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Sinfonía inconclusa

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 31/07/2020

Hemos tenido escritores que basan su narrativa en poblaciones unas veces reales, otras recreadas, como Juan Rulfo en Comala, García Márquez con Macondo, Juan Carlos Onetti y Santa María, Faulkner con Yoknapatawtha y ahora tenemos al español  Manuel Vilas (BarbastroHuesca19 de julio de 1962) que privilegia, ya veremos el porqué, un valle y unas montañas, Ordesa (El parque nacional de Ordesa y Monte Perdido están ubicados en el Pirineo Oscense, y es el segundo parque nacional más antiguo de España).

Este gran escritor, novelista, ensayista, poeta, columnista, es decir un cultor de la palabra, se ha constituido en un fenómeno editorial con su novela Ordesa publicada por Alfaguara en el 2018, con más de cien mil ejemplares vendidos, superando catorce ediciones y con varias traducciones. Lo conmovedor de esta obra es que constituye por medio de su autobiografía, un homenaje a sus padres ya muertos y que trata de rescatar en esta memoria, como dice lo hace no para juzgarlos, sino para comprenderlos.

En este relato en el que hace un recorrido desde donde le alcanza la memoria, con los detalles propios de cada etapa vital, infancia, adolescencia, mayoría de edad, educación, trabajo, matrimonio, paternidad, separación, con sus respectivos dolores, alegrías, infortunios, decepciones, triunfos, fracasos, anhelos, frustraciones, etc. es decir de lo que está compuesta la vida.

En cada uno de esos estadios, fue determinante el papel de sus padres, ya en la formación de valores, soporte anímico, acompañamiento y sobre todo, con ese amor de padre y madre tan desinteresado y tan dispuesto a darlo todo por un hijo, y por su parte esa admiración y orgullo por ellos. Mucha entereza se requiere para explicitar su propia vida con carencias, problemas, reveses, etc. para exaltar el papel de sus padres, reivindicar su memoria y rescatarlos del olvido, en que algunas veces los tuvo cuando vivieron, aceptarlo, lo ennoblece.

Ahora reconoce como fue de premonitoria su madre cuando le decía al hijo ya adulto: Mira que si no vienes a verme, tus hijos harán lo mismo contigo”, lo que en realidad me estaba diciendo era: “Cuando esté muerta, volveré a ti por ese camino, ese camino flanqueado de árboles frondosos y de luz del mes de junio, con el ruido de los ríos cerca, cuando esté muerta seguiré estando contigo a través de nuestras soledades, la tuya y la mía; el camino, míralo es un camino, un soleado camino, el camino de los muertos

Con su padre tuvo una relación muy cercana, lo acompañó muchas veces en sus actividades y distracciones, lo admiraba por su presencia y porte masculino, su gallardía y esto le servía para disimularle sus caprichos, propios de la época. Le parecía muy interesante el papel de su padre como representante comercial que le permitía recorrer buena parte de España en su carro que lo consideraba casi como otro miembro de la familia, por eso sufrió cuando lo vio en la decadencia por perdida de la actividad y por la senectud, que lo golpeó muy fuerte. Con fruición recuerda cuando iban a jugar maquinitas: Éramos padre e hijo entonces, en una forma en que ya nunca lo volveríamos a ser. /Jugábamos muy bien. /Formábamos un solo ser, nos fundíamos. /Éramos amor. /Pero nunca lo hablamos, nunca lo dijimos. /Nunca.

Al tratar de recuperar a la manera de Marcel Proust, el tiempo perdido, por medio de la ficción buscando la ilusión de lo imposible de recuperar, por causa del paso inexorable del tiempo, va comprobando las premoniciones de su madre, pues ella que siempre estaba tan pendiente de él, lo llamaba constantemente, seguro con el solo propósito de escuchar su voz, con alguna banalidad como disculpa, si ya había llegado a su casa, si ya había cenado, si había dormido bien, etc. a tal punto que muchas veces cuando en su celular veía que era su madre, optaba por no contestarle y luego con alguna mentira piadosa trataría de explicarse. Por ello, con tristeza constataría luego que los regalos que había comprado a sus hijos para entregárselos una tarde que fueron a visitarlo, los habían dejado tirados en una de las camas. Y otro día que su hijo después de una corta visita, salió presuroso diciendo que le hacía falta caminar, al decirle que si lo acompañaba, este le respondió que prefería hacerlo solo.

Pero como en el “eterno retorno” de Nietzsche, el pasado siempre está al acecho con sus soledades, y así es como continuamente se siente nuestro narrador, en un abandono terrible ahora acrecentado por la ausencia de quienes realmente lo quisieron y lo aceptaron como fue, ¡cuánta falta nos hacen nuestros seres queridos! Invariablemente manifiesta esa desazón: Este tipo de sensaciones de desesperanza profunda me han acompañado mucho en mi vida. Luego afirmará: Y esa es otra parte fundamental de mi persona: toda la vida me ha acompañado el temor a volverme loco, a no saber racionalizar las cosas que me ocurrían, a que el caos se me llevara por delante. Y recalcará más adelante: Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito… No me espera nadie en ningún sitio, y eso es lo que ha sucedido en mi vida, que debo aprender a caminar por las calles, por las ciudades, por donde me toque, sabiendo que no me espera nadie al final del viaje. Nadie se preocupará de si llego o no llego.

A esta soledad le sumó el alcohol, que le causó problemas y tuvo la entereza de plasmarlo en esta confesión, pero no para ufanarse de sus locuras, ni para moralizar respecto de su recuperación, sino como otra faceta de su vida que pudo superar a tiempo con esa fuerza interna y esos anticuerpos que le inocularon sus padres, en su voluntad. Como testimonio nos dice: Todo alcohólico llega al momento en que debe elegir entre seguir bebiendo o seguir viviendo. Luego acota: Quien ha bebido mucho sabe que el alcohol es una herramienta que rompe el candado del mundo. Acabas viéndolo todo mejor, si luego sabes salir de allí, claro. Recuerda para olvidar: cuando no bebes, los días son más largos, los pensamientos pesan más, los lugares se fortalecen, no olvidas nada en las habitaciones de los hoteles, no rayas el coche, no rompes los retrovisores cuando aparcas, no se te cae el móvil en la taza del váter, no confundes los rostros de la gente. Y será precisamente en el sitio emblemático (A mi padre le encantaba Ordesa. Porque en Ordesa de repente todas las insanias de la vida se mueren ante el resplandor de las montañas, los árboles y el rio), en donde comenzará su sanación: Me adentraba en los bosques. Volví a tocar la vida. Viaje hasta Ordesa, y me quede contemplando las montañas. Vi con claridad los errores de mi vida y me perdoné a mi mismo todo cuanto pude, pero no todo. Aun necesitaba tiempo.

En un momento determinado del relato, como un señor poeta que es Manuel Vilas, ensaya armonizarlo recurriendo a nuevos nombres para sus protagonistas y recurre a los grandes maestros de la música, compositores e intérpretes para que sean ellos quienes ejecuten esta bella sinfonía y traten de concluirla con la grandeza que les dieron a sus composiciones. Así tendremos a Bach, su padre, y Wagner, su madre, Vivaldi y Brahms, sus hijos, sus tíos Monteverdi y Rachmaninov y una larga lista de estrellas como debe ser el firmamento familiar, o por lo menos, como lo sabe apreciar ahora.

Los años traen la decadencia y es una parte triste del relato, es el ocaso, pero lo hace con una sensibilidad y un respeto admirables, esto dice de su padre, ese gran hombre que se lo dio todo y quien lo fortaleció con su presencia: Mas que morirse, mi padre lo que hizo fue perderse, largarse. Se convirtió en un Monte Perdido. Lo que hizo fue desaparecer. Un acto de desaparición. Lo recuerdo muy bien: se quería largar. Una fuga. Se fugó de la realidad. Encontró una puerta y se marchó.

Se fue desvaneciendo, se desvanecía su vida y su conversación se desvanecía, era ya silencio. Puede un hombre convertirse en silencio. Mi padre que es silencio ahora, ya fue silencio antes; como si supiera que iba a ser silencio, decidió ser silencio antes de la llegada del silencio, dando así una lección al silencio, de la que el silencio salió tocado de música.

Lo de su madre lo marcó de tal forma que surgió este libro y así lo sintió:

Y miré hacia donde estaba mi madre muerta, y había allí una tempestad de tiempo y aniquilación, era un orden lógico para el que no estaba preparado.

Casi morir es lo de menos.

Fue la última vez que te vi, mamá, y supe que a partir de ese momento iba a estar completamente solo en la vida, como tú lo estuviste y yo no me di cuenta o no quise darme     cuenta.

Me dejabas tal como yo te dejé.

Me estaba convirtiendo en ti, y de esa forma tú perdurarías y vencerías la muerte.

Para un poeta es más fácil novelar, que para un novelista cambiar su prosa por algo tan elaborado como lo es un poema, por eso muchas páginas completas parecen escritas con esa finura que solo los inspirados logran. Al final del texto, en un epílogo, aparecen muestras de este gran versificador, que complementan y aclaran aspectos del relato. ¡Conmovedor!

* Profesional en Filosofía y Letras – Universidad de Caldas