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Autopsia a la sociedad

Por: Germán Sarasty M.

Fecha de publicación: 01/07/2020

Este año también nos abandonó a sus noventa y cinco años, otro de los grandes escritores latinoamericanos, quien además fue guionista de cine, Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 11 de mayo de 1925Río de Janeiro, 15 de abril de 2020). Abogado de profesión, policía de oficio y escritor de vocación aunque un poco tardía ya que su primer libro de relatos Los prisioneros apareció en 1963, a sus treinta y ocho años, con una muy buena acogida, luego seguirían algunos otros básicamente cuentos y en 1973 salió su primera novela El caso Morel en la cual hace una descripción de la descomposición social del momento, pero sin caer en moralismos que lleven a reivindicaciones de cualquier índole, es más una clara controversia entre el bien y el mal, la tensión que genera y los juicios de valor que conlleva.

El conocimiento que tenía de la sociedad, sus marcadas diferencias económicas, sociales, políticas y en general culturales, lo fue plasmando en sus obras, de tal forma que al leerlas se comprende la desazón que le producía la indiferencia estatal por tratar de hacer los ajustes requeridos para un bienestar colectivo, las artimañas de los políticos por conservar sus prebendas, las actitudes mezquinas de los adinerados para aumentar su patrimonio a cualquier costo, incluyendo los sobornos que tanto degustaban en las altas esferas los mandatarios y la interminable cohorte de lacayos.

Renglón aparte merecen los intereses soterrados de los militares llámense ejército, aviación, armada o policía, sus ansias de poder, sus intrigas, sus negociados y en general sus actitudes tantas veces contradictorias, no ocultaban su nostalgia por retomar el poder del que alguna vez fueron amos omnímodos. Toda su ficción, que más parece realidad ha quedado plasmada en una treintena de volúmenes, entre novelas y libros de cuentos, que muestran el talante de este gran creador.

Todo esto y mucho más descrito con la maestría, la propiedad, la experiencia y la sapiencia que solo uno de los grandes logra hacerlo, podemos disfrutarlo en Agosto, una de las novelas más emblemáticas de Rubem Fonseca, además en uno de sus personajes, el comisario de policía Alberto Mattos, tenemos casi un alter ego del mismo escritor, tanto por la descripción que de él hace, como por la lógica en su argumentación, obviamente debida no solo a su formación profesional, sino también a la práctica policial del mismo Fonseca. Al respecto Romeo Tello Garrido afirma que una vez le dijo que: prefería pensar que un escritor puede decir todo lo que a él le parezca importante, independientemente de lo que los lectores puedan opinar al respecto, pero siempre a través de sus obras y no como personaje público que dicta sentencias en cuanto tiene un micrófono enfrente. 

En 1954, en las postrimerías del cuarto período presidencial de Getulio Vargas, en el Brasil, dentro de un hervidero de desigualdades sociales, intrigas políticas, tráfico de influencias, corrupción moral de toda índole, manejo amañado de los recursos públicos, sobornos a políticos, militares, gobernantes, policías, jueces, etc., prostitución y en general un descontento y desasosiego general, corresponde al comisario de policía Alberto Mattos, abocar el asesinato de un connotado industrial, lo que llevará a destapar un gran concierto para delinquir orquestado por los más altos heliotropos de la sociedad, quienes no paran en mientes para el logro de sus fechorías, ya sea contratando sicarios, comprando políticos, silenciando autoridades y cambiando las normas legales, por aquellas que les favorezcan y les permitan acrecentar su poder económico, social y político.

Alberto Mattos antes de ser policía, ejerció como abogado defensor de los necesitados y por tanto los menos pudientes, lo cual le permitió conocer de cerca la miseria humana pero, miseria por necesidad, ahora le toca enfrentarse a lo miserable del ser humano, pero por su vileza y códigos morales propios de la delincuencia, como el código del silencio y la lealtad frente a quienes contratan sicarios, para quitar todo tipo de obstáculos. Sabe que, no por ascender en las clases sociales, se asciende a altos estándares éticos y morales; muchas veces es lo contrario, como lo expresa:

-¿Alguna razón para el señor Matsubara?–Dígale que su aporte será tenido en cuenta.
Sin despedirse de nadie, el hombre dio media vuelta y se fue.
Dentro del sobre había un cheque de quinientos mil cruzeiros, una contribución para la campaña del diputado Roberto Alves, secretario particular del presidente. Hacía poco Matsubara había conseguido un préstamo de dieciséis millones en el Banco do Brasil

Así como todos policías y delincuentes sabían de la incorruptibilidad de Mattos, nadie se atrevía a tratar de sobornarlo, sabían de sus precariedades materiales, pero entendían que su comportamiento era casi una excepción, tanto frente a los malevos, como a la observancia de la ley y así lo pregonaba: -Bastaría con golpear a ese puto para que abra el pico—dijo Pádua.  Nosotros no vamos a hacer eso -advirtió Mattos -¿El tipo va a tu casa a matarte y me vienes con esos escrúpulos idiotas? No es solo tu vida la que fue amenazada sino también la de todos nosotros. Ese tipo tiene que servir de escarmiento. Esos putos tiene que aprender que quien se mete con mostros muere que ni perro rabioso.

Mientras trata de esclarecer el crimen que abocó y determinar las oscuras motivaciones que lo rodearon, aparecen en escena no solo otros actores, sino también otras circunstancias que le hacen replantear sus hipótesis de investigación, hasta le hacen dudar no solo de sus capacidades como investigador, sino de la misma realidad.

¿La relación entre causa y efecto sería esencial a la naturaleza de todos los raciocinios referentes a los hechos?, pensó Mattos. ¿De qué servirían las inferencias resultantes de una cadena de suposiciones?  Sabía que las proposiciones alusivas a los hechos no podían dejar de ser contingentes. Las conclusiones a que estaba llegando, al observar la trémula pareja delante de él, era producto apenas de los sentidos, de las impresiones de aquel momento, y podían ser falsas. Todo podía ser falso.

En medio de esa incertidumbre, al mismo tiempo se estaba enrareciendo el ambiente político de tal manera que la agitación entre los militares leales al gobierno y los menos ortodoxos o de pronto oportunistas, aunado al clamor de un gran sector cansado de las inequidades y la corrupción estatal, generan un ruido de sables de unas consecuencias inconmensurables:

El militar solo tiene un compromiso, el de mantener y defender la constitución con el sacrificio de la propia vida, afirmó el brigadier Godofredo de Faria, que acuso al poder ejecutivo de desmandarse, al poder legislativo de acurrucarse y al poder judicial de omitirse. “No queremos ser mercenarios de un gobierno pervertido y traidor. Nosotros los generales no estamos cumpliendo con vuestro deber. Seamos dignos del uniforme que   llevamos” 

Nuestro admirable inspector tenía que lidiar con los códigos de los delincuentes, quienes unas veces habían contratado su muerte y otras, por alguna circunstancia fortuita, trataban de evitarla, no por arrepentimiento sino por conveniencia y esos códigos protegían a quienes los contrataban y de ahí su éxito, como en el caso del Turco Velho, respetado por su discreción y temido por su eficacia. Pero lo más desconsolador era, cuando esa acomodada interpretación de la ética correspondía a sus pares: -Pádua, sé que mataste a Turco Velho. Yo no puedo quedarme sin hacer nada sabiéndolo. No puedo ser cómplice.-No estás siendo cómplice. Y vas a quedarte sin hacer nada simplemente porque no puedes hacer nada.-Claro que puedo.-No puedes. Sé que eres un buen policía, pero ni Sherlock Holmes podría probar que maté a ese tipo. Mattos, Turco Velho era un sicario y te iba a matar. Debes dejar de sufrir por tonterías. Por eso es que tiene esa úlcera.

Todas las imaginables intrigas palaciegas tanto por parte de los civiles, como de los militares habían erosionado a tal punto al por cuatro veces presidente Getulio Vargas, quien de todas las anteriores había salido indemne, que ya se sentía en el ocaso del poder:

Alzira pensó que la historia había redimido a su padre en 1950. Ahora, en aquel   doloroso agosto de 1954, en que por primera vez veía al padre como a  un viejo desencantado, un hombre sin esperanza, sin deseo, sin ánimo de luchar; un hombre pequeño, frágil, enfermo, víctima de las torpes alevosías de los enemigos, de los juicios ambiguos de los amigos; ahora, ella tomaba conciencia de la historia como una estúpida sucesión de acontecimientos aleatorios, una maraña inepta e incomprensible de  falsedades, inferencias ficticias, ilusiones, poblada de fantasmas. Ahora ella se preguntaba si acaso había dejado de existir aquel otro hombre, cuya memoria guardara tantos años en su corazón. ¿Era otro fantasma? ¿Nunca existió?

Tanta maldad, tanta miseria, tantas desigualdades y arbitrariedades cometidas generalmente soportadas por los menos afortunados, incuban en la sociedad un germen de maldad que se vuelve muy difícil de extirpar y que contribuye a que tanto la corrupción como la explotación, se conviertan en un modus vivendi al cual trata de acomodarse la mayoría, para usufructuar los beneficios derivados de ese caos, o recoger las migajas de esa ignominia. Ante tantas desgracias y adversidades solo queda la esperanza de un cambio que recobre el rumbo y permita que el progreso sea patrimonio colectivo.

*Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas