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La estética totalitaria en Argentina, 1985

Por: Rafael Santander*

Fecha de publicación: 28/02/2023

Al terminar de ver Argentina, 1985 (2022), me levanté del asiento con un sentimiento amalgamado de emoción y desconcierto. La película está bien, sus valores de producción son altísimos, la reconstrucción de época, las imágenes de archivo que vemos en los créditos y que fueron reproducidas al detalle en la película son también impresionantes, así como lo es también la interpretación de Ricardo Darín, casi irreconocible por el maquillaje y por su magistral capacidad actoral, pero otras cosas que no terminaban de cuadrar en mi mente, sentía ilegítimo el disfrute que estaba experimentando, algo sobraba o algo hacía falta. Esa certeza de que algo no estaba bien pese no tener mayores comentarios negativos son la razón de ser de este artículo, una reflexión sobre la forma, una pregunta para profundizar en esa sospecha.

Analicemos, en primer lugar, la estructura. La forma de Argentina, 1985 es tradicional, Aristotélica: un solo protagonista, el fiscal Julio César Strassera, y un único objetivo, mandar a la cárcel a todos los integrantes de la junta militar argentina por los crímenes que cometieron contra la ciudadanía. Nos damos cuenta posteriormente de que la narración pertenece al género judicial, pues la mayor parte de la acción dramática ocurre en los juzgados, así como el clímax final. En tercer lugar también apreciamos elementos de la narración heroica —durante los primeros minutos Strassera intenta evitar la asignación de esta tarea, acorde con los pasos que menciona Joseph Campbell en “El héroe de las mil caras”: el héroe recibe un llamado a la aventura y posteriormente rechaza el llamado.

Esta reunión de ideas no representa ninguna innovación, mucho menos un conflicto, la película Veredicto final (1982) de Sidney Lumet, director especializado en el género judicial, utiliza también esta misma combinación de elementos. Frank Galvin,  protagonista de la película, es un abogado para quien la muerte es una oportunidad de negocio, así que va de funeraria en funeraria ofreciendo el pésame y su tarjeta para cobrar seguros e indemnizaciones hasta que un caso de negligencia médica lo conmueve tanto que decide ir a juicio contra el hospital y mediante este proceso vemos un arco de redención del personaje.

Muy fácilmente podemos ver cómo estos tres elementos generan un producto sólido y cohesivo en Veredicto final, pero en Argentina, 1985, vemos muchos de estos elementos sin terminar de anudarse correctamente. Por un lado, vemos a Strassera como un fiscal abúlico, pero no apático y posteriormente vemos a algunas personas que no están de acuerdo con que sea el fiscal encargado de reunir las pruebas en contra de los oficiales, pues él tuvo ese puesto durante el régimen y no hizo nada. Así como mencioné en el artículo sobre Pablo Larraín, el paso de la indiferencia al compromiso político es suficiente argumento para una historia, pero aquí el fiscal no da ese paso por voluntad, sino que lo fuerzan. Pudimos haber visto a Strassera enfrentarse con los demonios del pasado, comprometerse como ciudadano para redimirse por sus omisiones durante la dictadura o sobreponerse a las amenazas de un grupo de militares que le cortan el camino y lo presionan para que renuncie, pero no vemos nada de eso. Las amenazas se muestran como un acontecimiento más, apenas parte del contexto, no representan una acción dramática superior. No vemos a Strassera preocupado, intentando mantener la compostura para que su familia no se venga abajo ante la presión, las cosas pasan como una brisa de verano.

Si no estamos ante un drama personal en el que vemos el desarrollo de un personaje ante una circunstancia adversa, podríamos pensar que lo que ocurre en los juzgados sea el centro de Argentina, 1985, quizás la acción sea más externa, la lucha del fiscal contra el defensor, de la fiscalía contra la junta, pero ni siquiera escuchamos una palabra de la defensa en los juzgados, siempre que el representante de los militares se dispone a hablar pasamos de escena desperdiciando toda oportunidad de generar indignación a partir del cinismo evidente que este defensor tendría. Pudimos haber visto a un digno rival, alguien que nos hiciera sentir abyección y odio, un abogado carismático, encantador de serpientes, maestro de la retórica que pone a sudar frío al protagonista, pero en su lugar nos pusieron a un pusilánime más.

Así que, por último, es posible que si no se trata del drama personal ni del enfrentamiento, la película se parezca un poco más a JFK: caso abierto (1991) de Oliver Stone en la que el clímax consiste en una escena extensa en el juzgado en la que el fiscal muestra todas las inconsistencias en la imputación de Lee Harvey Oswald por el asesinato de Kennedy y sugiere que hubo más implicados. Incluso en los primeros minutos de Argentina, 1985 luego de que el fiscal forma un equipo, manifiestan de forma explícita el desafío que tienen: demostrar la responsabilidad de los militares, relacionarlos con la violencia de Estado sistematizada y generalizada en todo el territorio argentino, pues seguramente lo primero que hicieron fue lavarse las manos, de modo que la película sería detectivesca y cerebral, mostraría la reunión, la clasificación de la información y la elaboración de las pruebas y el argumento, pero también vemos poco de eso.

¿Qué es lo que nos muestra la película entonces? Un grupo de muchachos que creen en la justicia y la ley, un grupo de mujeres valientes que reviven en su testimonio de cautiverio todo el dolor y la humillación que pasaron, amigos leales, familiares incondicionales, un retrato general de toda la gente buena que estuvo detrás de este caso y que había en el país a pesar del clima pro-fascista que primaba en la sociedad, así como un sinnúmero de representaciones positivas de personajes y relaciones tan necesarias ahora en la pantalla grande, cada vez más poblada por nihilistas y cínicos.

El discurso del fiscal que evidentemente tiene el propósito estructural de clímax y que viene anticipado por una secuencia en la que vemos el proceso de revisión y múltiples reescrituras del texto sí resulta emocionante, pero se siente fuera de lugar porque esta escena no permite anudar nada. No hay una fuerza dramática activamente opuesta a Strassera, de modo que su discurso tampoco representa nada dramáticamente, es decir: no es una forma concisa de amarrar los testimonios previos que vimos en el juzgado, tampoco es una forma de dar un golpe retórico contundente a la defensa y mucho menos nos permite ver ese paso del fiscal de corbata abúlico a ciudadano comprometido, aunque hubiera podido ser todo eso.

Reitero lo dicho, pese a todo, la película emociona, pero emociona por el poder del material de base, porque el hecho histórico es inspirador y porque en Colombia también se han dado casos de ejecuciones extrajudiciales por parte de las fuerzas militares, así que podemos vincularnos con eso. También debemos reconocer la habilidad del elenco, los testimonios increíbles que encharcan los ojos de esas actrices tan poderosas, así como el equipo técnico capaz de producir esas atmósferas tan aptas para que la emoción surja, tanto así que este guion que mucho abarca y poco aprieta no impide el disfrute general ni tampoco evitará que la recomiende.

Aunque hay una cosa preocupante: si dejamos que la emoción nos nuble el pensamiento y permitimos que las obras con las que estamos de acuerdo políticamente sean menos precisas en su ejecución que las demás, estamos celebrando la propaganda y no el oficio audiovisual. La exaltación de la emoción con propósitos de persuadir, sobre todo en el ámbito político, son más propios del dictador que del defensor de la democracia. Con eso hay que tener mucho cuidado, no vaya a ser que los totalitarismos terminen por apropiarse de ese espacio de libertad que es la pantalla del cine.

*Escritor. Realizador de cine.