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Desarraigos

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 02/08/2022

El comunicador social-periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana, Esteban Duperly (Medellin, 1979), nos presenta en la COLECCIÓN LINCE, de Angosta Editores, su primera novela Dos aguas, con la cual participó en el Premio Nacional de Novela 2020 del Mincultura, al lado de escritores de renombre como William Ospina, Orlando Mejía Rivera, Julio Paredes y Sara Jaramillo.

En una cautivante descripción, nos narra los conflictos entre dos visiones, dos culturas, dos formas de afrontar la vida, ambas válidas dentro de cada contexto, pero enfrentadas pueden crear conflictos difíciles de resolver, que además van incubando venganzas que pueden llegar a ser fatales.

Se trata de las historias de unos inmigrantes europeos, a quienes han dado en llamar alemanes, aunque eran austríacos, y unos raizales caribeños encarnados en un pescador negro, el Boga, quienes por azares del destino terminan enfrentados por la posesión de un terreno que habitaba el negro y que supuestamente no tenia dueño legitimo, hasta que llegaron los alemanes a desalojarlo por haberle comprado a otro más ambicioso y poderoso que el Boga.

El terreno en mención, no era más que una franja de tierra casi estéril, arrebatada al mar, todo aislado por un manglar compacto, que la rodeaba por los costados y por detrás, en la cual solo había una coquera y el humilde rancho que habitaba con Flora su mujer, allí sólo se aventuraba a visitarlos un indio, pariente de su esposa.

Las descripciones sensoriales son tan minuciosas y casi poéticas como la primera frase del libro, cuyo relato nos cautiva de entrada:

Un zancudo rozó su oreja y se perdió en lo oscuro. Quieto, envuelto en la hamaca, el Boga escuchó los movimientos de la noche: las hojas de las palmas agitarse con la brisa, las olas deshacerse en la orilla, un coco caer sobre la tierra, una babilla entrar al agua en el manglar. Una chicharra tras la puerta. El silbido alto de un murciélago. Eran los ruidos de siempre en la madrugada del Golfo. Permaneció así, alerta a la vibración distinta que lo había sacado del sueño. Hasta que, de nuevo, un sonido ajeno viajó en el viento: desde el mar vino una expulsión de aire, una gran respiración.

Los alemanes están constituidos por Bernhardt y su hermano menor Moritz, sus esposas Elise y Marianne, Marckus el hijo mayor de Moritz, Fernanda la niñera española y los cuatro pequeños. Su vida había sido un continuo peregrinar, escapando de sus perseguidores quienes inicialmente habían sido sus amigos, pero que terminaban por denunciarlos siempre confundiéndolos con nazis, o con judíos según las circunstancias, o hasta con delincuentes. Su partida invariablemente asociada a ventanas con vidrios rotos y a humillantes castigos e inmisericordes torturas, a Bernhardt y a su indefenso hermano.

Por su parte el Boga también tenía su historia de desarraigo que inició con la expulsada del playón en donde había nacido, se había instalado en un baldío que solo tenía una coquera, hasta que apareció Cabarcas un pardo indiano, acompañado de un peón con escopeta, a desalojarlo, aduciendo su propiedad, pero finalmente tranzaron verbalmente en compartir el producido de los cocos. Cuando iba a llevarle la plata de la venta a unos panameños contrabandistas que en una goleta fondeaban frente al pueblo, ambos se tomaban una cerveza y el contrato sin papel quedaba refrendado.

El Robinson Crusoe moderno, cansado de esa perenne diáspora, después de muchas vicisitudes, recaló en nuestras tierras caribeñas buscando un sitio ojalá deshabitado o al menos sin vecinos, ni curiosos cercanos, con el fin de recomponer su vida y la de los suyos y esto fue lo que lo cautivó:

La costa era una cinta gris de playa que a veces ni siquiera existía, porque el manglar puro limitaba contra el océano. Una masa verde de árboles, muy compacta, nacía en la orilla y se extendía hacia adentro hasta terminar en un sistema lagunar de aguas color té, que regresaban al mar rompiendo el continente y formando bocas en la arena. Bernhardt intuía que todo aquello no estaba habitado. Pero había un trozo de costa en donde el mangle entraba en tregua y, en cambio, los penachos de decenas de palmas de coco explotaban hacia el cielo como fuegos artificiales.

Concluyó que ese era el sitio ideal, para evitar lo afirmado por Sartre “El infierno son los otros”, lo cual le había acrecentado la desconfianza hacia los demás. Pero de desplazado pasó a  desplazador, al tratar de tomar posesión de lo pagado a Cabarcas y refrendado no se sabe cómo en oficinas públicas. Tuvo que recurrir al desalojo pues obviamente el Boga no iba a dejarse sacar de nuevo. La intervención de la fuerza pública en el desalojo, arrasando con todo lo del negro, le rememoró tristes episodios e hizo que interviniera para no hacer más destrozos en lo poco que quedaba de los haberes del pescador.

Bernhardt y su hermano, además de excelentes mecánicos, eran muy recursivos e inventores natos, así fue como empezó la transformación del predio: construyeron una vivienda amplia y cómoda en forma de U con dos alas, una para cada familia y un área comunal para comedor, cocina y estar. En lugar de letrina, instalaron inodoros con agua corriente, que ellos mismos canalizaron, instalaron un tanque de abastecimiento de agua para consumo doméstico, contaron con planta eléctrica y nevera; el suelo lo mejoraron con abono natural y lo adecuaron para sembrar frutas y plantas adicionales a los cocos.

Por su parte el Boga, en su desplazamiento le tocó tumbar y secar el manglar, pues ese si no tenía dueño, creía él. A punta de machete y perseverancia, iba poco a poco adecuando su hábitat, pero secar el manglar era como llenar un colador. A la tierra se la tragaba el agua; la empapaba y la disolvía. Para poder subsistir tuvo que emplearse como pescador en el boliche del Perico, en donde su trabajo y conocimientos ancestrales fueron bien valorados, pues su desempeño lo confirmaba.

El resentimiento y la desconfianza mutuos hicieron mella en la relación, a tal punto que no solo evitaban contacto directo, sino que cualquier colaboración, por necesaria que fuera estaba descartada, así los separara solo un lindero físico. Esa animadversión se convirtió en actitudinal, a pesar de que Flora obraba en varias oportunidades como conciliadora. Si los alemanes habían logrado domesticar la tierra, era poco lo que sabían del agua y su furia, por eso, cuando las fuerzas de la naturaleza se desataban, aunque los nativos conocían los presagios, ellos los ignoraban. Y así se incubó la venganza:

Al final de la tarde, el Boga se sentó a ver pasar las lagartijas de colores que se alimentaban apuradas porque también presentían la borrasca, mientras guardaba detrás del esternón la dicha pequeña de no poner al blanco sobre aviso.

Las mezquindades de parte y parte constituían nuevos elementos en esa pugna: la negativa de transportar por una urgencia a Flora, la no venta en la playa de pescado aduciendo que ya estaba todo vendido, y la mofa al defecto físico del caminado de Moritz, el no querer auxiliar a éste tras una picada de medusa que el Boga sabia como tratar, etc. Ni ellos mismos sabían qué podría suceder. La naturaleza humana es muy compleja.

Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas.