencio retrospectivo. Un dolor minucioso buscaba el extremo del hilo para rehacer el tejido. Los primeros recuerdos a su lado son frágiles, fragmentos de niñez, retazos de sueños. Lo cierto         es que cuando tenía tres años mis padres se separaron y no la volví a ver ni a saber nada de ella hasta que tuve veintisiete.

 … Recordar mi historia para contarla a mi madre será como armar un sendero con fragmentos, piedras claras, oscuras, mosaico de una vida truculenta y azarosa. Una vida nómada, nómada, sin tribu. Y que nunca oirá.

 Cuando José tenía tres años y vivían en Bogotá, sus padres se separaron. Su papá lo llevó con Silvia, su hermana mayor y Fernando el menor, a Medellín, donde Margarita, su madre, y abuela de ellos. Ella tenía un taller de costura en donde confeccionaba trajes de novia para jóvenes de alta sociedad, y sería allí en donde tendría su primer curso de estética, belleza y alta cocina, además de una formación moral y práctica, al lado de su inolvidable abuela de la cual aprendería lo fundamental para salir airoso en la vida y a quien dedicó el libro. Comprendí con la abuela que la belleza debe contener misterio, insinuación, silencio. El exceso es torpeza… el deseo también reside en el ocultamiento. El deseo es imaginación.

A los dos años de estar con la abuela, su papá con su nueva esposa Yolanda, regresó por ellos. Y se fueron a vivir a Bogotá, en donde tendría la certeza de que en la vida saldría airoso de cualquier dificultad, si la sabía afrontar con entereza y valor. Tendría unos seis años, pues estaba en grado tercero, jugaba en su colegio y sin darse cuenta lo dejó el bus que debía llevarlo a casa con sus hermanos, desde Normandía hasta Chapinero, unos nueve kilómetros. Decidió hacer a pie el recorrido del bus. Comenzó a las dos del medio día y así lo fue cogiendo la tarde y luego la noche.

Ese día, por primera vez, supe que podría enfrentarme al mundo. Sentí una fascinación nueva, quise vivir aventuras… Pero me había asomado a mí mismo, había gozado el desafío. Algo se inauguraba en mi carácter, algo definitivo. Lo último que ocurrió aquel día fue que entre dormido y despierto escuche a mi padre decir con orgullo:

–No pidió ayuda, no se aterrorizó, logró hacerlo solo. Es un niño distinto.

 A los amigos de su papá, León de Greiff y sus hijos, les tiene mucha gratitud por haberle transmitido saberes para su formación, a Boris quien le enseñó a mover con destreza las piezas del ajedrez, lo cual no solo se constituiría en una inmensa pasión, sino que le serviría para analizar al tomar decisiones, y ser atrevido, pero precavido. Y a León, quien le recalcaría: en la vida vas a encontrar abismos y puentes, dificultades, desesperación, entonces escribe, las palabras son lo único que tendrás cuando ya no haya nada.  

En esa misma época después de unas vacaciones en los Llanos Orientales, contrajo la malaria y las fiebres lo hundieron en el delirio y el temor a la muerte, que aunque aún no había vivido mucho, no sabía lo que perdía. Las siete semanas de convalecencia las supo aprovechar para hacer lo que más le gustaba, leer, y logró captar la musicalidad de los textos.

En razón a las actividades académicas de su padre, resultaron trasladándose a Cali, sería el séptimo trasteo en ocho años. No les buscaron colegio y en su caso su educación llegó hasta tercero de primaria. Esta situación le produjo nostalgia, pues no alcanzaba a comprender lo que sucedía, cuando veía a sus compañeros rumbo al colegio:

Verlos subir al bus que los llevaría al futuro, a la vida, me ensombrecía. Una tristeza rebelde se aposentaba en el silencio. Mientras los amigos de la cuadra desaparecían de mi vista, rumbo al colegio, pensaba que a mis hermanos y a mí ya nos había dejado el bus de la vida.

Los roces con su papá comenzaron a aflorar y no desperdiciaba oportunidad para confrontarlo. A propósito lo habían llamado para ayudar en la reconciliación y la paz de los colombianos, entonces le preguntó –¿Eres capaz de reconciliar a los colombianos y no puedes hacer las paces con la mamá?

Esa confrontación se fue agudizando, pues todo lo que decía o hacía le molestaba a su progenitor, y viceversa. Como se pensó que era por la adolescencia, resultó en sesiones de psicoanálisis, las cuales lo exasperaron no solo a él, sino al terapeuta, quien decidió no seguirlo recibiendo, y ahí surgió otro encontrón:

            –¿Entonces soy un caso perdido?

            La ironía con que lo dijo lo sacó de casillas, me gritó:

            –Te crees más de lo que eres. No juegues con eso, no cometas ese error.

 –Si –respondí–: en este juego de ensayo y error con nuestra vida, usted es el que ensaya  y nosotros,   sus hijos, somos el error.

El lejano recuerdo de su madre, la hostilidad de su padre y los continuos reproches mutuos, que lo hacían sentir “un huérfano con los padres vivos”,  fueron los detonantes de su partida antes de cumplir sus quince años, después de escribirle a su abuela sobre la caldera con demasiada presión a la que estaba sometido, a tal punto de repudiarse el mismo y tener ideas macabras y lúgubres. Se fue lleno de miedo y fascinación. Se sintió muy capaz de afrontar su futuro, fuera el que fuera.

Después de mucho trasegar, convivir con extraños, superar carencias, afrontar dificultades, arrostrar peligros, aceptar que nadie es indispensable y salir airoso, pudo afirmar:

Vivía una vida en la cual nadie miraba mi destino, nadie me apoyaba a cambio de algo.  Cada trozo de comida, cada mañana, cada camisa, las había logrado yo. Nadie observaba ni comentaba mi vida, eso es libertad. Nadie interpretaba mis actos, mis sueños eran sueños y solo yo sabía que querían decir: nada. “los sueños, sueños son”.

Aunque no tuvo una educación formal, las enseñanzas precozmente recibidas de su abuela marcarían su original destino no solo en lo material, sino en lo intelectual y en la forma de afrontar el mundo. Una cosa es vivir y otra durar. Nunca lo olvides. Que tus días no sean idénticos. No te repitas. Ten el valor de no ser trascendental. 

Con la muerte de su padre vino el remordimiento y el comienzo del ajuste de cuentas: No alcanzaste a leer nada de lo que había escrito. Nunca te envié lo prometido. Eso duele más que nada. Me sentí culpable de haberte hecho sufrir. Después percibí que todos nos sentíamos culpables, de una u otra manera, por una u otra razón. La culpa compartida aliviana, permite. Y luego con su mamá en el lecho de enferma, la escuchó balbucear: –Perdóname. Me asaltó una ráfaga de amor, quise darte un beso, creí que ibas a morir y que estabas buscando paz para hacerlo.

El libro de José Zuleta Ortiz, como lo admite en múltiples entrevistas, no ha sido para juzgar a sus padres, sino mas bien para cumplirle a su madre quien le pidió que le contara su vida, la cual no conoció, y como tributo a su padre quien le había pedido le mostrara algo de lo que escribía, aunque ninguno de los dos lograron leerlo.

Profesional en Filosofía y Letras. Universidad de Caldas.