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Aullidos, ladridos, zarpazos

Por: Rafael Santander*

Fecha de publicación: 10/01/2023

Con cada crítica que escribo sobre cine colombiano, al ver cómo se han venido transformando nuestros paradigmas y mitologías en la gran pantalla, más comprendo la importancia de los acuerdos de paz para la cultura. La jauría, dirigida por Andrés Ramírez Pulido, es una película que solo puede existir posterior a estos, en un momento en el que no podemos seguir culpando a los grupos armados de la violencia del país. En lugar de eso, La jauría nos ubica en medio de un caleidoscopio de interacciones violentas y de relaciones mediadas por esta en un centro experimental de rehabilitación para delincuentes juveniles.

Detrás de su argumento parece haber una pregunta por el origen de los miembros de bandas criminales y grupos armados al margen de la ley. Ramírez Pulido responde con mucha seguridad, en las malas paternidades. Y aunque esta no es la respuesta definitiva, sí asoma una luz a un tema ignorado en nuestra tradición audiovisual. Los personajes de La jauría son todos hijos de padres ausentes o abusivos y estas relaciones han dejado cicatrices grandes en ellos. Eliú, el protagonista, termina preso por un intento de venganza al matar a un hombre que confunde con su padre y su hermano, carente de figura paterna, termina integrándose en una banda criminal.

Figuras paternas también son Adolfo y Godoy, el director y el jefe de seguridad del centro de rehabilitación, caracterizados de forma muy esquemática como el “bueno” y el “malo”. Adolfo es un hombre delgado de expresión pensativa que hace meditación con ellos y los trata con respeto. Godoy, más corpulento y vulgar, anda de escopeta en la mano y los trata como basura. Ramírez Pulido no es sutil al plantearlos, quiere que simpatizamos con Adolfo y a partir de la tensión de estos dos mueve algunos hilos narrativos. Godoy quiere ocupar el puesto de director, no cree en que la rehabilitación sea posible mediante buenas maneras.

La jauría no es una película fácil, está poblada de preguntas, de verdades incómodas, de violencia y, aunque parece totalmente fuera de lugar, de humor. Esto último es la jugada más audaz de Andrés Ramírez. La obra no es una comedia, pero algunas escenas están cargadas de un humor retorcido y satírico que complementa perfectamente el tono. Por un lado, permite momentos de livianos en medio de tanta infamia y por el otro, aumenta el impacto de los momentos de tensión que los suceden.

Por ejemplo, cuando vemos al recién ingresado Chucho hacer parte del inicio de la “terapia”, empieza siendo risible la acción de marcar de una lista de crímenes previamente seleccionados por Adolfo y admitir su culpabilidad. Los primeros ítems de la lista son convencionales: “ladrón”, “asesino”, “estafador”, pero los últimos adjetivos “bandido” y “malnacido” son más descabellados. La escena graciosa concluye con una secuencia en la que todos los internos recitan en coro la confesión de sus crímenes, otorgando un aire cultista que resulta incómodo y tenebroso.

Hacia el final del segundo acto uno de los presos se pronuncia en contra de Adolfo diciendo que anda “todo pepo por los pasillos” y recurre a otra serie de expresiones igualmente graciosas para referirse a su incompetencia. En la escena siguiente muere ahogado en una piscina atado de brazos y piernas. Adicionalmente hay otra serie de narraciones violentas dentro de la propia película, de muchachos golpeados y abusados sexualmente por sus padres, así como de varios homicidios. Las risas que provoca la película se silencian rápidamente por la violencia inmediatamente posterior que presenciamos.

Después del intento de fuga de El Mono, vemos cómo se cae esa fachada de filantropía del centro de rehabilitación. Adolfo mata a uno de los internos después de una noche de beber, replicando esos comportamientos paternos abusivos que tanto se ufana de no repetir y también nos enteramos de que el propósito del centro no es rehabilitar, sino utilizar a los muchachos como mano de obra para proyectos de construcción de privados y hacia el final hay un giro de tuerca peor cuando vemos a Godoy vender a dos jóvenes como mercancía.

Una observación adicional que me gustaría hacer sobre estas dinámicas de poder del centro es que resulta irónico el odio de los internos hacia su padre abusivo y su falta de respeto por Adolfo que cambia una vez este se comporta de forma autoritaria y cruel. Algo muy cercano a la realidad que añade un elemento adicional a esta problemática de la delincuencia juvenil.

Las impresiones que deja la película son fuertes, esta me invita a preguntarme qué tanto de lo visto es producto de la imaginación y qué tanto de esto ocurre o ha ocurrido realmente. La tradición violenta de nuestro país no está exenta de hechos ignominiosos y cosas como la venta de personas y los campos de concentración para jóvenes delincuentes, lastimosamente, no me parece fuera del espectro de posibilidades, menos aun tratándose de un grupo poblacional tan descuidado. Y por la forma como son retratados en La jauría, vincularse en bandas criminales y grupos armados parece la conclusión lógica de sus vidas.

El premio de la Semana de la Crítica de Cannes recibido por La jauría evidencia que internacionalmente el cine que habla de nuestra violencia se ve y se recibe bien. Las artes también tienen la opción de tratar temas de forma directa, herramientas como la sátira no sirven para comunicar sutilezas ni tampoco para sugerir nada. Ramírez Pulido no pretende apelar a todos los públicos, espera complicidad de sus espectadores, no seduce con preciosismo ni poesía. Su película está cargada de energía juvenil, es directa, punzante, lúcida y por estas razones, también incómoda.

*Escritor. Realizador de cine.