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Hongos de estiércol y mujeres en llamas

Por: Rafael Santander *

Fecha de publicación: 11/05/2023

A propósito de Todas las que fuimos de Juanita Hincapié

Supongo que fue por alguna herencia mojigata de la cultura de las “buenas costumbres” que la metáfora digestiva de la lectura —aquella que habla de textos ligeros e indigeribles— hasta el día de hoy permanece truncada: no pasa del estómago, no se habla nunca del subproducto de la digestión que consiste en la deposición, la expulsión de residuos, ignorando, por ejemplo, que los alimentos abstractos y espirituales, por medio de la alquimia lingüística, logran descomponerse, mezclarse con otros textos, pensamientos y palabras propias hasta ser expulsadas en forma de producción intelectual, de coprografía.

Ignoro si “coprografía” sea un sustantivo con el cual Juanita Hincapié quiera relacionar su libro Todas las que fuimos, cosa que hago sin ningún ánimo de ofender; antes bien, me gustaría pensar que hago algo semejante a lo que veo en su poética, la intención de “renaturalizar”, de disociar lo natural de lo culturalmente aprendido. La mierda no es solo desecho, es también insumo y para algunas especies de hongos, animales y plantas, alimento.

No es fortuito el énfasis en la analogía, pues en el libro de Juanita, esta es la figura retórica dominante: desde el orden más pequeño, el de las oraciones, hasta el mayor, la forma de organizar la recopilación, hay constantes comparaciones e invitaciones de la autora a que juguemos con ella a encontrar las similitudes.

Este juego empieza en el título: Todas las que fuimos y que antes de leer su contenido asumí que era una declaración política, que las que “ya no somos” hacía referencia a “todas las mujeres muertas”, pero después de su lectura pasa a hacer referencia a versiones anteriores, pasadas, más jóvenes, que forman parte del ciclo natural de nacer, crecer y morir. De ahí que los títulos del primer y último cuento Todo arde y Fénix, respectivamente, relacionan la vida con el proceso de la combustión: arder hasta hacerse ceniza y renacer para repetir el ciclo.

Análogo a la idea de Heráclito, en Todas las que fuimos el fuego es el fundamento de la naturaleza, símbolo del devenir y la transformación, con el agregado original de la autora de que significa también vitalidad.

Pero este fuego no viene solo, no puede arder por sí mismo, necesita una materia la cual transformar, arder en otro, y esta materia maleable por el fuego es el cuerpo. Muy en oposición a lo que las redes sociales y el cine de masas actualmente glorifica, los cuerpos juveniles y musculosos de piel tersa y brillante sobre los que no hay envejecimiento ni descomposición, los cuerpos que retrata Juanita son realistas: les avergüenzan, les tallan, les duelen, les pueden fallar y —aquí más pertinente que nunca el eufemismo— sienten debilidad por “los placeres de la carne”.

Esta identificación tan fuerte de los personajes con su precariedad corporal hace que esos pequeños placeres como aceitarse la piel, tomar el sol o sentir una peinilla pasar por el cuero cabelludo, y esos placeres gastronómicos como la cerveza, las papitas y la torta red velvet se conviertan en los más estimulantes. También está presente ese otro lado de la corporalidad tan esencial y tan rehuido por las narraciones: el desecho. Es numeroso el inventario de descripciones que pueden resultar desagradables, como la comparación entre la erupción de un volcán y una espinilla estripada, la pregunta por el olor de la tierra hace 250 millones de años cuando los océanos estaban llenos de azufre y las diversas referencias y alusiones a los fluidos corporales, secreciones y materia fecal.

Quizás Carne sea intencionalmente escandaloso. Este cuento nos ubica en un mundo en el que las reses son reemplazadas por mujeres de modo que su leche y carne son comercializados como productos agrícolas, pero con excepción de este, en los demás no parece haber ninguna intención de incomodar o escandalizar, antes son consecuentes con el realismo que ella propone y fieles a la que —sospecho— es su mirada personal, libre de ese prejuicio cultural que nos invita a rechazar la descomposición y los desechos naturales. Adicional parece que, como dice el Chavo, sin querer queriendo hay una denuncia a ciertas formas de vida citadinas modernas que por cinismo o hipocresía esconden cualquier indicio de mal olor, suciedad o desorden. Por esto es que vemos a una médica en el cuento Silvia decirle a la protagonista, que contempla con angustia la descomposición progresiva de su cuerpo, «A todos nos aparecen cosas, no es bueno obsesionarse». Y aunque no haya acusación ni señalamiento a sus lectores, somos puestos en evidencia; la incomodidad y desagrado son el juicio y el propio castigo.

También cabe destacar que este choque con los lectores no parece intencional, sino que deriva naturalmente de la mirada de la autora, cuyo realismo abarca desde la construcción de argumentos y personajes hasta la propia lógica del universo narrativo: un universo visto con inocencia, pero no una inocencia edénica, sino una construida conceptualmente, un trabajo intelectual de observar sin juzgar, de evitar interpretar los fenómenos naturales, remitirse a señalarlos y relacionarlos.

De modo que, así como no podemos afirmar malicia en la naturaleza, en la erupción del volcán o en la cacería del animal carnívoro, tampoco podría afirmar crueldad o malicia en estos cuentos que solo procuran observar sin filtros. Del mismo modo que un niño con sus preguntas puede exponer la doble moral o las excentricidades de la adultez, pareciera que Juanita Hincapié en Todas las que fuimos nos ofrece una mirada inocente que cuestiona nuestra “civilidad” y hace borrosa esa línea que separa el “ser humano” del “ser animal”.

* Escritor. Realizador de cine.

Fotografía cortesía de la Universidad de Manizales, institución de la que Juanita Hincapié es egresada del programa de Comunicación Social y Periodismo.