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Con todo en contra

Por: Mateo Ortiz Giraldo*

Fecha de publicación: 15/11/2018

Empecé a leer Los dormidos y los muertos (Rey+Naranjo, 2018) de Gustavo López por recomendación de un librero de Libélula Libros,  insistió tanto en su calidad y lo mucho que me podría gustar, que me lo llevé sin pensar mucho. Para recomendármela empleó una frase que aquí parafraseo: puede que a alguien no le guste el tema pero si le gusta la literatura, seguro encontrará aquí una buena novela.

Y es justo esa calificación de “buena novela” lo que más problematiza esa novela, pues tiene todo en contra para serlo: porque se centra en una familia clase media de un pueblo godo y frío como lo es Manizales; porque va a medio camino entre el tono de eufemismos y decorados propios del grecoquimbayismo y el lenguaje callejero, propio de la novela urbana; porque usa como pretexto la vida efervescente de un adolescente para guiar la narración… En últimas porque es un libro raro.

Es precisamente esa rareza la que lo hace un libro maravilloso, lleno de matices que lleva al lector a toparse con la infame historia colombiana sin caer en dogmatismos. Al leerlo, no es sorpresa hallar relaciones con autores como R.H. Moreno-Durán o Fernando Ponce de León.

Primero, nos propone un relato al estilo de la novela urbana. En ella se toman a los personajes y los persiguen por las calles, en los andenes como Manuel Mejía Vallejo en su natal Medellín: naturalidad y olor a asfalto; sentimos las voces, los pitidos, vemos el barrio obrero y la clase media, la iglesia y los parques, bares y cafés. Mientras esto tiene lugar, también ocurre un relato íntimo e intimista donde López usa esos cuadros naturalistas como un Chéjov paisa que narra la vida de la familia Almanza Plata.

Para unir esas dos escenas, se requiere de un uso del lenguaje igual de ambiguo. López emplea, como lo dije antes, los juegos floridos del grecoquimbayismo y también hace uso  el recurso del madrazo callejero, del dicho de mamá y de las máximas del barrio. Crea un matiz inquietante que deja en el lector una sonrisa por no saber si todo es un ejercicio mamagallista, o si en realidad el escritor es un tipo excepcional.

Este matiz, da origen al relato de una Colombia chica: un padre godo, una madre cansada de la política, un hijo mayor perdido, una hija que se niega al dolor de la degradación corporal; otro hijo de armas tomar y de izquierda, una hermana callada, un hermano adolescente y marxista; un hermano menor criado por la madre… miren el panorama y verán que es la fórmula del caos. Como este país.

También se narran, de fondo, las vidas de Laureano Gómez –el hombre tormenta– y Camilo Torres. Ambos tan diferentes y necesarios. Gómez, para darnos cuenta de nuestra entraña violenta, y Torres para descubrir cómo la violencia logra llegar hasta los cuerpos más sensibles. El resultado: una estampa de la Colombia de los 60s no muy diferente a la actual, con la radio de fondo y los ecos de tangos  como banda sonora.

Todo lo ya mencionado se amplifica y enriquece con unos personajes femeninos inquietantes. En esta novela los hombres parecen protagonizar todo: la historia, la violencia y las decisiones, pero en realidad son las mujeres las racionales y empáticas.

Leer Los dormidos y los muertos es ahondar en ese diálogo de Macbeth de Shakespeare en el que Lady Macbeth dice que los muertos y los dormidos son solo imágenes, están quietos y no hay por qué asustarse. Con esta novela nos damos cuenta que en esa quietud está la extrañeza, la complejidad y la belleza. Una belleza rara que radica en esa sinceridad y tranquilidad con la que López escribe sin pensar que tiene todo en contra para lograr  una novela buena o ganar adeptos. No lo requiere, pues su calidad habla por ella.

*Estudiante de Periodismo. Reseña libros @plumasynave en las redes sociales.