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Génesis de la hidra

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 01/02/2023

En trescientas veintitrés páginas, divididas en diecinueve capítulos, Maria Cristina Restrepo López nos presenta en forma novelada, en un periodo que abarca desde 1963 hasta el año 2000, La mujer de los sueños rotos, un  relato de amor, pasión, violencia, dolor y soledad, la historia de Laura Martínez, desde su adolescencia hasta su madurez.

Esta historia tiene como marco de referencia los años en que la sociedad emprendedora, elegante, austera, de buen gusto y sanas costumbres, de Medellín, se dejó atraer por el facilismo en la consecución de dinero, las extravagancias de los nuevos ricos, el ascenso de los emergentes logrado a través del narcotráfico, los despilfarros en el consumo, la adquisición masiva de vehículos de alta gama, cuadros y obras de artistas famosos, el desfile de jovencitas acompañantes de esos nuevos personajes, etc.

Inicialmente fue el deslumbramiento, lo cual permeó la sociedad burguesa, para luego corromperla, sin que se dieran cuenta, así se pasó de los buenos modales a la ordinariez, al relajamiento de las costumbres, y de la ética a la permisividad, asumiendo que esto era lo correcto en los nuevos tiempos.

Maria Cristina Restrepo López (Medellín, 1949), es licenciada en Filosofía y Letras y Educación de la Universidad Pontificia Bolivariana y estudió Lenguas Modernas, Historia del Arte y de la Civilización en el Instituto Internazionale de Roma. Ha sido docente, traductora, gestora cultural y directora de la biblioteca de la Universidad Eafit. Es autora del ensayo El olvido en la obra de Marcel Proust (1986), el libro de cuentos La vieja casa de la calle Maracaibo (1989), las novelas De una vez y para siempre (2000), Amores sin tregua (2006), La mujer de los sueños rotos (2009), la crónica El miedo, crónica de un cáncer (2009), la novela Lo que nunca se sabrá (2010) y Verás huir la calma (2014), una biografía novelada sobre Jorge Isaacs.

La novela narra diferentes periodos de los que se refiere el año, para comprensión del lector, pues la narración no es lineal, si no que como lo que relata, es como estar en una montaña rusa, con altibajos sorprendentes, veamos en la juventud de la protagonista:

A su edad Laura y las compañeras de colegio tenían ese desconocimiento de la vida propia de las personas que han crecido amparadas por el celo de los padres, protegidas por un círculo social que se interponía entre ellas y las realidades más duras. La desgracia, la violencia, el peligro, estaban por fuera del mundo en el cual se movían con tranquilidad. Soñaban despiertas, pero nunca con lo inesperado, porque no podían        siquiera imaginarlo. 

En esa época le fue presentado por un amigo suyo, un jovencito que le causó desconcierto, no solo por su debilucha presencia, si no por sus pálidos ojos, decía ser el príncipe Julio de Borbón y como tal era tratado. Lucho Jaramillo le explicó que esos eran los ojos pálidos de la familia, los ojos legendarios de los Borbones de España… Bastaba oírle ese ceceo que a Lucho le parecía fascinante y a Laura poco natural, para saber que era español.

Laura Martínez, hija del doctor Mario y de Lucía, en esa época se soñaba casada, con hijos y hasta vislumbraba la casa en donde viviría. Se casaría luego, a sus veintitrés años, enamorada y muy ilusionada con Juan Carlos Mejía, hijo de don Humberto y de Nancy; muy pronto se daría cuenta que su marido lo hizo, más pensando en el prestigio de su suegro y en las oportunidades que podría tener al estar vinculado a su familia, que por amor. Muy decepcionante. Tuvieron dos hijos Federico y Camilo, quienes como niños la colmarían, pero luego hasta les estorbaría.

A comienzos de los años ochenta esos nuevos ricos con todas sus extravagancias, exigencias y ordinarieces irrumpen en subastas de obras de arte, actos sociales, y fiestas que antes solo eran reservadas a unos pocos; aunque un par de veces hay alusión a El Patrón, las descripciones del libro se centran en uno de sus más fieles lugartenientes, Jaimison Ocampo, quien tiene a su cargo una escuela de entrenamiento de sicarios, con unas implacables normas.

El Patrón, había ido cultivando amistades, tanto entre los pobres a quienes socorría, como a los ricos a quienes daba oportunidad de participar así fuera en forma indirecta o velada en sus inversiones, las jóvenes que lo acompañaban, más que desearlo, lo necesitaban para así salir de su pobreza, al igual que el séquito de guardaespaldas que lo rodeaban.

Repartía viviendas entre los pobres, construía canchas de futbol para los jóvenes de las   barriadas, reparaba campanarios de las iglesias, financiaba a los sacerdotes para las fiestas religiosas, pagaba hospitalizaciones, amortizaba deudas ajenas.

La aceptación social fue casi unánime, desvergonzada, justificada por los favorecidos y repudiada por una minoría que sería estigmatizada, extorsionada, secuestrada y muchas veces desaparecida como escarmiento y constancia de a quienes se debía rendir pleitesía. La estrategia de penetración fue primero de halagos, regalos, compras de sus propiedades por sumas muy superiores a su verdadero valor, luego el permitir participar en sus negocios a los empresarios más osados, que les permitirían blanquear sus capitales. Como de ese círculo formaban parte: políticos, autoridades civiles y militares, jueces, periodistas y hasta la iglesia, todo fluía sin problema. Era más una connivencia, confabulación o tolerancia, que una convivencia.

A todo esto no le prestaba mucha atención Laura, quien estaba obnubilada con su nueva relación con el arquitecto Fernando Pérez, que como esa otra realidad, en donde la conquista empezó tímida, casi inocentemente hasta que fue una realidad, la suya también se concretó, a pesar de que eso era lo que detestaba en su marido, la infidelidad.

Había oído hablar de las orgias que tenían lugar en las nuevas discotecas. La rifa de jovencitas, los premios denigrantes que se ofrecían a la que se tragara una cucaracha, a la que bebiera aguardiente hasta perder la conciencia. Era testigo del flujo incesante de muchachas hermosas que bajaban de los barrios en las motos de los sicarios, se sentaban en los Mercedes y las Toyotas de los jefes, para desaparecer pronto y ser        suplantadas por otras un poco más jóvenes, igualmente bellas, con la misma ansia de probar como era aquello de lucir una joya diferente cada noche, cenar en los mejores restaurantes, viajar en avión privado, gastar más, mucho más, de lo que gastaban las ricas de Medellín.

Toda esa orgia parecía no tener fin, ni se avizoraba salida a tal crisis, hasta que se tocó fondo y tanta intolerancia, tanta desvergüenza, se empezó a combatir de frente, aunque un poco tarde. La reacción fue inmediata y contundente, las bombas, los atentados, las masacres, el asesinato de policías, con precio pagadero por cada muerto, los secuestros, las extorsiones, las desapariciones, todo lo más salvaje que el ser humano pueda cometer, se hizo para amedrentar la indefensa población, ya sumida en la desesperación.

Medellín seguía en guerra. Veía con horror como los medios de comunicación hablaban de torturas, de desapariciones, desde su apartamento oía las bombas que estallaban matando, hiriendo o mutilando a centenares de personas inocentes. Morían asesinados jueces, políticos, policías. Los escuadrones de la muerte hacían capturas masivas de   jóvenes de las barriadas. Oía hablar de allanamientos, de detenciones. La ciudad se encontraba militarizada, lo cual parecía empeorar las condiciones de terror.

Por su parte en los barrios populares las madres rogaban por los hijos vivos, muchachos que se rebuscaban la vida de manera incierta, otras por sus hijos caídos en esa lucha, por sus hijas descarriadas, desaparecidas o por las encontradas en alguna cuneta de la carretera, cuando ya no satisfacían a sus protectores. No hubo familia en Medellín que no llorara un ser querido. Fue el precio de la entrega desmedida a esa contracultura mafiosa.

Con el paso de los años, a Laura le llegaron muchas decepciones, rupturas, abandonos, desengaños y situaciones irrepetibles las cuales no logra alejar de su mente por lo azarosas y dolorosas que fueron, no sabe como salió airosa. Ahora en plena madurez sabe que la mayoría de las decisiones importantes, se dejaban al calor del momento, sin medir su trascendencia:

Quizás era eso lo que le había ocurrido a su enemigo en el momento decisivo, el instante en el cual había jugado con su vida como si se tratara de algo sin importancia. Si estaba vivo, como aseguraban algunos, recordaría aquel momento con tanta intensidad como ella. Era probable que se arrepintiera de la decisión adoptada. No tenía por qué haberla dejado vivir, como tampoco tenía por qué haberle dado muerte.

Esta historia publicada en 2009, fue el modelo que se expandió por todo el país, y que no ha sido posible erradicar a pesar de la captura o eliminación de los jefes de cada época. Primero fue Carlos Ledher, capturado y extraditado en 1987,  y se dijo había sido un golpe para acabar con el narcotráfico, luego en 1989, Rodriguez Gacha fue abatido, e igual comentario. En 1993 le tocó el turno a Pablo Escobar, se afirmó lo mismo. En 1995 les llegó el turno a los Rodriguez Orejuela y los extraditaron, después de un largo etcétera en la lista del último gran capo capturado, el negocio sigue vigente. Estamos ante el fenómeno de la hidra.  En la mitología griega, la Hidra era un antiguo y despiadado monstruo acuático  con forma de serpiente policéfala  y aliento venenoso. La Hidra poseía la virtud de regenerar dos cabezas por cada una que perdía o le era amputada.

Ellos también aprendieron de esta orgia sangrienta, ya son más discretos, menos visibles, menos ostentosos, pero más agresivos en la participación política y económica. Han hecho pactos de conveniencia con las demás fuerzas oscuras, llámense guerrilla, paramilitarismo o delincuencia común y aun inciden en las fuerzas legítimamente constituidas.

*Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas