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Un saludo para Aleph en su edición 200

Por: Carlos Alberto Ospina H.*

Fecha de publicación: 12/04/2022

Hay ocasiones en las que uno se encuentra con alguien a quien no ha visto después de cierto tiempo, años incluso, y esa persona saluda, ¿cómo estás?, veo que no has cambiado. Se te ve muy bien. No te pasan los años. Por más que en ese momento uno ande abatido o aquejado por alguno de los males que nos acosan como mortales, de inmediato se levanta el ánimo y recibe otro impulso vital para continuar “en los días que uno tras otro son la vida”, como decía el poeta Aurelio Arturo. Es lo que sucede con la revista Aleph, a la que no le pasan los años, pese a llegar a estos 200 números de edición y próxima a arribar a los 56 años de aparición de su primer número en 1966; todo porque sus fundadores Carlos Enrique y Livia tomaron la acertada decisión de conservar el formato original y desde su aparición material como obra en el mundo, permanece siempre la misma, el mismo tamaño y el mismo diseño.

Las variaciones en las portadas son las previstas como una ventana en la que, después de la evocadora fotografía de Einstein, portada del primer número de 1966, con cada edición se asoma la obra de un gran artista, cuyos originales, donados por sus autores, se conservan en los archivos Aleph. Entre ellos cabe mencionar las contribuciones de pintores reconocidos como Alejandro Obregón, Oswaldo Guayasamín, Rogelio Salmona, José Luis Cuevas, Enrique Grau, Emma Reyes, David Manzur, Alipio Jaramillo, Pedro-Nel Gómez, Luciano Jaramillo, Guillermo Botero G., Luz-María Ángel, Carlos-Augusto Buriticá, y muchos otros. Pilar González-Gómez, nieta del gran pintor impresionista Ricardo Gómez Campuzano, desde 1987 se convirtió en ilustradora habitual de la revista. Algunos otros motivos son fotografías alusivas al tema o temas de la respectiva edición, o la reproducción de un manuscrito autógrafo o algún documento de valor para su editor.

El símbolo de la primera letra del alfabeto hebreo aleph, aparece desde 1992 ubicado en la parte superior izquierda al lado del nombre de la revista, después de que se abandonó definitivamente la versión del logotipo que el arquitecto Santiago Moreno hizo del diseño de Toño y Larrea, consistente en un estudiante con una mano levantada y el puño cerrado en señal de protesta y con la otra mano agarrando libros. Logotipo que desde el número 6, a comienzos de 1974, fue algo así como el símbolo de los convulsionados finales de los 60 y de los años 70. Por lo general la tabla de contenido aparece en la contraportada, con muy pocas excepciones, cuando se trata de ediciones especiales como la 200 que hoy presentamos.

En cualquier caso su identidad se conserva, aunque con los años se ha vuelto más atrevida en relación con sus primeras tímidas apariciones de pocas páginas, comparadas con recientes ediciones que, como muchos de los números monográficas y el número 200, exhibe una corpulencia que deja la falsa impresión de contar con sobrados recursos y disimula muy bien el sacrificio y notable esfuerzo económico de sus amorosos mantenedores, Carlos Enrique y Livia. Y como si fuera poco, decidieron acompañar la aparición del número 200 con un voluminoso libro titulado Aleph. Convergencia de saberes, en el cual aparece el aporte de unos 45 autores que, sumados a los 21 colaboradores de la revista, respondieron a la convocatoria del maestro Carlos Enrique para ambos acontecimientos.

En los escritos de la edición 200 como del libro que la acompaña, podrán descubrir con claridad otro elemento sobresaliente de Aleph, es el criterio editorial que durante los 56 años de aparición ha mantenido su director y es una de sus mayores fortalezas. Aleph es una casa abierta a todas las producciones del espíritu y a todas las miradas sobre el mundo y el hombre, siempre y cuando se cuide el buen uso de la palabra o de la imagen. Aleph busca, con la libertad en las formas y en el decir, ser refugio de la palabra viva, más cercana a la existencia, que endurecidas expresiones académicas. Alguna vez dije que ella tomó el sendero “del libre pensamiento y de la vocación de echar mano de la fuerza liberadora y transformadora del arte y la poesía, de la ciencia y la filosofía… sin formalismos académicos. Con ello hace manifiesta la deuda espiritual con Michel de Montaigne, uno de los personajes que con Sócrates y el Quijote, conforman la trilogía de símbolos maravillosos que más inspiran libertad en las páginas de Aleph, convocados siempre por la evocación borgiana”.

Es en verdad un amparo al que libremente se entra y se sale cada vez que se quiera, porque cada uno puede ser intérprete de los fantasmas, figuras, formas y ritmos anímicos que en ella seleccione de acuerdo con sus afinidades personales o preferencias espirituales. La gran poesía de Occidente antes de toda escritura era palabra hablada, como los poemas de Hesíodo o de Homero, por lo que estaba necesariamente ligada al acontecimiento, al momento, a la vivencia presente y, por supuesto, al verbo divino. Cuando la escritura detuvo ese flujo verbal, la emoción del acontecimiento, el sabor de la experiencia, el gusto por lo simple de la vida y el vínculo con reinos ideales, mágicos o trascendentes fueron quedando petrificados en convención formal, en formalismos usuales o exactos. Por ejemplo –dice Steiner- gracias al lenguaje de las matemáticas los mitos salieron de las estrellas para quedar fijados en las tablas de los astrónomos y los nombres de los dioses para designar simples lugares que señalan lugares en esas tablas. Como mirada exacta sobre el mundo, la ciencia hace así lo que le corresponde, mientras que el arte y la literatura surgen para que las resonancias espirituales y morales de las obras humanas, de los mitos y la experiencia, muestren otro tipo de verdades no mundanas.  Pero si bien la tradición oral es expresión viva e intensa, la sola palabra hablada desaparece de la historia como expresión de las incontables experiencias humanas, como las muchas que hemos perdido, cuando no cuenta con ningún registro.

Es aquí cuando se hace necesaria una publicación como Aleph, porque busca que todos los saberes y creaciones del espíritu humano converjan en ella, pero aspira hacerlo con un lenguaje y expresión que no pierda su estrecho vínculo con la vida personal, pasajera, inestable, plena de matices y sabores de nuestro paso por la tierra. Mucho de ello refleja Carlos Enrique cuando colecciona manuscritos o detalles en los que aún palpita la presencia personal de muchos quienes ya no están con nosotros, y de otros con quienes se ha encontrado para sus reportajes, en sus intercambios epistolares y en sus conversaciones personales.

Por otra parte, visitar el archivo Aleph es como entrar al taller de un artista plástico con sus herramientas y enseres propios de su oficio; bocetos, obras en marcha y otras terminadas, llenando los espacios que, en nuestro caso, son los de la vivienda de la pareja Carlos Enrique y Livia. Pero Carlos Enrique no es un artista plástico, él es poeta, es un artista de la palabra, por ello tiene su rica biblioteca; sus numerosas libretas de apuntes, sus grabaciones de conferencias, cartas y registros de conversaciones; en general es una especie de guardián de palabras en espera de ser encaminadas a la fijación escrita antes de que –como le ha ocurrido- el tiempo y circunstancias imprevistas las borren de sus registros fonográficos, de los cuales apenas algunos han sido remasterizados a medios más modernos. Pero la vida es corta.

Es por ello Aleph la memoria de acontecimientos culturales y espirituales de la región y del país, cuyo registro será valorado por los investigadores que se interesen en conocer aspectos muy puntuales de nuestra historia cultural de las últimas tres décadas del siglo XX y las que corren del siglo XXI.

En todo caso no deja de asombrarnos la supervivencia de una revista cultural como Aleph que sin apoyos institucionales y con aportes muy esporádicos de amigos, llega a la edición 200 y lleva caminando 56 años, durante los cuales muchas publicaciones de este orden han salido y desaparecido, como si fuesen luciérnagas que iluminan esporádicamente para desaparecer en la noche de la insensatez, la crueldad y la injusticia que hoy nos acosa. Aleph, por el contrario, por ahora sigue siendo un foco encendido que ofrece la esperanza de ayudarnos a transformar la experiencia cruda, el horror y el dolor, en metáfora, en belleza y en ilusión de que el ser humano también puede crear mejores reinos para gozar la vida.

Por ello, señora Aleph, nos alegra poder darte un entrañable saludo, no has cambiado y sigues siendo la misma que encontré desde mis años de bachillerato. A Carlos Enrique y Livia, gracias por haber hacer posible que, en medio de la barbarie, tengamos el privilegio de contar todos estos años con un refugio para el espíritu como la revista Aleph.

*Universidad de Caldas.

Este saludo hizo parte del acto de celebración realizado el 1 de abril de 2022 en el Centro Cultural Banco de la República de Manizales.