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Rezagos de infancia

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 11/01/2022

Seres desgraciados que arrastran infancias infelices y que al mismo tiempo y seguramente sin quererlo han desgraciado a otros, o con su carácter o con sus actuaciones, podría decirse que es lo que nos presenta en su último libro la española Rosa Montero quien, con su maestría y capacidad de hacernos reflexionar, nos ofrece en La buena suerte, un caleidoscopio de la naturaleza humana que se balancea entre el bien y el mal.

Rosa Montero (Madrid3 de enero de 1951), es una escritora y periodista quien ingresó en 1969 a la Universidad Complutense de Madrid en donde inició estudios universitarios en la Facultad de Filosofía y Letras con la intención de estudiar psicología y posteriormente periodismo. En 1970 comenzó a trabajar como periodista en diversos medios informativos, finalmente dejó los estudios de psicología, y luego obtuvo su título de Periodismo en la Escuela Superior de Periodismo de Madrid. En la misma época universitaria colaboró con grupos de teatro independiente. Desde 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País.

Entre sus novelas podemos citar: Crónica del desamor (1979), Te trataré como a una reina (1973), La hija del caníbal (1997), El corazón del tártaro (2001), La loca de la casa (2003), La ridícula idea de no volver a verte (2013), El peso del corazón (2015), y ahora La buena suerte (2020). Sobre periodismo tiene un libro de antología El arte de la entrevista. 40 años de preguntas y respuestas (2019). Se trata de veintiocho entrevistas a personajes tan diversos como: Doris Lessing, Luis Miguel Dominguín, Santiago Carrillo, Julio Cortázar, Paul McCartney, Claudia Schiffer, Margaret Thatcher, Harrison Ford, etc. De este libro ella misma afirma:

Y el caso es que la lectura de estas conversaciones mantenidas a lo largo del tiempo no    solo dejan entrever las diversas épocas que hemos vivido en los últimos cuarenta años, sino que además me refleja a mí en un segundo plano, como una sombra en un espejo empañado. Ahí estoy, al fondo, envejeciendo.

En su último libro, La buena suerte, nuestro personaje central Pablo Hernando Berrocal, es un prestigioso arquitecto de cincuenta y cuatro años, descrito como el arquitecto de la intensidad, con reconocidos premios internacionales por sus obras en los cinco continentes, y por la exigencia consigo mismo y el perfeccionismo que lo caracteriza, prefiere ser muy selectivo para sus realizaciones, las cuales ejecuta a través de un pequeño gabinete, con otros socios. Su lema de la arquitectura como orfebrería, lo ha ganado porque: Posee un estilo único, depurado, a medio camino entre la vanguardia y el clasicismo, con influencias nórdicas y con un toque siempre sorprendente, conmovedor, inquietante. 

Lo que nadie sabía de ese brillante profesional era la tragedia que tuvo que soportar desde niño, a causa de un padre borracho a quien tenía que recoger y llevarlo a rastras desde un bar de mala muerte y el continuo castigo al que era sometido por su progenitor con una correa con hebilla que le dejaba señales infames (de las cuales alguna explicación buscaba dar a sus compañeros en el colegio), y que luego se aferraba a su cuello y le pedía perdón. Esto incubó en él una furia, una humillación y frustración por no poder matar a su padre. De otro lado, el recuerdo de su madre, también lo lacera: Pablo comprende que vivir con su padre debió de ser muy duro. Seguro que le pegaba. Seguro que la maltrataba. Pablo entiende perfectamente que se fuera, pero no que le dejara a él, con cinco años en manos de ese animal.

En cuanto a su matrimonio con Clara, una colega de la oficina, todo se fue en propósitos de una vida feliz, que no fue capaz de concretar, tal vez, por no saber expresar los sentimientos, ésta, se fue agotando:

 Con los años las parejas se van llenando de pequeñas desilusiones, de divergencias del    proyecto amoroso que creyeron antever en la primera pasión, de fallos propios y ajenos, rendiciones, aceptación acomodaticia de sus egoísmos y su cobardía. Con los años, el otro o la otra cada vez está más cerca en las rutinas pero más lejos en lo esencial… No hay nada que envejezca tan deprisa como el amor mal amado.

Entre encuentros y desencuentros, conflictos y soluciones, competencia e imposición, fue trascurriendo una relación que pudo ser un oasis, pero que convirtieron en un infierno, aunque a los ojos de los demás no traslucía, pues parecían la pareja ideal. Ahora se da cuenta que no supo aprovechar las ocasiones para hablar con ella; tuvo oportunidad de amar y la desperdició. Siempre pensó que tendría tiempo, que el futuro era promisorio y que habría oportunidad de encontrar el rumbo, pero la desgracia los acechaba.

 Pero, al enviudar, el mundo se desmoronó y se marchitó. No sólo había perdido a la mujer más importante de su vida, sino que además había desperdiciado el tiempo sin aprender a amarla. Se sintió viejo, mutilado, fracasado, culpable. Creyó que la muerte de Clara sería el mayor dolor que podría experimentar en toda su existencia. Y también en eso se equivocó.

Y en cuanto a su hijo, (tenía doce cuando Clara falleció) ahora con veinte años, de alguna manera él se fue con ella, pues también lo perdió. Nunca pudo relacionarse con él. Creció bastante solo, acompañado de psiquiatras, tutores, profesores de apoyo y todo lo que pudo proporcionarle, menos su presencia y su necesaria compañía, se dedicó a su trabajo y sus viajes, mientras su hijo se comenzó a relacionar muy mal. Comenzó a los quince años, con un grupo de fanáticos futboleros que agredían a los del otro equipo; en una gresca a uno de ellos lo cosieron a puñaladas y a otro lo dejaron en una silla de ruedas. A los dieciocho años le mostró una solicitud para cambio de apellido y así empezó a usar el de su mamá. Como líder de un grupo neonazi, Despertares, quemaron vivos a dos mendigos. A los tres meses de detenido logró fugarse en un traslado de juzgados. En esa misma época fue la última vez que lo vio, ya se había ido de la casa y una noche entró a sacarse un cuadro; al verlo, desconcertado, no midió el alcance de ese acto.

Cuando Marcos le golpeó duro en la cara y el estomago, Pablo se dejó pegar sin hacer    nada, pero no por elección, sino porque no había sido capaz de resolver el conflicto de  sus emociones antes de que su hijo lo atizara. No consiguió si decidirse entre besar a su hijo o darle un puñetazo.

En medio de todo ese raudal de emociones, Pablo decide abandonar su vida y buscar una nueva, como si solo se tratara de cambiar de camiseta, pero resulta que esos cambios no son tan simples. Se puede cambiar de ciudad, de oficio, de relacionados, etc., pero el pasado es algo que siempre llevaremos a cuestas, no solo nuestra formación, gustos, manías, fobias, temores, y todos los otros sentimientos que han configurado nuestro ser.

Pretendiendo sobre todo alejarse de su hijo y todo lo que esto representaba, se instaló en un asqueroso apartamento, al lado de la estación del tren, en Pozo-negro un pueblo que cuando era minero tuvo nueve mil seiscientos habitantes y ahora solamente quedaban unos mil trescientos, en un entorno mugriento y con un ruido infernal, que produce el paso del tren diecisiete veces diarias, de las 7:45 de la mañana a las 23:40 de la noche. ¡Qué patetismo! A él que le gustaba cierta imperfección: El vibrante atractivo de lo inesperado. El desasosiego de lo que no respeta la simetría… siempre y cuando ese desasosiego resulte hermoso… El amor por la imperfección es su punto de fuga, su rescate. Hasta que comienza a reaccionar, pero ¿ya, no será tarde?

Al tratar de adaptarse a su nueva vida, comienza a darse cuenta de que vivir en esas condiciones lo lleva rápidamente al desorden, al abandono, a la suciedad y lo peor a acostumbrarse a ello, una persona tan pulcra y delicada en sus maneras. Creemos lo salvara una vecina de treinta y nueve años, Reluca, quien es todo un personaje, con un pasado muy triste pues fue abandonada desde que era un bebe, recogida y criada en un orfanato, a los dieciocho lanzada de nuevo a la calle, luego tuvo un episodio en una clínica mental, y con el tiempo conoció a un drogata, que en una de sus trabas, conduciendo alocadamente, se accidentaron y ella perdió un ojo. A pesar de todo, afirmó: ¡Qué suerte! Yo es que siempre he tenido muy buena suerte, ¿sabes? Y menos mal que soy así de afortunada, porque, si no, con la vida que he tenido, no sé que hubiera sido de mí. 

Pablo ha logrado alejarse de su medio, escondiéndose en esa pocilga, estableciendo nuevas relaciones y evitando contactos con su otro mundo, pero los remordimientos, los complejos de culpa y los temores que le suscitan la sombra de su hijo, lo siguen persiguiendo. ¿Encontrará  refugio en Reluca?

* Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas