Volver

La muerte de las manos humanas

Por: Jorge Santander Arias

Fecha de publicación: 31/03/2024

El 10 de marzo de 2024 se cumplieron 100 años del nacimiento del periodista, cronista, ensayista y poeta manizaleño Jorge Santander Arias. Fue Jefe de Redacción, columnista y Subdirector del diario La Patria, cargo que ocupaba en el momento de su muerte, profesor de historia del arte durante muchos años en la Universidad de Caldas, institución donde se le confirió en el año 1974 el título Honoris Causa en Filosofía y Letras.

A su obra se refiere el escritor Orlando Mejía Rivera en el prólogo del libro Subrayados que se espera edite la Universidad de Caldas este año cuando también se cumplen, el 18 de septiembre, 50 años de su fallecimiento.

Subrayados ha sido extraído, otra vez, del baúl de su padre por su hija María Virginia Santander y espera que nuevos lectores descubran lo que las antiguas generaciones no fueron capaces de ver: una obra de calidad literaria indiscutible, que es múltiples libros en uno solo, una especie de holograma de los poemas, ensayos y novelas que no publicó su autor en la vida y se encuentran in nuce aquí. Subrayados merece lectores atentos y ellos encontrarán a cambio golosinas intelectuales y vitales que perdurarán en su gusto literario y agregará otra capa geológica a la tradición cultural de la ciudad. Por último, me atrevo a plantear que en la historia del periodismo colombiano la columna de Jorge Santander Arias fue una de las primeras de Semiótica Cultural que tuvo el país. Esto solo bastaría para que esta obra cobrara vigencia y actualidad”.

La siguiente es la crónica que abre el libro Subrayados, precisamente el nombre de la columna que mantuvo en La Patria durante un largo tiempo.

I

La muerte de las manos humanas, piezas de museo. Para el amor, para el adiós, para la oración. Apología y vituperio de las manos.

Siento misericordia, congoja, nostalgia, por el destino de las manos humanas, enfrentadas a un definitivo proceso de insubsistencia, de decadencia laboral, de parásita inutilidad. Pobres manos del hombre que, dentro de poco, merced al acaecimiento irresistible de la técnica, ya no servirán más que para faenas tan inútiles como acariciar en la media hora del amor la carne adorada, saludar, o tal vez, unirlas en atrición para orar por el destino del resto del cuerpo, que quizá, dentro de poco, tampoco tendrá razón de ser….

La herramienta mató la mano, así como el libro mató la catedral y la catedral el abstracto pensamiento de los hombres sagaces. Un registro inmenso, gigantesco de aparatos subsidiarios, hace inútil la labor de las manos. Ya no son precisas para nada, fuera de las mencionadas y poéticas actividades que, tal vez encontrarán subsidios diferentes para aflorar, buscar, tergiversar y eclosionar. Pero esa extremidad, tantas veces confundida con una flor, con un pañuelo, con cinco lágrimas surgiendo de un párpado inmenso, será ya pieza de museo, guante inerte, colgante sin oficio, caldo sobre el cuerpo del cual fue indicativo, sin porvenir, sin esperanza, sin fugitivo ímpetu, definitivamente extinta. Pobres manos humanas que desde el principio del mundo constituyeron la gran curiosidad de los hombres, la sinigual herramienta que ayudó a conquistar al universo, al cuerpo gemelo, las distancias, la escritura, las primeras y últimas apetencias artísticas. Las que descubrieron el fuego y el agua, las que recamaron de cuidados la piel tribeña, hosca, sucia, correosa. Las que intentaron todos los milagros del amor y del odio. Las que supieron matar y perdonar, bendecir y despedir. Pobres manos humanas, sacrificadas inútilmente, lacias, temblorosas, artísticamente petrificadas.

La invención de máquinas que sustituyen todas las normales actividades de las manos humanas, acabará, dentro de pocos siglos, con todas las actividades contingentes de éstas. Mientras, se necesitarán para fabricar esas industrias que habrán de desplazarlas. Máquinas de escribir, de afeitar, de moler, de sembrar, de peinar, de volar, de pintar, de imprimir, de levantar, de caer, de subir, de cocinar, de recolectar, de arar, de distribuir, de seleccionar. Para las manos, solo botones que reducen, que reducirán su vigor, y su iniciativa. Y pronto, en vez de botones, una simple orden oral, una elocución, que, por medio de vibraciones conmoverá el mundo, abrirá la ventana a la vorágine, al ruido insistente de miríadas de tornillos y de gases, que hará posible la guerra, la conquista de nuevos mundos, el entierro definitivo de todas las esperanzas sencillas.

Y para las manos que: el amor, el saludo, la oración cuando la mano izquierda quiera saber lo que hace la derecha. Nada más. Actividades de jubilado, de impotente, de ser al borde de la ataraxia, casi de la parálisis, de la ataxia locomotriz. Pobres manos fugitivas que crearon el mundo sucedáneo, que supieron roturar la tierra y tocar el piano, conmover los espacios, fijar sobre el papel las grandes puntualizaciones universales, alimentarse y alimentar, caer sobre el regazo de la tierra, o levantar sobre el pavés al más grande, sobre el lecho a la más hermosa.  Pobres manos humanas, definitivamente proscritas, caídas sobre la base del cosmos, legendariamente ausentes de todo lo presente.

El hombre ha sido infiel a la concomitancia adicta de sus manos perdidas. Las ha dejado atrás en su camino de sueños y de frustraciones, ha caído, sin ellas, en la trampa de lo exacto, de lo demostrable, en la honda encrucijada de lo experimental, de lo fríamente empírico. Dejó atrás sus manos, lacias cortadas, que durante miles y miles de siglos tuvieron siempre la iniciativa poética, el lírico estremecimiento del viaje hacia lo desconocido.

Alguien, alguien muy grande, debería cantar a las manos del hombre, antes de que haya que cortarlas y meterlas en una vitrina, entre algodones, para asombro de los mortales de dentro de un millón de años. Alguien muy grande, muy poético, muy amoroso debería describir, para los próximos milenios ardientes e insistentes, la perdida virtud de las manos de los hombres, claves para la vida y para la muerte. Alguien debería describir su aurora, su apogeo, y su ocaso, decir de su fuerza, de una imantada fiereza, de su tacto, de su lascivia, de su odio y de su consumación, de su gesto de su arrogancia, de su castigo y de su muerte. Sobre todo de la muerte de esas manos inútiles, cargadas de pecados y de sueños. De caricias y de adioses. De estas manos que supieron el misterio de la vida y lo olvidaron, que no supieron abrirse en amor, cerrarse en unión, elevarse a los cielos para pedir el gran seguro de esperanza.