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Amores desgraciados

Por: Germán Sarasty Moncada*

Fecha de publicación: 01/02/2021

Podemos sentir el instante en que una vida se nos va y esto constituye algo irrecuperable, pero también podemos sentir que otra vida se nos está yendo paulatinamente en una decadencia desaforada, pero inevitable; constituye otro tipo de perdida tan dolorosa por la gradualidad con que vemos el deterioro de esa persona, camino irreversible al abismo. Esto y todas las circunstancias que acompañan ambas perdidas es lo que nos ofrece Sara Jaramillo Klinkert en su primer libro Cómo maté a mi padre.    

A propósito el manuscrito fue leído por Héctor Abad Faciolince y publicado en diciembre pasado, por su editorial Angosta.  Luego del éxito editorial al pronto agotar su primera edición, los derechos fueron adquiridos por la editorial Lumen de Penguin Random House, para una más amplia divulgación.

Sara Jaramillo Klinkert (Medellín 1979), es una periodista y comunicadora social de la Universidad Pontificia Bolivariana, quien ha sido colaboradora de los principales medios de comunicación de Colombia. Licenciada en Periodismo por la Universidad Pontificia Bolivariana, estudió el Máster de Escritura Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid, en donde comenzó a concretar su libro. Fruto de su alta capacitación, su intensa introspección, su coraje para revelar sus secretos y convencida de su vocación, nos ofrece esta conmovedora autobiografía, con el convencimiento de que con ella, al fin pudo aceptar la realidad, y darle paz a su espíritu con el entierro definitivo de su padre y la comprensión de su hermano.

Comienza con la edad de completa calma, viviendo en una finca un poco lejos de la ciudad, con su mamá, su papá, Santi su hermano mayor y los trillizos, quienes constituyen una familia numerosa, cuando ya no se usaba, pero fue por el alumbramiento del trío. El contacto con la naturaleza, los juegos al aire libre, el cohabitar con todo tipo de animales, les fue forjando no solo un espíritu de libertad, sino la capacidad de afrontar desafíos. El canto de los pájaros los despertaban, el sonido de la quebrada y  el croar de las ranas los arrullaban. El crecer de los árboles y las cosechas de las frutas les marcaban el tiempo, era toda una arcadia feliz, la cual fue marco del amor especial que desarrolló su padre por ella.

Aunque cada uno de los pequeños demandaba su atención y afecto, obviamente ella por ser la niña de la casa, despertaba por su perspicacia, su dedicación al hogar y a sus hermanos, un amor especial en su padre quien la consideraba la niña de sus ojos, así era como ella lo percibía. A veces se quedaba mirándome como si no hubiera en el mundo nada más qué mirar y yo me perdía en sus ojos y en su risa y en sus muecas, sin saber que me pasaría el resto de la vida evocándolas para que no se me olvidaran.

Para ella por su parte su padre era ni más ni menos que su héroe, su protector, su cómplice de travesuras; nunca olvidaría cuando la llevó a la cueva de los conejos silvestres, y al hacerle meter su manita entre una abertura, tocar la piel peludita de sus crías, que su mamá no toleraba en casa, pues acabarían con sus matas de flores. Para entenderse les bastaba mirarse, o un gesto imperceptible para los demás, ese era su secreto. Aunque teníamos mayordomo, a él le encantaba llegar de la oficina y ponerse a podar la grama, abonar los arboles, coger las frutas maduras y arrancar las malas hierbas. Yo, a veces, le ayudaba, no es que me preocuparan las malas hierbas, sino que era mi excusa para pasar toda la tarde a su lado.

Todo esta alegría y regocijo, que parecía inacabable, se vino al piso como un castillo de naipes que se desbarata, de una manera tan inesperada como trágica, con el asesinato de su padre, cuando ella tenía once años y ni siquiera había pensado en crecer. Cuando se enteró deseó que todo fuera una mala pesadilla de la que uno se despierta congestionado, pero aliviado y al ver a sus hermanitos, surgió la negación. Vi a los trillizos jugando en uno de los cuartos y desee ser tan pequeña como ellos para no tener que entender lo que estaba pasando…  Aquella tarde, una parte de mí se fue al abismo, murió para poder acompañar a mi padre en ese viaje sin retorno.

Ese golpe fatal genera tanta angustia, tanta incertidumbre y tanta desesperanza, que se pierde el centro de gravedad, la razón de existir y el mundo parece llegar a su fin, pues sin quien la acoja, la proteja y la quiera como su padre, ya no hay razón para continuar, y a esa temprana edad, en la que la maldad no tenía ni remota existencia, esa pérdida irreparable, es todo un trastorno mental, muy difícil de asimilar. Cuando alguien se muere, uno tiende  aferrarse a los recuerdos, a unir los retazos. Es una lucha constante contra el olvido, a sabiendas de que no hay manera de ganarle… Uno no acepta la ausencia, pero termina por acostumbrarse a ella. Con el tiempo, mi padre fue una sombra, un fantasma, un nombre y luego nada más que un recuerdo… Uno quiere estar solo y abrazarse a su dolor. Familiarizarse con él. Hacerse a la idea de que estará dentro de uno durante toda la vida.

Pero, la vida debe seguir, los años van pasando, los nuevos sentimientos y conocimientos comienzan a llenar los vacíos y las ausencias, y nuevas perspectivas, inquietudes y problemas van copando la cotidianidad. Sostener un hogar con cinco hijos, cada vez más demandantes, y mantener todo bajo control constituye una carga muy difícil de llevar solo por su mamá, así que Sara, nunca supo cómo, llegó a constituirse en una madre para sus hermanos y estos en los hijos que nunca tuvo.

Siempre se piensa que lo peor ha pasado, sin saber que nuevos peligros acechan, y lo más grave, sin estar preparados para afrontarlos. Fue lo que sucedió con Pablo uno de los trillizos, el que más se parecía a su padre y quien además de inteligente, brillaba por sus raciocinios y argumentaciones; hubiera sido excelente abogado como su papá.… era capaz de traspasar la línea que separa a la valentía de la temeridad y cuando esa línea se cruza no hay manera de devolverse. Al estado de temeridad no se llega de manera improvisada.

La degradación empieza con el primer pitazo y de allí al abismo, solo hay instantes. Siempre se piensa que no se puede caer más bajo, y resulta que si es posible. Cuando la adicción recién asoma, nadie puede saber el juego macabro que se despliega… No hay reglas claras y, si las hubiera, nadie podría hacerlas respetar, porque la única condición del adicto es no respetar ninguna regla. Y todos alrededor terminan afectados, así no estén jugando.

Varios años pasaron como con el papá, al no querer aceptar su ausencia, ahora no querían aceptar la decadencia de su hermano, como si nada estuviera pasando y lo que estaba pasando era, todo. Pasó algunas noches lejos de mí, en la estación de policía. Otras, en cambio, lo oí llorar y él a mí…  Al cabo de los años me cansé. Di por perdida la batalla. Un día le dije que no me iba a sorprender cuando llamaran a decir que habían encontrado su cuerpo en una cuneta al pie de la carretera. Un día llamaron a decir que habían encontrado su cuerpo en una cuneta al pie de la carretera. Y no me sorprendí.

Definitivamente, cómo duele crecer, los recuerdos duelen porque nos retrotraen a momentos en que fuimos muy felices, en que no existía sino el presente, nos alejamos cuando crecemos y añoramos lo perdido con el paso de los años. Suena cruel pero real: Nos tomó diez años vender la casa en la que vivimos juntos hasta que dejamos de soportarnos. Ahora que lo pienso bien, poco a poco, fuimos huyendo de ella cuando la convivencia se torno imposible. Por eso es que no podemos aplazar los goces, los encuentros, la compañía, la felicidad es volátil etérea, y cuando menos pensamos ya no la podemos disfrutar.

La tristeza retorna con los recuerdos que aun conservamos y añoramos épocas felices; a Sara se le acentuaron sus pérdidas el día que entregó la casa. Y entre tristes sollozos, no creyó oír, sino que oyó de nuevo las risas infantiles en el patio, el canto de los pájaros, las protestas de su madre por las peleas entre ellos, la música de las fiestas, las canciones que entonaban, al igual que la voz de su padre, que ya creía olvidado.

El amor es el mejor antídoto para el dolor y este le llegó a Sara en el lugar y el momento menos esperado, así como es el amor, al aceptarlo y tras una introspección, así lo sintió: Él me devolvió algo que había quedado enterrado junto al cuerpo de mi padre: a su lado sentí seguridad, sentí abrigo, sentí que nada podía pasarme, por él pude ponerle nombre al sentimiento que me venía acompañando desde los once años. Se llama desamparo y ocurre con la ausencia trágica del padre…

Hablar con uno mismo, aceptar la muerte que hizo esfumar los sueños. Admitir la ausencia de  aquello que a uno le han arrancado a la fuerza y que no se va a recuperar jamás, fue el fruto de una semana de aislamiento total del mundo y le sirvió como catarsis, para poder encontrar la paz interior y la comprensión de los otros.

*Profesional en Filosofía y Letras Universidad de Caldas.

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