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Un varón: pregunta incipiente por lo masculino

Por: Rafael Santander *

Fecha de publicación: 29/05/2023

 

Los hombres no lloran

—Carlos de Un varón

Sollozando dieron tres vueltas alrededor del cadáver… Regadas de lágrimas quedaron las arenas, regadas de lágrimas se veían las armaduras de los hombres.

—Ilíada, canto XXIII

No podemos exigirle a Carlos, protagonista de Un varón (2023), un joven bogotano residente de un albergue para jóvenes sin hogar de la localidad Santa Fe, haber leído el pasaje del poema clásico que contradice sus creencias, así como tampoco a la gente que inculcó en él esas ideas. Su madre está en la cárcel, su padre no aparece y su figura paterna lo invita a vender drogas y a incursionar en el sicariato para demostrar su hombría, de modo que para él, seguramente, la hombría consista en una forma de estoicismo.

Un varón se desarrolla en un mundo que no conoce de bibliotecas, películas, poemas épicos o, autores griegos, sino que transcurre en un universo con rap, reggaetón y salsa choke, no cantado por Homero sino por Héctor, de la familia de los Lavoe, una selva de cemento y de fieras salvajes, cómo no.

Por esta razón, como brillantemente lo plasma uno de sus carteles promocionales, Carlos no es uno, son dos, y el fenómeno audiovisual que presenciamos es el de ese ser fracturado y conflictuado entre el querer y el deber ser, un deber impuesto no por un ethos personal sino por la sociedad y, seguramente, despreciable y sin sentido para él.

Aún sin comprenderlo y aceptarlo, Carlos sabe cómo debe comportarse socialmente, cómo defenderse de las afrentas, qué decir para agradar y para excusarse por parecer “poco hombre”. El único entorno social en el que lo vemos disfrutar de ser él mismo es durante una fiesta muy temprano en la película. Este es, estructuralmente, el momento más alto de emoción y a partir de acá solo decae. Con excepción de una escena con elementos cómicos y una llena de tensión hacia el último tercio de la película, durante la mayor parte del largometraje vemos a Carlos, quien ya parte mal —obligado a trabajar de jíbaro para enviarle dinero a su mamá presa mientras su hermana se prostituye con el mismo objetivo— descender progresivamente al abismo de la melancolía al tiempo que intenta mantener esa fachada de fortaleza que proyecta al exterior.

Nos enteramos del conflicto interno de Carlos cada que lo vemos en su intimidad, aunque desde la segunda escena vemos unas máquinas en un lote tumbar la fachada de una casa y a esta imagen volvemos en varios momentos de la película hasta que esta cae por completo.

Como residente del albergue en cuartos llenos de camarotes, Carlos mantiene esta máscara hasta que se apagan las luces, pero cuando su hermana está trabajando él aprovecha para entrar a su cuarto de alquiler, un espacio seguro en el que puede desmoronarse, ser pequeño y débil, como no puede ser en otros lugares para que la calle no se lo coma vivo.

Podemos afirmar que ese ser sin rostro, “la calle”, es el gran antagonista de la película. A modo de falso documental vemos en la primera secuencia testimonios de otros muchachos residentes del albergue en el que nos dan a entender que su forma de ser y comportarse ha sido moldeada por la calle para poder sobrevivir. Por esto mismo, a modo de giro dramático tenemos ese asalto al principio del último tercio en el que un hombre encañona a Carlos y lo insulta mientras él pide que no lo maten.

En la calle también aplica la ley de la selva, aunque aquí parece más la ley de la caballería, en la que para poder desagraviarse y limpiar su hombre debe batirse a duelo con aquel que lo ofendió. Por orden de su jefe, Carlos toma un arma y entra al mismo sitio que su agresor con intención de ajusticiarlo. No es necesario que sepamos el resultado, al tomar esta decisión ya muere esa parte suya que no había sido corrompida por la dureza de la calle.

Continuando por esta línea que raya en la sobreinterpretación podemos afirmar también que el otro gran antagonista es “lo femenino”, específicamente esa feminidad que habita dentro del protagonista. No podemos estar completamente seguros de su orientación sexual: la escena en la que usa lápiz labial para pintar su reflejo en el espejo no implica necesariamente homosexualidad, tampoco su incapacidad de tener relaciones con una prostituta, que pueden ser simples nervios, pero sí hay una evidencia de un contacto fuerte de Carlos con su lado femenino que viene aflorando en privado, por eso en la primera escena después de pedir un corte bien percho a la peluquera y de ella pedirle que sea más específico, él responde que quiere un estilo “de hombre”. Es decir que desde el inicio de la película Carlos ya está en la lucha por contener su feminidad latente y es esta la que muere al final cuando él cruza el umbral hacia el camino de la violencia.

El universo narrativo de Un varón es fascinante, así como todo el elenco y las locaciones a las que tuvo acceso el equipo de producción. Siempre hay valor en ese cine que sirve de ventana a otras realidades y dimensiones desconocidas o ignoradas de la sociedad y especialmente de la nuestra, pero la calidad de la producción no logra suplir las carencias de dirección y guion. Un varón se hace larga para una película que no supera los noventa minutos, vemos a un muchacho perdido que se va perdiendo cada vez más sin que haya de por medio alguna interacción de fuerzas o alguna dinámica narrativa, solamente está presente la gravedad que lo manda todo hacia abajo de forma implacable.

También ocurre que estas ideas que suenan tan bien en el papel se agotan fácilmente. La eficiencia con la que el director establece la idea de que en la calle hay que comportarse como un varón pero que no todos los hombres son así hace que la mayoría de las escenas del medio, que solo refuerzan esta idea, resulten innecesarias y redundantes, deviniendo esto en tedio. Por parte del guion, su tesis de que el concepto que se maneja en la calle del “hombre de verdad” es cuestionable, no arriesga mucho, menos aún, estableciendo un protagonista andrógino y pequeño como Carlos (para un ejemplo mejor trabajado de esta idea, véase a Eliú de La jauría). Y si hay algunas virtudes destacables de este estereotipo de hombre, cosa que parece querer decir el guion sin atreverse a confirmarlo, tampoco vemos un personaje que encarne esas contradicciones. Vemos apenas el proceso de corrupción mediante el cual un ser “diferente” termina volviéndose igual a los demás.

Puedo entender que Carlos no conozca la Ilíada, que haya crecido con unas ideas obsoletas de lo que debe ser un hombre y que su conflicto derive de que no sea como el mundo le dice que debe ser, pero no podemos perdonarle eso al director, que teniendo la masculinidad como tema principal y pretendiendo cuestionar ese concepto anticuado de lo que es un hombre se limite a afirmar que los hombres seguimos siendo hombres, aunque no encajemos en el modelo tradicional. Claro que esto hay que decirlo, es necesario que en esta época en la que los hombres venimos llevando tanto del bulto haya obras que muestren esa diversidad y divergencia masculina. El problema es que no hay indicios de una investigación o documentación previa, y esto es una señal de arrogancia. Los hombres que no se ajustan a ese modelo limitado y caricaturesco que cuestiona Fabián Hernández con Un varón existen desde mucho antes del nacimiento de Homero y considerarse el primero en tratarlas da como resultado una tesis débil que no se atreve a ir más lejos que una publicidad de máquinas de afeitar.

* Escritor. Realizador de cine.