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El estertor del remordimiento

Por: Rafael Santander *

Fecha de publicación: 27/10/2023

Comentario a Esta cabeza mía que no se puede callar

Contenido coproducido con Revista Alternativa

Hay algo terrorífico en ver a una persona con su rostro cubierto, más que miedo, la imagen genera angustia. Puede ser simplemente una cuestión de poder, incomoda que alguien puede vernos mientras nosotros no; también puede ser una cuestión epistemológica, antagonizamos la máscara que nos impide ver el rostro que hay detrás, esa incógnita dispara el deseo de saber y la ansiedad ante la ignorancia, o más filosófico sería pensar que no ver el rostro de una persona implica no poder reconocerla y, quizás, nos aterra no poder reconocer el rostro humano, la idea implícita de individualidad que hay en este, que desaparezca el rostro de otro implica la disolución posible del nuestro y de esta manera, la imposibilidad de ser reconocidos.

Todas estas hipótesis pierden relevancia ante el hecho. Ante la presencia de una figura con su rostro cubierto, no hay pensamiento sino horror. Esta imagen sin rostro que dejó marca en mi memoria es la de los hombres armados de los noticieros de los noventas cuando era niño, ese es mi referente del enmascarado y la imagen todavía me produce terror.

Esa misma sensación la reproduce el montaje de Esta cabeza mía que no se puede callar, dirigida por Jorge Hugo Marín, el más reciente montaje de la compañía de teatro La maldita vanidad, presentado el 25 de octubre en el 55° Festival Internacional de Teatro de Manizales. Justo al final, todos los personajes se cubren el rostro con su pasamontañas negro y miran fijamente al público. Hay algo amenazador ahí que solo resulta soportable porque ocurre dentro del teatro, en el espacio controlado de la obra de ficción.

El aura de inseguridad permanente que la obra nos hace experimentar se debe a la presencia de estas figuras enmascaradas al margen del escenario que evitan pararse en la luz. Son los actores fuera de escena y de personaje haciendo de presencia ominosa, una solución escénica brillante para resolver las salidas de los actores en este espacio teatral mínimo, sin telón ni trasescena. Los pocos elementos escenográficos y el recurso de la luz para realizar las transiciones que fluyen naturalmente gracias al sonido, tanto la banda sonora que nos acompaña permanentemente como a la voz de los actores que escuchamos incluso en la oscuridad; en conjunto con un texto intenso, lleno de ironía y drama, con un lenguaje realista, que se siente tan fresco por su abandono de toda pretensión literatosa, y la presencia de este elenco tan capaz de suscitar emociones en el público y de convencernos de la realidad de sus personajes, producen un efecto completamente inmersivo que no se rompe ni siquiera cuando los personajes dicen en voz alta sus pensamientos, cuando las rumiaciones y remordimientos de consciencia de cada personaje se apoderan del escenario.

«El trabajo de La maldita siempre ha sido tratar temas actuales que tocan problemáticas sociales, culturales y políticas que nos atraviesa como colombianos. Y en el caso de esta cabeza mía que no se puede callar, quise abordar el tema de la violencia sexual ejercida contra hombres, que aparece en un informe de la comisión de la verdad», dice el director.

Sería cínico decir que el argumento de la obra es sencillo, aunque el dispositivo narrativo sí es muy claro. Acompañamos a Saúl, un joven de 18 años, durante las últimas horas antes de abandonar su pueblo y también a otros personajes cercanos a su hogar. El pueblo está controlado por un grupo paramilitar que se encuentra haciendo «limpieza social» y que ya se ha llevado la vida de su padre y de su amante debido a la intolerancia que tienen hacia hombres que no se ajustan con «la norma».

«Muchos de los testimonios que tenemos de la comisión de la verdad son de hombres que ni siquiera son homosexuales» continúa el director, «por su comportamiento, su belleza o porque simplemente les parecía los mataban, los desterraban o los volvían sus prostitutos y abusaban sexualmente de ellos», complementa el director. Cabe mencionar acá también que la obra posee imágenes fuertes y que celebro esa decisión de la compañía de mostrar la violencia las cosas aunque causen dolor o resulten escandalosas, lo sutileza no lograría ese impacto que nos mueve hacia la empatía.

Con respecto a las pretensiones políticas de la obra, menciona Jorge Hugo, «no sé si podamos lograr reparación con la obra, pero sí por lo menos un espacio de diálogo, la obra está recién estrenada, fue un éxito en Bogotá y queremos llevarla a muchos rincones del país».

Un recurso adicional del montaje que debería distanciarnos, pero que por sorpresa no lo logra, es ese fondo dinámico en el que cuelgan las posesiones de los personajes. Es utilería cuando está el personaje en escena y escenografía en su ausencia. En esta disposición de los objetos se siente la presencia de sus personajes, sus fantasmas. En palabras del director, esta «composición de galería de exposición, que de repente se vuelve lo que usan los actores para poder contar desde lo mínimo fue una indagación que logramos en la casa, nuestra compañía, y que sentíamos que necesitaba la obra para lograr un equilibrio. Es una obra muy cruel, pero hay una belleza en la imagen que logra atrapar al espectador». En esa composición del fondo, los objetos colgados remiten a estos personajes, en sus posesiones está la evidencia de su paso por la tierra, son, así como la obra, una invitación al reconocimiento y a la memoria, cosas que en este país nos siguen haciendo tanta falta.

* Escritor. Realizador de Cine.

Fotos Lina Castaño.