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Las mismas pulgas

Por: Mateo Ortiz Giraldo*

Fecha de publicación: 11/01/2022

A Pancho

«Cada noche conmigo, a mi lado, al mismo tiempo que yo, mi perra se va al sueño (…) Nos sumimos juntas. Nos profundizamos»
(Somos luces abismales, Carolina Sanín)

En la foto Pancho y Flush

Tras el cristal llueve. Aquí no. Aquí estamos cálidos y tranquilos. Nos miramos a ratos. Él me huele y yo lo miro. Me huele porque así es la manera real en la que él mira. Me rasco constantemente las piernas, él la cara; aunque sabe que no debe y por eso a ratos me lanza esa mirada lacrimosa y lenta, porque yo le recrimino con un bufido. Nos entendemos con pocos gestos. Me rasco la pierna porque seguro me mordió una pulga que salió saltando de su pelaje.

Él se tira largas jornadas en la cama, cierra los ojos y se encorva; se lame alguna parte del cuerpo y se encorva; se rasca y se encorva. Yo hago lo mío: leo y me rasco; escribo y me rasco; tomo sorbos de ron y me rasco. La lluvia sigue cayendo afuera y él la oye o eso parece porque mueve sus orejas como localizando el ruido. Nunca pensé tener tanta intimidad y silencios con un perro. Me creía un tipo estoico ante las mascotas. Eso creía hasta que llegó él, con esa forma tan extraña de caminar y alegrarse. Llegó cuando nadie lo quería. Llegó porque, como propone Carolina Sanín en «Los Niños» (Laguna Libros, 2014) «Los perros no están en la suerte. Están aquí y allá, acostados» (p.139). Pancho, así se llama, no estaba en mi suerte, pero llegó y ahora me mira revolotear entre libros de Sanín y Virginia Woolf para justificar su estadía aquí. Virginia Woolf, por ejemplo, era una típica británica en eso de los perros. Los amaba y en sus Diarios están la muestra. Mascotas propias y ajenas la contagiaban de cierta alegría vital de la que ella carecía. Con Pancho, me pasa igual: cuando llego me lame, me muerde los pies con cariño y yo me siento querido, esperado, vivo.

En «Flush» de Woolf (Montacerdos, 2018), pasa algo parecido entre Elizabeth Barret Browing y su perro cuyo nombre da título a esa biografía: el perro corre tras ella, le lame y acompaña. En esas jornadas surge un relación íntima, una forma de entrecortase única y sencilla. Una relación que uno solo pueda establecer con un perro, o eso me parece ahora.

El contacto de Sanín con su perra Ánima, soporta esta hipótesis. En la composición (como ella llama a sus texto) «El sosiego», parte del libro «Somos luces abismales» (Random House, 2018), ella conversa en la intimidad con su perra. Le interpela y cuenta historias. Igual que Elizabeth en la biografía que escribió Barret. Esta dimensión comunicativa, la creamos todos. Los movimientos de manos y las rutinas, crean un vínculo con nuestras mascotas. Pancho silente y tranquilo, lo sabe y con algunos movimientos nos cuenta lo que le pasa.

El vínculo transciende lo íntimo y privado. Se desplaza a la calle, escenario primordial de los perros. En «Los Niños», por ejemplo, el perro de la protagonista adquiere dimensión y forma cuando sale a caminar, descubre y con ello alimentan su relación con el mundo. Igual Flush, él huele todo, se acerca con inquietud sobre los objetos de la calle, deambula. En ese deambular subsana «los años de encerramiento» a los que Elizabeth lo ha sometido.

Caminar con un perro, es una experiencia similar. Perros como Flash o Pancho, estiman sus pasos en correlación a los centímetros que pueden oler. Por eso digo que es la forma real en la que él me mira, cuando me huele. Me revela un dimensión extraña del detenimiento cuando se para a oler los andenes. No es igual la caminata en solitario que con un perro pues con él, estamos obligados a un grado de contemplación y paciencia diferente. El ritmo del paso cambia y por tanto el cuerpo también.

Afuera sigue lloviendo. Pancho se durmió y yo me estremezco al mirar su cuerpo lleno de pelos rubios. Siento un deseo gigantesco de protegerlo, de ser para él lo que la gente en la calle le negaba: soporte, alimento y calor. Eso mismo expresa Sanín y Woolf. Entienden ellas esa dinámica de cariño profundo y tibieza que se teje entre el perro y su humano. Incluso Homero lo sabía y por eso Argos fue el único en reconocer a Odiseo cuando llegó a Ítaca. Pancho me reconoce, me siente y acompaña.

Los libros y Pancho, son en mi hogar el vínculo fundamental con el mundo. Por eso todos, mi pareja, el perro y yo, tenemos las mismas pulgas y frecuentamos a los mismos autores. Somos una familia porque nos muerden los mismos bichos y nos angustian las mismas letras. Y eso, ni la lluvia que por estos días cae a caudales lo podrán lavar.