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La tristeza del olvido

Por: Germán Sarasty*

Fecha de publicación: 05/11/2019

Después de haber estudiado Agronomía y especializarse en Estudios Ambientales, Marcela Villegas (Manizales 1973), encontró en la Maestría de Escrituras Creativas  de la Universidad Nacional (Bogotá), que su verdadero destino era la literatura y nos lo acaba de corroborar con su obra de iniciación Camposanto**, en la cual nos presenta un relato desgarrador de la mayor tragedia del hombre: el olvido.

En una conmovedora narración Amalia nos muestra el descenso de su madre Elena, de apenas cincuenta y seis años,  desde la lucidez hacia la demencia senil y como si fuera poco, las tensiones en su trabajo de antropóloga forense con el cual pretende que el olvido no cubra también las infamias del hombre, pues como dice, su labor tiene relación con los muertos y sus parientes, y sus descubrimientos sobre los extremos que pueden tocar los seres humanos.

Elena una profesional destacada con un carácter fuerte e impositivo, fue alejando poco a poco a sus seres queridos, Ignacio el papá de su hija, médico y con quien no fue capaz de convivir, a pesar de su especial cariño y dedicación por ella. Igualmente al querer decidir por su hija y su realización profesional, hizo lo que resume en su afirmación, “cada vez me quiere ver menos”, aunque a los ojos de los demás parecía una familia convencional. Por ello fue más doloroso que la enfermedad de Elena propiciara un tardío acercamiento, que por lo demás poco duró.

Comenzó con pequeños olvidos, desubicación espacial, cambios bruscos de actitud, lo que conllevó a una consulta médica que aceptó a regañadientes y en la cual se detectó el fatal inicio de tan penosa enfermedad, lo cual obligó a su hija a volver a casa y como dijo, en convertirse en madre de una hija que no esperaba. Todo empezó a cambiar no solo para la enferma, sino también para quienes la rodeaban. Al respecto Amalia afirma: “Un día despedí el sentido del humor de mi mamá, otro, su buena memoria, otro más, su control sobre lo cotidiano. Hoy, que estoy enterrando su independencia, siento que he parido una hija vieja que me entrega no una enfermera, sino el neurólogo. Y he de cuidarla y no verla crecer, sino encogerse o diluirse.”

A su vez para Elena fue muy duro aceptarlo, aunque al comienzo era muy consciente de la gradualidad de las pérdidas, era muy triste admitirlo, y soportar que la trataran como una minusválida, pero la mente la traicionaba en sus recuerdos, en su juicio sobre los demás y en general en sus angustias, que la iba sumiendo en una depresión como si fuera una fosa como las que excavaba su hija para recuperar los huesos de las víctimas de la violencia y tratar de identificar a un ser querido que sus duelos habían buscado infatigablemente.

Cuando una persona ha sido tan cuidadosa de su apariencia personal y como mujer ha sido vanidosa, es muy triste admitir que eso también se pierde, pues llega el día en que no le interesa ni bañarse y menos lucir bien, además los cambios producidos por todos los medicamentos hace que los horarios le sean indiferentes y que las costumbres del hogar no cuentan, pero Amalia debe dormir para poder madrugar a trabajar y todo el desorden de su madre la hacen explotar: “Me acomete una furia de loca y empiezo a gritarle que es una desconsiderada por no dejarme dormir, que creo que hace todo eso para llamar la atención, que estoy harta, que deje ya de joderme la vida.”. Inmediatamente llega el arrepentimiento por lo injusto de su proceder.

Es muy conmovedor el rescate de sus recuerdos, que trata de hacer Elena en sus pocos momentos de lucidez, recurriendo a todos sus sentidos y así algo reconstruye con lo olido, lo visto, lo escuchado, lo palpado, lo saboreado, sabiendo que lo disfrutó y que ya es irrecuperable, afirma: “Soy. Todavía no he perdido ningún recuerdo esencial. Los repaso todos los días como si contara monedas”.

Qué albergará ahora en su mente cuando ya no está en su casa, sino en un hogar especializado para ancianos enfermos en donde con sarcasmo, decimos, se puede ir a visitarlos sin tener que preocuparse de su atención permanente, ya que está cubierta con un pago que aunque a veces excesivo, da tranquilidad y permite seguir la rutina diaria. Allí al despedirse Amalia de su madre, esta le extiende la mano con la palma abierta y le enseña una moneda vieja y sucia.

*Profesional en Filosofía y Letras. Universidad de Caldas

**Premio Nacional de Novela Corta 2016, Universidad Javeriana

Sílaba Editores.