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Manizales: “La ciudad de las puertas abiertas”

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya

Fecha de publicación: 29/06/2022

Sí, Manizales es la ciudad de las puertas abiertas. Pero, también tiene abiertas las ventanas, todas las ventanas, y un balcón la envuelve arriba, en sus cuatro costados, lo que en sentido estricto la convierte en un bello y espectacular mirador en plena cordillera central, en el lomo de una empinada montaña, sobre la cual se extiende como nueva Muralla China levantada en Los Andes, en el corazón de Colombia.

Y si alguien lo duda, sólo tiene que ir hasta Chipre, aquel barrio tradicional que en los domingos es punto de encuentro de los manizaleños para comer obleas y chupar helado, admirar los atardeceres y elevar cometas, pasear por sus calles y saludar a todo el mundo, a propios y extraños, quienes esbozan una sonrisa que revela, a simple vista, la amabilidad de sus gentes.

El nombre de Chipre hace alusión a la isla mediterránea que igualmente está abierta, despejada, mirando a todos lados. Desde acá, en efecto, se logran ver seis departamentos, que sobra mencionar; el Parque Natural de Los Nevados, con el Volcán del Ruiz casi al alcance de la mano, y numerosos municipios (Anserma, Chinchiná, Palestina, Marsella…) que en las noches brillan como estrellas por la electrificación rural que allí es común, a diferencia de otras regiones del país.

Chipre es el sitio emblemático por excelencia de esta fría capital caldense cubierta en ocasiones, especialmente en las noches y madrugadas, por la neblina, por el viento helado del páramo, y donde sólo basta -al decir de sus habitantes- dar un brinco para tocar el cielo

En la parte más elevada de Chipre, en el pico del cerro, está el Monumento a los Colonizadores, acaso el mejor lugar para iniciar un recorrido turístico a través de su historia, de sus ancestros, de sus raíces, como debe ser con mayor razón en este epicentro de la cultura nacional desde sus orígenes a mediados del siglo XIX (en 1849, para ser exactos).

¡Loor a los colonizadores!

Claro que Manizales tiene un pasado indígena, igual que el resto del llamado Eje Cafetero integrado por Caldas (departamento del que es su capital), Quindío y Risaralda; entre sus pobladores corre, por tanto, sangre de indios quimbayas -los mejores orfebres de América en la época precolombina-, si bien tales huellas se pierden por la aniquilación de sus pueblos y culturas durante la conquista española tras descubrirse el Nuevo Mundo en 1492.

De hecho, los tres departamentos cafeteros de hoy eran zonas boscosas, selváticas, que sólo sintieron el peso de la civilización occidental cuando se desató la masiva ola colonizadora de Antioquia, aquella que se desarrolló, después de la independencia nacional hasta comienzos del siglo pasado, “a duros golpes de machete y hacha” que permitieron fundar “pueblitos montañeros, hechos de paja y guadua”, según lo describió algún poeta criollo que comparó la gesta de los arrieros con la del Cid Campeador en España.

En el caso de Manizales, sus legendarios fundadores son identificados como “La Expedición de los Veinte”, título referente a las veinte familias emigrantes, de las que al parecer no llegaron sino doce, entre quienes se recuerdan personajes como Victoriano Arango, entre otros.

Tras la veintena o docena de pioneros, vinieron más y más familias paisas, unas y otras con poncho y carriel, con escapulario y alpargatas, en mulas y bueyes, al lado del perro inseparable; que hablaban duro, con el acento inconfundible que atropella las palabras; con dichos y refranes populares para toda ocasión, y que se reunían, con su prole numerosa -¡a veces, más de veinte hijos!-, a comer sancocho y frijoles, mazamorra y arepa, para luego despedir el día con un rosario en coro alrededor de las imágenes sagradas del Corazón de Jesús y la Virgen María.

Algo de esto se aprecia, con la correspondiente dimensión artística, en el citado Monumento a los Colonizadores, obra de Luis Guillermo Vallejo, oriundo de la región, quien repasa con mano maestra los momentos gloriosos de la colonización antioqueña, cuyos rasgos épicos, ejemplares en la historia del mundo, fueron revividos por investigadores como James Parsons, el famoso profesor norteamericano que vino por estos lares a escribir su tesis de grado.

Los manizaleños son paisas, mejor dicho. Como lo son, en general, caldenses y risaraldenses, quindianos y algunos tolimenses y vallunos del norte de sus departamentos, lo que explica su acento particular y sus costumbres, su amor por la música popular desde los bambucos y pasillos hasta la música “de carrilera”, cuando no por los tangos que se oyen en cada cantina, como si Carlos Gardel nunca pasara de moda (al fin y al cabo “cada vez canta mejor”, en opinión de sus fanáticos seguidores).

De ahí el amor, por qué no decirlo, al aguardiente y el ron (Cristal y Viejo de Caldas, sin que esto sea propaganda), mezclados paradójicamente con las fuertes creencias religiosas, las cuales conviven, para acabar de complicar las cosas, con el espíritu machista, incluso violento, donde se pone a prueba la virilidad de sus varones, caracterizados asimismo por el culto al dinero, fruto no siempre de su intensa dedicación al trabajo desde tempranas horas de la mañana -“A ritmo paisa”, según suele decirse-. Una sociedad bastante singular, es evidente.

Huellas de Leopardos

Todavía en Chipre, cuando se empieza a bajar hacia el centro de la ciudad, está el Parque del Observatorio, otro extraordinario mirador adaptado sobre un gigantesco tanque de agua, y, a pocos pasos de allí, la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, fiel copia de la primera catedral que en la Plaza de Bolívar, en 1926, fue presa de las llamas que destruyeron, igualmente, gran parte del centro histórico.

Y es que Manizales, creación de titanes que osaron desafiar las alturas y someter la montaña con dificultad, ha padecido desde su fundación un sino trágico, enfrentando, en diversas ocasiones, hasta la furia incontenible de la naturaleza.

Prueba de ello son los sismos o temblores de tierra que, en forma paradójica, contribuyen a la renovación urbana, y los mismos incendios que hacen estragos en casas de bahareque y guadua o en los propios templos, como sucedió, a fines de 2010, en la Capilla de La Enea, Monumento Nacional que el padre Nazario Restrepo erigió en 1876 mientras huía de la persecución religiosa desatada por gobiernos radicales.

La ciudad, pues, se acostumbró a enfrentar la adversidad, incluso las guerras, como las que se sucedieron en serie durante aquella época por factores políticos, por la lucha fratricida entre conservadores y liberales, más aún cuando su posición estratégica era clave desde el punto de vista militar para cualquiera de los bandos en contienda.

A sus gentes, sin embargo, las ha salvado acaso su religiosidad y los profundos valores espirituales que se reflejan en cientos de iglesias y un conservatismo visceral, heredado también de los abuelos paisas, que rinde culto a Dios como poder supremo, absoluto, dentro del cabal cumplimiento de sus mandatos, basados en el amor.

Y claro, el terruño dio buenos frutos en dirigentes godos de primer orden, católicos hasta los tuétanos, como Silvio Villegas y Fernando Londoño Londoño, Gilberto Alzate Avendaño y Augusto Ramírez Moreno, líderes de la Derecha colombiana en las décadas del cuarenta y el cincuenta, algunos de ellos en su condición de dignos exponentes del combativo grupo Los Leopardos.

Eran políticos de principios, con una sólida formación intelectual de auténticos humanistas cristianos, y por consiguiente personas cultas, con gustos literarios a partir de los autores franceses y españoles en boga, al tiempo que hacían gala de una sofisticada oratoria, de la retórica aprendida en los textos de Aristóteles, como si prepararan entre nosotros, con el espíritu de los enciclopedistas, una revolución social comparable a la de Francia o Rusia, ya no democrática o comunista sino profundamente conservadora, católica.

Eran ideólogos en busca del Estado para ponerlo al servicio del bien común, recordando las sabias lecciones escolásticas.

La Escuela Grecocaldense

Lo anterior influyó en grado sumo para que Manizales se ganara la fama de ciudad culta, “por donde cruza -según la célebre frase, de antología- el meridiano intelectual de Colombia”. El ambiente era propicio para las actividades del espíritu, aún en el plano político; hasta el frío ayudaba.

Pero, no fue sólo en el terreno partidista donde las musas hicieron de las suyas. No. Al doblar una esquina, era fácil toparse con algún poeta o un gran prosista, cronista o ensayista, cuyos escritos eran consagrados por La Patria, el periódico local que empezó a circular en 1921, en las postrimerías de la prolongada Hegemonía Conservadora.

Así, las charlas de Luis Donoso, en versos humorísticos, corrían de boca en boca, igual que las crónicas de Luis Yagarí, los relatos de Rafael Arango Villegas y Tomás Calderón -Mauricio-, los ensayos de Jorge Santander Arias y los poemas de Juan Bautista Jaramillo Meza y su esposa, la inolvidable Blanca Isaza, para mencionar apenas unos cuantos nombres de esa larga lista que, por desgracia, se ha ido borrando en la memoria colectiva.

Aquí se creó -sorpréndase usted- una nueva escuela literaria, conocida como Grecolatina, reunida en el grupo intelectual de Los Grecocaldenses o, como también se decía en forma despectiva y burlesca, Los Grecoquimbayas, caracterizado por el barroquismo de su lenguaje, con adjetivos a granel, que se inspiraba, al menos entre sus autores más representativos, en clásicos griegos y latinos, a la manera de un Renacimiento moderno, surgido en las montañas andinas, entre cafetales y palos de guadua.

Una cultura de élite, por cierto. Que mostraba, a su turno, el carácter elitista de la urbe, con familias tradicionales que aún se precian de sus ilustres apellidos, de su ancestro español venido de Antioquia (lejos de admitir, siquiera por un momento, su origen montañero, proveniente de los arrieros paisas que escapaban de la pobreza).

No es de extrañar, en consecuencia, que Manizales se haya transformado, con el lento paso del tiempo, en Ciudad Universitaria, atrayendo a cientos de jóvenes estudiantes de las diferentes regiones del país; que durante varias décadas haya sido la sede del Festival Latinoamericano de Teatro, con prestigio mundial, y que su Teatro Los Fundadores -¡uno de los culpables de la separación de Risaralda y Quindío de La mariposa verde del Viejo Caldas!-, sea Centro Cultural y de Convenciones, sitio obligado para mostrar a los visitantes.

En contraste con lo anterior, existe una verdadera cultura popular que va desde las corridas de toros, con su festiva feria anual a comienzos de enero, hasta la exaltación deportiva por los continuos triunfos del Once Caldas, su equipo de fútbol, glorioso campeón de la Copa Libertadores de América.

El Estadio Palogrande (otrora bautizado en honor a Fernando Londoño Londoño) hace ahora las veces de Coliseo romano, con dos universidades al frente mientras a un lado, más allá del Barrio Palermo, se levanta el Morro de San Cancio, el cual trata de igual a igual al lejano mirador de Chipre, localizado en el extremo opuesto de la ciudad.
Estas dos colinas sirven de marco al escenario urbano que no para de crecer sobre el filo de la montaña y sus pendientes laderas.

De la Catedral al Cable

Hay que bajar al centro, como es obvio. Y puede comenzar su itinerario por la Plaza de Bolívar, admirando la imponente escultura del Bolívar-Cóndor que el maestro Rodrigo Arenas Betancourt dejó para la posteridad, el edificio republicano de la Gobernación de Caldas y, en especial, la Catedral, la imponente Catedral de Manizales, todavía en obra negra, con el cemento gris a la vista; hermosos vitrales, por donde la tenue luz del sol se filtra en medio de la penumbra, y sus pesadas puertas de metal que exhiben, en altorrelieve, pintorescas escenas de la vida urbana en décadas pretéritas, cuando esto era apenas un pueblo, una modesta aldea.

A la salida del templo, enormes esculturas de personajes sagrados, quienes miran hacia la plaza, donde las gentes se pasean con vestidos informales que hace pocos años eran inconcebibles entre los manizaleños, sobre todo en sus bellas y elegantes mujeres.

Luego siga por la carrera 23, que es la principal (como la séptima en Bogotá), donde puede apreciar, en una tranquila caminata por su carácter semipeatonal, otras construcciones republicanas, múltiples viviendas con la típica arquitectura de la colonización antioqueña, parques y más parques como el de Caldas, en honor al sabio que dio su nombre al departamento, o el de Fundadores, donde está el teatro mencionado arriba.

Pero, también se encuentran allí una fuente de agua, traída de Europa, con más de un siglo a cuestas; otra escultura de Luis Guillermo Vallejo, que parece sacada de un circo, una obra de teatro o un carnaval, y, en el suelo, tallado en piedra, el inmortal poema de Eduardo Carranza sobre Manizales, cuyas estrofas, en cantos musicales, repiten de memoria los hinchas del Once Caldas en el estadio: “Manizales: Beso tu nombre/ que significa juventud./ Beso la orilla de tu cielo/ y de pie te canto: ¡Salud!…”

Continúe derecho, por la Avenida de Los Fundadores, prolongación de la calle 23, hasta ver, desde arriba, la Estación del Ferrocarril cuando por aquí se paseaba el Ferrocarril de Antioquia, que hoy alberga a la Universidad Autónoma, y desemboque, varias cuadras más allá, en la Estación del Cable, actual Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, desde donde partía hacia Mariquita, miles de metros abajo, este medio de transporte que ahora, revivido por los avances de la ingeniería, pueden disfrutar los turistas hasta llegar al Terminal de Buses, localizado a escasos minutos de Villamaría, o al Parque de los Yarumos, un paraíso ecológico.

Entretanto, el paso por los centros comerciales es obligado, aunque sea para convencerse de que Manizales está a la altura (no sólo geográfica) de las principales ciudades del mundo, con almacenes de marcas que es fácil toparse en Madrid o Miami, París o Londres, gracias a la globalización que terminó convirtiendo al planeta en una aldea.

Es una ciudad de cara al futuro, con la ventaja de tener fuertes raíces en su pasado.

Entre puentes y túneles

A ambos lados de la cuchilla por donde serpentea la ciudad, ésta ha ido creciendo, retando los precipicios, la erosión que durante el invierno derriba tugurios en los barrios pobres, y la simple capacidad de sostenerse en pie, sin caerse, a pesar de la inclinación cada vez más pendiente de sus calles.

Por fortuna, el desarrollo de la ingeniería, con la formación técnica impartida en sus centros de educación superior, ha logrado domar esta feroz topografía por medio de avenidas con pequeños puentes y túneles, las cuales alcanzan su máxima expresión en la Autopista del Café que se descuelga desde la Plaza de Toros hacia Chinchiná, rumbo a Pereira y Armenia, trayecto en el que se cruza por el Puente Helicoidal, único en América Latina, y el Viaducto César Gaviria Trujillo en La Perla del Otún, obra envidiable en cualquier metrópoli.

Así las cosas, Manizales abre sus puertas para despedir a los viajeros, sea por esa vía o por el Alto de Letras, es decir, por el páramo donde usted podrá detenerse para tomar un baño en las aguas termales del Ruiz, a la espera de su futuro regreso, lo más pronto posible.

¡No olvide el camino!, como decimos los paisas.

-Del libro “Turismo cultural por Colombia, recién publicado en Amazon-