Volver

Cinco príncipes en busca de un trono

Por: Rafael Santander*

Fecha de publicación: 15/11/2022

El regreso a la tierra prometida es una de esas premisas narrativas enraizada profundamente en nuestra herencia judeocristiana. En el contexto colombiano, a partir del segundo periodo del gobierno Santos, el programa de restitución de tierras y la firma de los acuerdos de paz inauguraron un capítulo nuevo dentro de nuestra mitología derivado de esta idea seminal, podríamos decir que un reencauche de este motivo: el regreso a la tierra despojada.

Los reyes del mundo, dirigida por Laura Mora, es una película de carretera que cuenta el viaje que hacen cinco jóvenes habitantes de calle para reclamar las tierras heredadas de un pariente. La directora no se ahorra ningún comentario: acorde con el argumento, las tierras nunca van a ser recuperadas mientras haya intereses privados con más poder que el Estado en esas regiones tan alejadas de las capitales.

En muchos aspectos la película se siente como una consolidación de dos tradiciones audiovisuales que se vienen explorando desde hace años en el país y también, por sus valores de producción tan altos gracias al aporte económico de públicos y privados, un acercamiento al cine industrial.

La primera tradición que recoge la directora es ese “neorrealismo criollo” popularizado por Víctor Gaviria que se ha convertido en un estándar de producción en el país, caracterizado por su recurrencia a los actores naturales y locaciones reales. En Medellín, particularmente, estas historias se han enfocado en el retrato de las juventudes marginadas, su búsqueda de un lugar en el mundo o el intento por construirlo. Ejemplos de esto son el ya clásico de culto Rodrigo D. no futuro (1990) o un poco más recientes, La playa D.C. (2012) y Los nadie (2016).

Otra de las tradiciones que retoma Laura Mora es la de la película de carretera o road movie, desafortunadamente asociada con una de las vertientes más mediocres de la comedia norteamericana y adaptada acá en Colombia mediante El paseo (2010). Ejemplos de mayor interés en nuestro cine nacional son el híbrido entre ficción y documental Memorias del calavero (2014), Apatía (2012) y El abrazo de la serpiente (2015), recorrido por la carretera fluvial del Amazonas.

Estas dos tradiciones se complementan con éxito en Los reyes del mundo. Cinco muchachos marginados parten en busca de la tierra prometida, ese lugar al cual pertenecer que les ha sido vedado desde siempre, sea por caprichos del azar o por indiferencia de algún dios. Lo único que necesitan es llevar a la notaría del pueblo los papeles que identifican a Rá, el protagonista, como legítimo heredero de su difunta abuela.

La road movie más tradicional cuenta cómo los personajes emprenden un viaje que les permite crecer o conocerse mejor, un giro más oscuro es ese del hundimiento progresivo en el corazón de las tinieblas. Esta película elige esa vía, es un viaje hacia el desencanto en el que la esperanza inicial se va apagando con cada desilusión y desencuentro que facilitan la burocracia estatal y —lo que me parece un poco excesivo— la tiranía del hombre blanco.

Pese a todo, no puedo afirmar que la película sea nihilista ni tampoco de propaganda. Al contrario, no hay en Los reyes del mundo un intento de forzar ningún mensaje, antes es una celebración de la juventud, la amistad y los viajes ligeros de equipaje. A pesar de la tragedia final, en el que pareciera comentar la directora, les pasa solo a los colombianos que se atreven a reclamar lo que es suyo, el tono de la película es bastante festivo y, dado el espíritu inextinguible de los personajes, quedan retratados más como héroes trágicos que como víctimas.

El argumento y la estructura narrativa son sencillas, vemos la trayectoria desde Medellín hasta esa tierra prometida y el viaje que inicia en fiesta va alternando entre conflicto y celebración. Esta sencillez no implica ningún defecto, antes establece un ritmo claro y usa esto a su favor como herramienta de tensión: la anticipación del guarapazo en medio de cada escena alegre, así como la seguridad de que va a haber un momento mejor al atravesar cada crisis. Y a lo largo de estas iteraciones, a modo de progresión, vemos el fortalecimiento de los vínculos de estos personajes.

 Es tanto el contenido que aporta esta película que resulta difícil mencionarlo todo, la abundancia de recursos trae consigo algunos excesos. Quizás lo más innecesario es la presencia de una segunda estética aparte de la realista, caracterizadas por la presencia de un caballo blanco, secuencias de sueño, como la que inicia la película, con una voz en off que recita un texto en un lenguaje tan diferente al de sus personajes se sienten postizas. Este ejercicio onírico, un recurso innecesario para comunicarnos el mundo interior de Rá, empieza a irrumpir en el argumento mediante la aparición del caballo en los momentos de vigilia, de modo que la separación entre fantasía y realidad se confunden para cuestionar los hechos narrados sin que esto traiga consecuencia mayor o aporte de forma significativo al argumento.

Este tono de ambigüedad ya se logra perfectamente sin necesidad de tanta parafernalia en la escena nocturna del burdel en la montaña con efectos mucho más potentes que el de la aparición del caballo blanco.

El problema principal de la película aparece al momento de representar la violencia. A diferencia de sus dos estéticas que diferencian fantasía y realidad y del impresionante despliegue técnico y cuidado con el que parecen rodados la mayoría de los planos, cada vez que hay violencia en escena pareciera haber una parálisis general. La representación es “esquemática” o “esbozada”, nada que ver con la propuesta estética general tan atenta al detalle. Es posible que esto no se deba a negligencia sino a razones económicas, la violencia explícita hubiera restringido la película para mayores de 16 o 18 años trayendo la pérdida de un público potencial.

Esto, que funciona como un método de extrañamiento involuntario, no impide el disfrute general de la película, pero sí deja un mal sabor en la boca, parece un error amateur en medio de tan altos estándares que maneja el equipo.

De todos modos, Los reyes del mundo no es una pieza de relojería, tampoco parece buscarlo. La road movie como género implica que el rodaje sea también una aventura, que el encuentro con lugares y situaciones inesperadas inviten a la improvisación y la adaptación. Muchos momentos poderosos de la película, como el del juego con la cerca eléctrica o la estallada de las luces del alumbrado público, parecen producto de una improvisación y por esto mismo resultan tan refrescantes.

La intención de Mora parece más enfocada en la búsqueda de este tipo de momentos llenos de espontaneidad que en la elaboración de un producto perfectamente labrado. Por esta razón, irónicamente, los momentos de más pulcritud técnica, en los que el equipo demuestra su más alto nivel de competencia, son los que más chillan.

En Los reyes del mundo el todo fue más que la suma de sus partes, aunque hay unas que suman más que otras. Los castings impecables junto con las técnicas de dirección permitieron que quedara registrado en cámara el espíritu de estos muchachos, esos rostros endurecidos de ojos brillantes. Estos actores, que sin necesidad de academia y sin más experiencia que la vital son capaces de transmitir y suscitar tantas emociones, son los verdaderos reyes.

*Escritor. Realizador de cine.