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El fantasma de un amigo                                     

Por: Giovany Largo*

Fecha de publicación: 29/09/2020

Desperté llorando; sin embargo, no era una pesadilla, a veces los sueños nos devuelven instantes de profunda conmoción que traen sobrecogimiento, sueño casi siempre en la madrugada, pero por una extraña razón, esa vez, los ojos envueltos en lágrimas se me abrieron descubriendo la luz de la mañana, escuché entonces su voz, es domingo dijo, y su vocablo tan familiar y a la vez tan distante me levantó de la cama, estaba sentado en la vieja silla, mirado por la ventana. Cerré los ojos y me sequé las lágrimas con la sábana, miré de nuevo al rincón y allí continuaba con su viejo aire de grandeza y frescura de la infancia, me senté sin dejar de mirarlo, aquí estoy de nuevo, agregó y lo vi sonreír como cuando jugábamos en el patio; estás envejeciendo bien le dije, era un muchacho guapo y elegante, tenía un brillo particular en los ojos y las mejillas rosadas.  Se levantó de la silla y descubrí que me superaba en estatura, se me acercó despacio, un abrazo enano, esta cuarentena te está sacando canas, me estiró los brazos y nos abrazamos fuerte en una bienvenida interrumpida por el grito de mi madre.

Desayuné en su compañía mientras mi vieja me hablaba de la interminable telenovela turca; él, sentado a mi izquierda, la escuchaba con atención, ¿jamás podrá verte? le pregunté, no, me dijo él mirándome a los ojos, es una bella mujer, tiene un semblante de dulce derrota y a la vez un incomparable aura de nobleza, no te mereces una madre como ella, se levantó y le beso la frente, mamá se frotó los brazos y me dijo que tenía frío, subió a su cuarto por un abrigo y cuando estuvimos solos, como si ella lo escuchara, me preguntó en un tono muy suave y ridículo: ¿Te quedarás toda la vida en esta casa? Lo hizo con el único objetivo de molestarme, como cuando me retaba a saltar una cerca o cruzar una calle oscura en un viejo y peligroso barrio, ante mi indecisión empezaba a batir los brazos e imitar el cacareo de una gallina.

La tarde la pasamos encerrados en el cuarto hablando de política, jamás me imaginé oírlo hablar de la importancia de tener un punto de vista sólido en estos tiempos de pandemia, de conmoción interior. Eso fue lo que dijo, estamos en una bella revolución interior, ¡qué tiene de bella! Le refuté, se rascó la cabeza y lo recordé cuando jugábamos ajedrez y se enfurecía cuando adivinaba sus jugadas maestras, éramos solo niños. Fue entonces cuando pensé que algo se traía entre manos, si regresó fue por algo, lo interrogué con sutileza y tacto, a pesar de los años, lo sentía cercano, como si sus años de ausencia fueran solo minutos, me planteó que valía la pena pensar en el por qué de todo esto, las verdaderas consecuencias sociales del encierro, el aislamiento social, teorizó y concluyó. Me habló de la ciudad e insistió que en Manizales no pasaba nada, que todo se había detenido en una mediocre insistencia por repetirse una y otra vez, le insistí que ahora todo era distinto, que la ciudad no estaba en manos de unos cuantos, que ahora  teníamos internet y un equipo de fútbol con una Copa Libertadores en el mostrador, le insistí que ya se había descubierto que el letargo de la comarca no era culpa del agua potable, como lo afirmaba el poeta y filósofo Mario Armando, se me burló en la cara, se miró en el espejo junto al  closet y desde luego, no percibió su reflejo, yo imaginé verlo posando con mi ropa como lo hacía de niño,  su imagen jamás se proyectó en ese espejo.

Brindamos por el fracaso, por lo que no merecemos, por lo que no nos pertenece, pues esta vida solo es un tránsito de cosas prestadas. Cantamos un par de canciones mamertas e hicimos gemir mi destartalada guitarra, bailamos y recitamos poemas de Cesar Vallejo, recordamos las largas y tonificadas piernas de Lucía, su perfume de mango maduro, sus labios como una promesa de octubre, descubrimos que ella siempre será lo mejor de este mundo, aunque nos haya devorado el corazón a la parrilla y con papitas fritas. Reímos juntos y desconfiamos el uno del otro, entendiendo que en este veinte veinte es importante detenerse, respirar a pesar de tener las manos embadurnadas de gel desinfectante.

Al caer la noche, lo descubrí husmeando en mis cosas, burlándose de los objetos inútiles acumulados en todos estos años, mis  recuerdos y fatigas materiales, piedras de los  caminos, nada que valga la pena, cuántas baratijas comentó, que ridículo tesoro, jamás has logrado algo concreto, todo lo tuyo sigue siendo efímero, añadió en su retahíla, insistiendo en que el arte y el teatro habían sido mi condena, debiste haber salido de esta ciudad de señoras de peinados altos, mentes estrechas e hijitos fantoches, con ínfulas de gamonales españoles, amantes del paso doble y al mismo tiempo del tango, carangas resucitadas y ricos vergonzantes educados con la enciclopedia Larousse, debiste dejar esa artesanía que aquí no tiene sentido, recuerda que en estas laderas, nada ha de germinar, pues la envidia es el alimento de los cangrejos  que con sus tenazas impiden que sus semejantes salgan del mismo balde.

Se detuvo un buen tiempo en los viejos libros y con una nostalgia de elefante, repasó con las manos la caratula de los reyes malditos, el Ulises lo estremeció de pronto y empezó a examinar la página donde años atrás dejó la lectura. Escucharlo fue como devolverse en el tiempo y reconocerlo, sí, ahora era más puntual en la palabra y más agudo o hiriente, aún era un niño. De repente le dije sin saber por qué él también tenía que liberarse de muchas cosas. Liberarse no es tan fácil, me respondió haciendo una mueca y silbando una canción de Silvio Rodríguez. No toques mis manuscritos, le grité cuando levantó la resma de papel morada de mi novela inconclusa, lo vi enrojecido lanzando el papel por los aires y gritando con más fuerza, no voy a leer esta porquería, si no he leído a Borges, por qué he de detenerme en la mierda de un eterno adolescente. El más grande distraído.

Jamás me sentí tan ofendido, sobre todo porque durante años fue a él, a quien le leí exclusivamente las obras de teatro, los cuentos, los lacrimógenos poemas, los secretos insignificantes, me sentí desilusionado aún sabiendo que, como dijo Dylan Thomas, los amigos pasan por nuestras vidas como camareros en el lobi de un restaurant.

Ni siquiera pidió excusas por el desorden, me repaso de arriba abajo como una pequeña bestia salvaje, un cachorrito de Dóberman en la mirada, burlándose de mi hospitalidad, se pasó las manos por la cara y escupió su veneno: a esta montaña dijo, le falta carácter, la bruma que viene del Ruiz hipnotiza las conciencias y tú no estás ajeno a esa enfermedad de piojos sin identidad, todos aquí quieren parecerse a otros, se avergüenzan de sí mismos y se enmascaran con una arrogancia ingenua y lamentable. Entre más jóvenes más ridícula su arrogancia, pues en el fondo saben que nada tienen para ofrecer. Así lloran a escondidas consientes de la pobreza de su espíritu, lloran para desaguar su angustia, ¿Aún crees que tienes algo para ofrecer? ¿Aún lloras escondido en el gran baúl del abuelo? Preguntó desafiándome con la mirada, me le abalancé con los puños cerrados propinándole dos puñetazos en el vientre. Lo vi caer como un árbol amazónico, pero cuando se retorció de dolor en el piso, lo recordé desinflado por un balonazo jugado fútbol en el solar del pueblo, ese otro lugar donde se me aparecía de pronto, sin anunciarse, como una calamidad familiar o una desgracia minúscula.

Nací en el pueblo por accidente, eso dijo antes de irse la última vez y siempre se lo he creído, Riosucio no tiene nada de especial, pero es fascínate, el Diablo se pasea por sus calles y deja un olor a mierda de marrano en los rincones, pero solo se dan cuenta las viejas legionarias que, entre camándulas, chocolate con queso o caspiroletas, se reúnen para fabricar chismes descomunales, historias que sus maridos luego convierten en decretos, letras y canciones de Carnaval. No le gusta para nada el pueblo por eso pocas veces nos hemos encontrado allá, dice que una noche alcanzó a ver como el diablo corría por la Calle del Comercio acompañado de un duende de montaña, disfrutando la picardía, tras haberle anudado la lengua a las comadronas. Le aterra la idea de encontrarse frente a frente con el Diablo, quizás porque en sus ojos del averno tal vez si se vea reflejado.

Después de tantos años vienes en medio de una pandemia, una escaramuza de muerte lisonjera e inútil, sin zombis para dispararles o rebanarles la cabeza con afilado machete, llegas a reclamar conciencia de mis frustraciones en el amor y los negocios, de mis faltas a la moral y la salud pública y eso que jamás  he envenenado las aguas del río, te sientas en mi silla favorita y me reclamas que aún viva con mi vieja y que le huya al compromiso conmigo mismo y la verdad no tengo excusa, acumulo esas nostalgias, quizás tengas razón y el arte, especialmente el teatro, sea en estas granjas del Tercer Mundo, un escampadero de vagos, retrasados o limitados mentales, que logran darle sentido a sus insípidas vidas gracias a sus payasadas en nombre del arte de la escena, quizás soy el más inútil de esos bufones, aquí es fácil;   pues hoy, en la subjetividad del arte, todo vale y mearse en una hostia y empelotarse en la Catedral, es un acto sublime de rebeldía y más aún si en facebook por tal genialidad, quinientos calentanos descrestados eufóricos, le dan “Me Gusta”, lo que garantiza que se hayan ganado el cielo de la creatividad y la innovación. A pesar de tus trucos mi querido amigo, hoy te reconozco, te veo camuflado saliendo de entre las máscaras de Carnaval de mi colección, exhibida solo para mí en las cuatro paredes de mi habitación, ya sé quién eres, ¿cómo no me di cuenta antes? Eres el letal y despiadado virus del remordimiento, el Covid 19 que perturba mi vejez en esta resistencia por darle paso a los años de una manera digna. Pensaste que jamás me enteraría de tus verdaderas intenciones, apareciendo de pronto como un ladrón de conciencias en medio de una cuarentena con rebajas del diecinueve por ciento en las cicatrices, una conspiración china con la promesa de muchachas amarillas de vaginas verticales que son un portal a una dimensión desconocida,  ya sé qué intentas decirme, arruinándome el humor y las ganas de salir a contagiar de tristeza a los más inocentes de ésta Manizales sin alma, te agradezco por la música compartida, por las conversaciones indefinidas, por despertarme de mis pesadillas, por disfrutar a mi lado del paisaje de éstas montañas entretejidas por esencias únicas y trasparentes, te despido entre el amor y el odio, claro que advierto la enfermedad de esta sociedad moderna y te agradezco por sugerir una salida, quizás no tenga salvación o una salida… te descubro en la ceniza de un tabaco, mi  fantasma resentido, viejo ángel de la guarda mí irónica compañía. Así que puedes ahorcarte e irte para siempre, mi viejo amigo imaginario.

Desperté llorando, quizás dormí cuarenta días metafísicamente hablando, la luz y la neblina de la mañana se filtraban por la ventana, quizás llovió durante la noche, pues los olores a tierra mojada daban el paso al inicio del invierno que esta ciudad de la cordillera tiene. Un romántico aliento a doble derrota, a bolero y café espeso, miré la vieja silla en una curiosidad bochornosa, me sentí aliviado pero abrazado por el frío y la nostalgia; era evidente su partida.

*Dramaturgo y director de teatro.

Ilustración de Mauricio Hernández.