Volver

Bolívar, mi paisano

Por: Martín Rodas *

Fecha de publicación: 02/11/2023

Casting

En la vereda Pueblo Rico, municipio de Neira, Caldas, hay un monumento a Simón Bolívar. Se trata de una columna sobre la cual está el busto del Libertador, en donde figura una placa indicando que fue el primer Bolívar instalado en 1917 en el parque del mismo nombre en Neira, y que años más tarde fue donado a Pueblo Rico. En Neira, cuando estuvo en el parque, fue el eje de múltiples homenajes, de los cuales resalta el que se le brindó cuando se cumplió el centenario de la muerte del libertador en 1930 y todo el pueblo y sus autoridades civiles, eclesiásticas y militares le ofrecieron vistosos homenajes musicales, desfiles de bandas, misas y discursos veintejulieros.

De los Bolívares en Colombia, los que más representan el ideal patriótico son el “Bolívar Desnudo” de Pereira y el “Bolívar Cóndor” de Manizales, ambas obras del maestro colombiano Rodrigo Arenas Betancur. La otra escultura significativa de Bolívar, del artista italiano Pietro Tenerani, instalada en la Plaza de Bolívar de Bogotá, fue una de las primeras obras escultóricas que en homenaje a Simón Bolívar ubicaron en un espacio urbano de Latinoamérica. Así mismo, es la primera escultura de corte republicano que se instala en el espacio público de la capital de Colombia.

Se trata de obras grandilocuentes, pesadas y enormes, en bronce, las cuales le dan al personaje histórico vuelos míticos y sobrehumanos. En contraste con la magnificencia de estos monumentos, en mi memoria está la imagen del escultor Arenas Betancur, borracho, viejo y sabio pregonando que la estatua de Manizales era la gárgola que le faltaba a la Catedral. El maestro deliraba, lo mismo que Bolívar en el Chimborazo, embriagado de grandeza.

Estos Bolívares que se encuentran en las plazas de la mayoría de pueblos y ciudades de Colombia, representan el heroísmo que se le atribuye al libertador. Desde muy pequeños, se nos ha recalcado la proeza libertaria de Simón Bolívar, e instaurado en nuestras mentes su imagen soberbia sobre Palomo, el mítico caballo blanco, imagen que tenía similitudes con la de Napoleón en su caballo Marengo, también blanco y enorme. Luego, nos dimos cuenta que estos héroes no tenían físicamente la dimensión de sus representaciones pictóricas y escultóricas, pues eran de estatura pequeña, como se aprecia en la estatua de Pueblo Rico.

Y es que este sencillo Bolívar… Bolívar-niño-grande, me conmueve más que los gigantescos y delirantes. Este Bolívar, mi paisano, como de juguete, me hace recordar los soldaditos de plomo, que en mi lejana infancia me acompañaban en sueños creativos de mundos en donde la muerte era un juego delicioso y no moría nadie, pues todos resucitábamos alegres para abrazar a los vencedores, porque antes que enemigos, éramos amigos que reemplazábamos la violencia por el goce de la vida.

Bolívar, mi paisano, es también mi amigo, pues él y yo entablamos, cada que lo visito en Pueblo Rico, diálogos imaginarios en donde deambulamos por los caminitos, veredas, montañas, ríos, lagunas y bosques de estos Andes bienamados. A él le cuento mis triunfos, mis pasiones, mis desventuras y desamores. También junto a él, en la esquina de la casa de don Rogelio, en donde está instalado el busto, se reúnen los contertulios de la vereda a charlar asuntos de memoria ancestral, colonización, e historias de vida y muerte. Para mí es una delicia participar de estas reuniones cuando voy a Pueblo Rico.

Este Bolívar, mi paisano, tiene la actitud perenne del contemplador, su mirada es soñadora y tranquila, con el azul del cielo y los mares, el blanco de las nubes y el barro de los caminos. En él, lejos están sus arrebatos libertarios en el Monte Sacro, la exactitud milimétrica del proyecto geopolítico de la Carta de Jamaica y el delirio “mesiánico” sobre el Chimborazo. No, este Bolívar, mi paisano, es juguetón, cual niño, más real que ese otro, idealizado y mitificado hasta la tortura, como fue casi toda su vida, a pesar de la gloria, pues el haberse echado como Atlas el mundo encima, tiene su precio y la paga es costosa.

El otro Bolívar, el “histórico” y su tragedia, están suficientemente documentados hasta la saciedad; defensores y detractores todavía se enfrascan en la trayectoria de un hombre que luego de su triste agonía en cuerpo y alma, muere en Santa Marta, rodeado de abandono, pobreza y traiciones para ser subido, posteriormente a los altares de la “gloria”, la cual siempre es un engaño.

Para mí su verdadera grandeza radica en lo humano, con sus virtudes y defectos, que los tuvo, y muchos. Y en esa grandeza, me he encontrado este Bolívar, mi paisano, mi amigo, en la esquina de un pequeño poblado, rodeado de viejas casas campesinas de bahareque, tejas de barro y amplios corredores, que me permite ver un ser de rostro plácido, sin la adustez de esos otros que adornan las plazas de muchos lugares, pesados, duros y fríos. No, este Bolívar, mi paisano, está hecho de humilde yeso, pintado con los colores y el estilo en el que pintamos cuando somos niños, sobre una sencilla columna que testifica la donación hecha por mi pueblo Neira, en donde fue el primer Bolívar, a la vereda Pueblo Rico.

Este es el Bolívar que me ha cautivado, que me alegra cada que lo contemplo, porque es un paisano más en un pequeño caserío, testigo perenne del paso mío y de mis paisanos, sencillos como él, sin pretensiones, con la parsimonía de las vidas tranquilas y lentas cuyo disfrute es vivir enmarcados por un paisaje hermoso, de montañas de verdes de todos los colores, casas solariegas con fachadas de jardines y al fondo la vista espectacular de un Manizales del Alma que es hija de esos arrieros fundadores que pasaron por el camino en el cual ahora está Bolívar, mi paisano, también arriero, testigo sin afanes del río del tiempo.

* Poeta, anacronista y pintor; editor de «ojo con la gota de TiNta (una editorial pequeña e independiente)».

Imágenes de Bolívar de la vereda Pueblo Rico, en el Municipio de Neira, Caldas, en la cual los contertulios de la vereda se reúnen para charlar. (Fotografías Carlos Mario Uribe)