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Crecer, venciendo temores

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 01/11/2022

Uno con veinte años, estudiando en una universidad pública y en la mitad de la carrera que escogió en una increíble audacia, como desafiando a sus consejeros, familiares, profesores o metidos, reafirmando así su independencia, no es más que un manojo de nervios, inseguridades, y temores. Se quiere vivir el presente, porque nos proporciona la tranquilidad de no tener responsabilidades diferentes a las de responder académicamente, y nos aplaza el enfrentarnos a la vida con unos conocimientos que aun creemos no tener, pues lo que hemos aprendido no sabemos para qué sirve.

La descripción de este personaje, sus amigos, profesores, ambiente de los años setenta y sus vivencias, desventuras, y muchas cosas más,  en la Universidad Nacional, sede Medellín, más conocida como la Nacho, nos la ofrece Juan Diego Mejía (Medellín, 1952), quien en los setenta estudió matemáticas en esa universidad y participó en las luchas de la izquierda de aquellos años. Su libro Adiós, pero conmigo, lleno de nostalgias, amores y desamores, encuentros y separaciones, nos recuerda como fue de complejo vencer todos los miedos, las incertidumbres y las vicisitudes, tratando de encontrarle sentido a nuestra vida, develando nuestro destino. Algunos salimos adelante, otros, tomaron caminos diferentes y no faltaron los que desertaron al confrontar la vida y anticiparon su partida, dejándonos en la incertidumbre.

Nuestro narrador, a quien conoceremos como J D, y Franco, su compañero de colegio, lograron ingresar a la universidad, en donde conocieron a un campesino muy inteligente, pero retraído, Ernesto, y ahí fueron armando el combo y dando forma a una bella amistad, con la que se protegían de las inseguridades de ese nuevo mundo, casi sin restricciones, pero con muchos tropiezos para buscar claridad en su futuro. Lo abstracto del conocimiento de la matemática que iban adquiriendo, lo concretaban con la amistad que se iba consolidando. La barra se fue ampliando con la seguridad que irradiaba Soledad, estudiante de economía, y la presencia de Raquel. compañera de curso, quien los deslumbraba y descolocaba, sobre todo a Ernesto.

Franco y yo entendíamos el sufrimiento de Ernesto cuando la veía y no era capaz de acercársele y hablarle, aunque si vamos a ser sinceros, nunca intentamos convencerlo de que se alejara de ella. No teníamos suficiente confianza como para sentarnos con él y decirle: “Viejo, no le botes corriente a esa mujer”. No nos había dado entrada a su vida privada. Quién sabe cómo habría reaccionado. Mejor seguimos como si no pasara nada. Y en un tiempo nos hizo creer que él también había superado el asunto.

Debemos aceptar como parte del crecimiento, el ingreso a ese mundo tan heterogéneo que es el que ofrece la universidad, mas si es pública, pues allí se amalgama una buena muestra de la sociedad en sus diferentes estamentos y es allí donde se va acrisolando una nueva representación que deberá ir reemplazando a los que ya han abierto su camino. Ese es uno de los grandes temores que los sobrecogen, el saber si serán capaces de lograr, primero salir indemnes de todo ese proceso y segundo, como corresponderán a la sociedad con la formación que han estado recibiendo. Es un desafío muy grande y las respuestas son esquivas y evasivas.

A veces las respuestas pasaban frente a los ojos de uno, pero uno no sabía que eran respuestas porque nunca se había hecho la pregunta. El mundo en ese tiempo era un cementerio de respuestas que murieron por falta de preguntas.

Su quehacer discurría por el campus de la universidad, en donde siempre descubrían otros estudiantes, otros vendedores, nuevos profesores, sitios de estudio, concentración, dispersión o diversión, pero cada vez más divertido; era casi un paraíso, por ello romper ese equilibrio tan placentero producía desazón, desasosiego y lo que aprendieron a denominar angustia existencial. Todo era el juego sincronizado de la sociedad y la universidad, los obreros, los sindicalistas y las fuerzas de izquierda muy representadas en la universidad pública. Resultado, el paro.

Ese fue el paro más largo que yo recuerdo en la historia de la Nacho. Tal vez hubo otros que duraron más, pero esa vez me sentí ahogado en la quietud del tiempo mientras el mundo seguía andando. Marqué cincuenta y siete equis en el calendario de mi cuarto. Cuando ya me daba por vencido y pensaba que debía aceptar la sugerencia de mi mamá de cambiarme para una universidad privada, me llamó Franco: “Mañana abren”.

A pesar de que no creíamos, si crecíamos, la madurez nos iba llegando imperceptiblemente, no nos gustaba perder el tiempo, aunque nos seguía dando temor que más tarde que nunca nos tocaría enfrentar con nuestra presencia al mundo de los adultos, con lo que habíamos estado aprendiendo. Ya por lo menos sabíamos formular las preguntas que nos conducirían a las respuestas tan anheladas y buscadas, sabíamos que El mundo está repleto de señales que se mantienen invisibles hasta cuando alguien las descubre. Cuando eso ocurre, en el universo se iluminan los puntos en donde habían estado ocultas, entonces es como si siempre hubieran estado ahí, a la vista.

Cuando ya se va tomando conciencia del papel que nos toca asumir, queremos que el tiempo pase más rápido, que los planes que hemos esbozado se vayan realizando, que los sueños empiecen a concretarse y por ello toda distracción que antes permitía eludir las clases la aprovechábamos; ahora no, era tiempo de ejecuciones y no de aplazamientos. Sería Sole quien enfrentó en una asamblea convocada por los despectivamente denominados zurdos, como siempre, antes de los exámenes finales, ya no contra el imperialismo, sino contra los profesores. Al concluir su exposición en contra de ellos, y por supuesto del paro, con voz fuerte concluyó: “A estudiar, a soñar, tenemos derecho a ser mejores”

Fue un discurso sobre las cosas difíciles de la vida. Habló de la cantidad de jóvenes que no pueden entrar a la universidad pública porque nosotros tenemos ocupados los puestos. Dijo que no nos contentáramos con estar en la universidad vegetando como algunos que se han envejecido y no pasan de tercer semestre.

Fueron muchas las separaciones, las despedidas, las rupturas y siempre dejaron huella, aun los deseos frustrados de formar un no grupo, como quisieron denominarlo, dedicado a la investigación y divulgación del conocimiento, como lo hacen los grandes matemáticos, pero de algo serviría así fueran intentos fallidos. Me daba piedra pensar que debíamos esperar varios años para saber a dónde iba a llegar todo lo que estudiábamos.

La perdida más sentida fue la de Ernesto, el eterno y secreto enamorado de Raquel, ese amor imposible que solo lo alcanzaría simbólicamente con la muerte, por ahogamiento.

No entendíamos como se había dejado llevar por la corriente. Él, que siempre anduvo en contravía. Nunca se contentó con lo que vio. En todas las clases  se quedaba sentado frente al tablero buscando nuevas posibilidades. Era el que nos sacaría de la noche en que habíamos entrado sin darnos cuenta hasta sentirnos perdidos, caminando a tientas, hablando en susurros porque hasta nuestras propias voces nos asustaban.

Sería una carta de Sole, ya ubicada en los Estados Unidos, en un organismo internacional como economista que era, la que le daría la sacudida que necesitaba con tanto apremio: Ustedes tenían algo que no encuentro en otras partes, ¿una ilusión?, puede ser una ilusión, ¿un miedo?, también puede ser una especie de miedo. O un coctel de todo eso: ilusión, miedo, curiosidad, en fin, no sé. Lo que sí sé es que te he pensado.

Esa capacidad de reacción inesperada de los jóvenes, esa vitalidad, ese sobreponerse a los temores y superar las frustraciones, han sido lo que ahora dejada la universidad y sus bellos recuerdos, nos permite transitar por la vida con la seguridad de que podrán quitarnos lo que tenemos materialmente, pero jamás el conocimiento, que además es lo que siempre nos sacará adelante en las situaciones más ambiguas en las que estemos sumergidos. Además, nos debe permitir reconciliarnos con el juicio que a veces lanzamos irreflexivamente sobre la juventud, como si el paso por ella no nos hubiera marcado. No son ni irresponsables, ni temerosos, son soñadores y eso los sacará adelante. Más bien propiciémoslo, tratemos de comprenderlos, que eso fue lo que hubiéramos querido, que creyeran en nosotros. No dejemos de hacernos preguntas, debemos seguir soñando, y siempre consideremos que no hay certezas, ni en la juventud, ni en la adultez.

Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas*