Volver

El bostezo de la bomba atómica

Por: Rafael Santander *

Fecha de publicación: 26/10/2023

«Anoche no dormí hasta entrada la madrugada y tengo por delante diez horas de oficina entonces ¿qué demonios provoca esta sonrisa a las 7:35 de la mañana?». Con los versos de esta canción inicia el corto genial, comedia musical de humor negro, 7:35 de la mañana del director español Nacho Vigalondo, al cual parece hacer referencia Julián Arango, director de Sueño de la bomba atómica al citar a los dos personajes en un café a esa hora. Así como el protagonista del cortometraje, que se propone declarar su amor inocente a una mujer que no conoce por medio de una acción de extrema violencia, lo mismo hace Amín, protagonista de esta obra, interpretado por un inspiradísimo Daniel Calderón, que quiere atracar una panadería y escaparse con la mesera a Nueva York con las ganancias del atraco.

A modo de contrapeso de este personaje carismático, soñador y psicópata —entendido esto último como alguien con una percepción alterada de la realidad y dificultad para comprender las convenciones y códigos sociales—, tenemos a Ignacio, su opuesto: silencioso, pesimista y depresivo —confirmado esto por las ideaciones suicidas suyas a las que alude el texto.

La mejor pieza de escritura en esta obra reside en su título. El sueño de la bomba atómica representa el deseo de que el mundo acabe en un abrir y cerrar de ojos. Condensa, magistralmente, esa sensación de angustia contemporánea de personajes como estos, hombres grises y marginados que no son capaces de grandes cosas y que no han nacido para eso. Por esta razón sorprende tanto que un título tan poderoso venga acompañado de un texto dramático tan convencional, tan de manual de dramaturgia, que se mantiene en el espacio cómodo de la tradición del entretenimiento: la pareja dispareja, los chistes sobre la fealdad, la torpeza, la incapacidad de alguien para pronunciar bien el inglés y la falta de educación de una señora del aseo. Racismo, porofobia, gordofobia y homofobia integran el corpus de su material cómico, del cual respiramos con disparates que dice Amín cada dos líneas de diálogo, puntuadas por el acento enfático con el que Ignacio le menciona que es un estúpido, haciendo al público estallar a carcajadas.

La psicosis, el síndrome de asperger y el daltonismo no hacen a la gente estúpida. En el fondo, parece que el autor no tiene muy clara la profundidad y riqueza del material que tiene entre manos: dos hombres heridos, enfermos mentales, con una amistad férrea. La hora y cuarto de función se me consumió entre bostezos ante un texto superficial, poca exploración de personajes y un humor, entre comillas, negro.

A El sueño de la bomba atómica no la condena su condición de «obra de entretenimiento», sino su carencia de valor cultural. No nos habla de nuestros vicios como sociedad, sino que se escribe desde los vicios del prejuicio individual. El teatro es un espacio también para retratar los vicios humanos y la comedia es uno de sus lugares más apropiados. Se regocija en la vulgaridad, la grosería y la bajeza, es cuestión de remitirse a los bufones de Shakespeare, a Aristófanes y a Molière.

El humor negro existe para recordarnos que con indulgencias no nos ganamos el cielo, que con limosna no borramos nuestros malos pensamientos y que nosotros también somos crueles en el fondo, no es, como parece creer Julián Arango, una etiqueta para defenderse de los ataques que pueda merecerle su obra por parte de todos los grupos poblaciones de los que se burla.

* Escritor. Realizador de Cine.

Fotos @El_andreti