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El eterno retorno

Por: Germán Sarasty Moncada

Fecha de publicación: 01/12/2020

Martín Franco. Autor del libro “La sombra de mi padre”.

El tema de las relaciones padres-hijos, ha mostrado diferentes facetas, algunas veces de admiración y reconocimiento, y otras de malentendidos recíprocos y parálisis mutuas y  como lo podemos encontrar en la apreciación de Simone de Beauvoir, con su madre, manifiesto en su libro Una muerte muy dulce

Pero, porque era mi madre, sus frases desagradables me molestaban más que si   hubieran salido de otros labios. Y me sentía tan crispada como a los veinte años cuando ella –con su habitual torpeza– trataba de hablar íntimamente: “Ya sé que no me consideras inteligente. Pero, de cualquier manera, de mi procede tu vitalidad y eso me complace.” De todo corazón me hubiera mostrado de acuerdo sobre este último punto; el comienzo de su frase me había cortado el impulso. De ese modo nos paralizábamos mutuamente.

Por su parte Manuel Vilas en Ordesa, asegura sobre la relación con su padre: Éramos padre e hijo entonces, en una forma en que ya nunca lo volveríamos a ser. /Jugábamos muy bien. /Formábamos un solo ser, nos fundíamos. /Éramos amor. /Pero nunca lo hablamos, nunca lo dijimos. /Nunca. Héctor Abad Facio-Lince, manifiesta su admiración hacia su progenitor y el temor por su pérdida así: La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse

En su libro autobiográfico Sara Jaramillo Klinkert, Cómo maté a mi padre, describe:

A veces se quedaba mirándome como si no hubiera en el mundo nada más qué mirar y yo me perdía en sus ojos y en su risa y en sus muecas, sin saber que me pasaría el resto de la vida evocándolas para que no se me olvidaran…  Aunque teníamos mayordomo, a él le encantaba llegar de la oficina y ponerse a podar la grama, abonar los arboles, coger la frutas maduras y arrancar las malas hierbas. Yo, a veces, le ayudaba, no es que me preocuparan las malas hierbas, sino que era mi excusa para pasar toda la tarde a su lado.

Marta Orrantia, en Cipriano, lo describe en una ceremonia de despedida de su hija muerta, diciéndole:

Lo único que puedo hacer es pedirte perdón. Por todo el sufrimiento del que no te pude proteger. Por todas las lagrimas que no pude evitar que derramaras. Por todas las pesadillas que tuviste y todos los monstruos que debiste matar sola. Sé que esta ceremonia es para despedirte, pero yo no quisiera que te fueras. Quiero que te quedes a mi lado, que te extravíes en ese camino hacia el más allá y termines en mi casa, junto a mí, escuchándome pedirte perdón.

Y ahora encontramos al periodista de la Pontificia Universidad Javeriana, Martín Franco Vélez (Manizales, 1981), quien se inició en la sección de cultura del periódico El Tiempo, y ha trabajado en varios de los principales medios escritos del país: CromosDonjuán, SoHo. Ha sido profesor de periodismo durante casi un lustro en la Universidad Javeriana y colabora con El EspectadorArcadiaEl Malpensante La Patria. Su primer libro, La sombra de mi padre, sobre la temática que hemos esbozado, nos perturba por la inusual forma de plantearle no solo a su padre, sino también a la familia, sus inquietudes e inconformismo, ahora que también es padre. La única forma de desahogo, catarsis y reconciliación lo logra con este testimonio autobiográfico.

La narración cubre cuatro generaciones, representadas por su abuelo Emilio Franco Arango, su padre Jorge Franco, él Martín y su hijo Emilio. Han sido desplazados, su abuelo por la violencia, su padre por despido empresarial y Martín buscando su futuro, lejos de Manizales. Han soportado situaciones dolorosas, su abuelo, según dice, fue echado de la finca por su hijo Jorge, Martín echó de su apartamento a sus padres y espera que en el futuro algo similar pueda sucederle.

La simiente del problema pudo haber sido cuando estando furiosos en medio de una borrachera, Martín le gritó a su padre “No sea güevón”, y lo vi pararse de su asiento, con su sombrero aguadeño que nunca se quita, y lo vi venir hacia mí con las manos a la altura del pecho, los puños cerrados, la cara torcida en un rictus de rabia. Esto sería apenas el detonante de una situación, que se iría complicando por la ausencia, las críticas, los resentimientos, la terquedad y finalmente el implacable y a veces injusto juicio de los hijos.

Luego tratando de recomponer la situación Martín, en una carta que envió a su padre, aprovecha no solo para sentar su punto de vista, sino para juzgar y sostiene en ella:

Perdóname si esto te duele papá, pero créeme que a mí me duele más decirlo: me duele en el alma ver como tu te encierras allá en la finca a tomar whisky desde hace más de diez o quince años y que mi mama, mientras tanto, sigue partiéndose el lomo trabajando en su jardín infantil. Me duele ver como desde hace una cantidad de años te refugiaste en la excusa de no conseguir un empleo para no hacer nada más. Eso es lo que siento y discúlpame.

Además lo recrimina por la sobreprotección a su hermano Andrés y le augura que eso lo perjudicará cuando ellos falten, sin saber que antes los hará sufrir tremendamente. Y sobre su relación manifiesta: Se que la relación de Andrés y mía es mala y cada vez se pone peor, pero así son las cosas de la vida. Quizás yo lo juzgo muy duro, y puede ser, pero no estoy, ni estaré de acuerdo con muchas cosas suyas y por eso es la molestia: porque yo no lo justifico.

Es injusto juzgar a los padres, pues no conocemos circunstancias, antecedentes, ni motivaciones que tuvieron para obrar como lo hicieron, pero debemos estar seguros que obraron con criterio y convencidos de haberlo hecho lo mejor posible. Cada circunstancia y cada hijo tienen su particularidad, además el medio, las compañías, las distracciones, y en general todo el entorno, nos condiciona y los condiciona de tal forma que en muchas ocasiones lo que creemos que es correcto, a veces no lo es tanto, de ahí que una sana convivencia, además de tratar de entender la brecha generacional, implica tratar de entenderlos a ellos. Luego se sentirá el dolor por ello, como lo manifiesta Martín: Tal vez lo primordial de nuestra lucha constante está precisamente en ese punto: en la batalla de mi padre por ser un amigo cercano y en mi lucha interna por no abrir jamás esa puerta.  Y quizás, quien sabe, el equivocado soy yo.

En la narración se va notando la madurez que se adquiere no solo con los años, sino también con las responsabilidades que van surgiendo a medida que vamos avanzando en el camino, esa misma madurez es la que ayuda a comprender aquello que habíamos juzgado con tanta facilidad y sin mucha consideración. Nos volvemos más sensibles. Las tragedias familiares permiten acercamientos que no creíamos o queríamos posibilitar y las reacciones son inesperadas.

Muy valerosa la actitud de Martín, al ventilar todos esos conflictos, tratando de encontrar sosiego, pues en esa búsqueda le lleva a un mejor conocimiento de los demás y sobre todo de sí mismo, esa introspección es la que lo conduce a imaginar ese eterno retorno, en que lo que hacemos está condicionado por lo que otros hicieron, y ese condicionamiento lo transmitiremos indefectiblemente, por eso presagia:

En algún momento –seguro más temprano que tarde–, yo también seré juzgado; no tardará el día en que a mi hijo le parezcan desatinadas mis acciones y en el que pensará, tal vez con rabia, que no quiere eso mismo para su vida. Todos pasamos por el tribunal de los hijos, quienes rara vez nos absuelven. Somos implacables como hijos y esperamos con benevolencia como padres. Esa es la paradoja de nuestras vidas.

Como la sombra protectora de un gran árbol que proyecta la majestuosidad de su madurado crecimiento, fue la de Emilio Franco, que cobijó a su padre, no solo con sus enseñanzas, sino también con sus manías y formas de ser y esa misma alcanzó a cubrir a Martín, transmitiéndole  su predilección por la lectura y la escritura, y la de su padre Jorge, le indujo además la nobleza para pedir perdón cuando se ha equivocado. No podemos pretender heredar solo los valores, pero si tratar de sobrellevar los caprichos y resabios que vienen por la misma genética. Es la vida, por eso debemos vivirla de tal manera que dejemos al menos un bello recuerdo, no muy efímero.

*Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas.