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Volver a donde duele

Por: Mateo Ortiz Giraldo*

Fecha de publicación: 01/02/2019

En la película de Pixar «Ratatouile» hay un viaje en el tiempo. El cuerpo se mantiene, pero la memoria se desplaza a través de un agujero de gusano años atrás. Quien viaja es Anton Ego, el crítico culinario de mirada displicente. Llega a su infancia, con los ojos aguados, y sensible. Lo transporta el ratatouile que Remy le prepara. La memoria, entonces, es lo más cercano que tenemos para hacer un viaje en el tiempo.

A la infancia es a donde el crítico llega. La infancia, es también, el vínculo entre dos novelas que las separan décadas: «Cuando aprendí a pensar» (Laguna Libros, 2018) de Pilarica Alvear y «Animales del fin de mundo» (Alfaguara, 2017) de Gloria Susana Esquivel.

En ambos libros, Juana e Inés, sus personajes, hacen lo propio para ser el ratatouille de sus lectores. Juana desde la infancia del aprendizaje y el descubrimiento del mundo; Inés, desde la ira, la extrañeza y los cambios. Ambas dan una luz sobre el escenario de los recuerdos.

Pensar: ubicarse

«Cuando aprendí a pensar» fue publicado, por primera vez, en 1962 cuando Alvear hacía parte del grupo literario «La tertulia» que presidía Manuel Mejía Vallejo. De hecho, Vallejo prologó este libro mencionando la calidad literaria de la autora. Ella fue un caso particular de las mujeres en el panorama literario de la época: era joven y respetada por sus colegas hombres. Cosa que no pasó con, por ejemplo, Marvel Moreno,  quien ahora sigue siendo leída desde la sombra de su cónyuge.

Con 20 años, Alvear le echa una mirada a la infancia. La relee desde la experiencia como lectora voraz. De allí que este libro explore sobre una premisa inquietante: la aparición del pensamiento es el surgimiento de la necesidad de ubicarse en el mundo. En cuanto surge la pregunta, se crea el espacio: «Y desde que aprendí a pensar empezaron a suceder las cosas» (p.14).

La pregunta fundamental de la narradora permite que las demás acciones se desarrollen. Los demás personajes empiezan a adquirir matices desde esa aparente inocencia. El mundo se sitúa en un espacio negro; la casa, con sus familias dentro, tiene un lugar en ese mundo recién descubierto. Alvear pone en palabras un proceso complejo de uniones de ideas que se despliegan en la infancia. Leerla es redescubrir la posibilidad de maravillarse de nuevo con las simplicidades de la niñez.

Pensar: reconstruirse

Gloria Susana Esquivel tiene una forma muy particular de narrar y «Animales del fin del mundo» es la prueba de ello. Un libro de menos de 150 páginas donde se recorre un proceso paralelo al de Juana en el libro de Alvear: Inés descubre pero también destruye. En ella la infancia y el conocimiento se transforman en una manera de dejar de comprender el mundo para empezar a reconstruir el suyo, desde la fantasía cruda de una niña lobo.

Es un libro donde la construcción de ese mundo interno y profundo es necesariamente una creación de mitologías caseras, de bestias que habitan su casa vasta como una Roma nueva con solo Rómulo y Remo sin Loba ni leche. En esa mitología hay diosas benévolas y arpías usurpadoras. Hay traiciones, ira y una extraña forma de entender el amor. La narración e Inés exudan un complejo de Edipo irrefrenable y bestial.

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Ambos libros tratan de evidenciar que la infancia no es un lugar de galletas, dulces y leche tibia. Ambos con la fiereza que emana ese lugar que duele: la infancia que se transformará en quietud y hastío.