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Xenopaisajes: arte, tecnología y fragilidad

Por: Andrea Ospina Santamaría *

Fecha de publicación: 30/05/2023

Durante 2021 tuve la oportunidad de acompañar el Quehacer Cultural cubriendo el Festival de la Imagen de forma virtual, una experiencia tan extraña como enriquecedora en uno de los años más confusos de nuestra historia reciente. Hoy vuelvo a esta tarea en torno a la XXII versión: Xenopaisajes, una ocasión que me enfrenta a la escritura con decisiones aún más rápidas por la presencialidad. Así que, de partida, los textos que inician hoy no esperan dar cuenta de toda la calidad o las problemáticas del evento, ni tampoco son una crítica. Son un espacio de opinión ligera y de relaciones azarosas sobre mi experiencia.

Sólo empezar a indagar en el término xenopaisajes (tarea bastante difícil) ya da un panorama de las intenciones del festival: el prefijo que se remite a lo extraño, a lo extranjero. Paisajes particulares en medio de transformaciones digitales y medioambientales que están ligadas a las intenciones de cambio sociocultural, en especial a la necesidad de regenerar nuestros ecosistemas cercanos, nuestros entornos de supervivencia. Estos espacios, a su vez, son puntos de enunciación para la creación, es decir, permiten situarnos en lo local ante problemáticas globales y urgentes.

Cada evento cultural es un intento titánico de seguir planteando espacios de diálogo y de cuestionamiento constante. Leyendo estas premisas inicio esta semana con muchas preguntas ¿Dónde estaría situada la diversidad desde otras tecnologías más allá del discurso de las IA que reina actualmente? ¿Cómo entendemos el compartir desde la sensorialidad que extralimita lo oral y lo académico? ¿Cómo construimos investigación en términos no centralizados? ¿Dónde quedan las interacciones con los proyectos locales?  No espero resolverlas, pero empecemos por pequeños detalles.

Sin duda el primer día del festival mostró el intercambio entre áreas del conocimiento presente en las experiencias y que no es tan usual en nuestra ciudad. Es muy evidente la presencia de ingenieros, desarrolladores, programadores, inteligencias artificiales, entre otros quehaceres relacionados con la ciencia y la tecnología: son mencionados en las conferencias, citados como parte de los procesos de creación colaborativa y enfatizados incluso en las descripciones de las piezas.

Esto me hace pensar cómo se han expandido los horizontes disciplinares. Hoy estamos tan asustados e impactados por el desarrollo de las inteligencias artificiales que nos cuesta ver un lado histórico en estas relaciones. Escuchar a Christa Sommerer planteando debates de la interactividad digital y la inteligencia artificial desde 1994 es sorprendente. Da una perspectiva sobre cómo hemos llegado a este punto, cómo la tecnología ha cambiado, pero también cuáles preguntas siguen siendo similares. No me refiero solamente a la interacción del humano con su entorno o con los pequeños seres que lo habitan, sino además a las posibilidades de la obra en sí misma: la capacidad del espectador de activar las piezas y modificarlas, de hacer que seamos parte de ese sistema vivo (como ella lo nombra) con nuestro propio cuerpo y decisiones; o la dificultad de lo digital de perdurar en el tiempo aún con su capacidad de aprender en torno a algoritmos internos. La pregunta por cómo nos relacionamos con la tecnología y qué posibilidades nos brinda sigue presente.

La tecnología aquí tiene un doble juego: amplía nuestros sentidos a un plano no imaginado, pero también denota la fragilidad tanto humana como tecnológica. Es curioso ver cómo las diferentes piezas de la exposición presente en el Museo de Arte de Caldas se acercan a la inteligencia artificial ya no como un objeto para ser utilizado sino como un ser que ponemos en diálogo, que nos desplaza del poder pero, al mismo tiempo, sigue dependiendo de nuestras órdenes. El trabajo colectivo está presente en todas partes: colectivos humanos y también no humanos se entremezclan en el proceso, se complementan. También la participación del otro es permanente, ya sea desde su interacción con las piezas, los espacios inmersivos o las preguntas directas que nos plantean. Procesos donde las preguntas no están en torno al uso sino a las sensaciones y relaciones más íntimas con lo que nos rodea.

Para ejemplificar un poco estas relaciones de fragilidad, entre todas las personas que fueron a la inauguración y algunas dificultades museográficas para comprender las piezas, me gustaría resaltar una obra que llamó mucho mi atención: la obra Video Field Guide to Algorithmic Gardening por Studio McMullen Winkler. Un pequeño robot, que ya utilizamos como sociedad para usos médicos y bélicos, es entrenado para cortar malezas, las instrucciones mencionadas en el video están descritas junto a la obra. ¿Cómo definimos qué es una maleza? Es un concepto altamente cultural y singular de quienes cuidan las plantas, un concepto debatido constantemente porque se gesta en la idea de qué impide que la ciudad crezca de forma limpia y ordenada. ¿Qué está pasando cuando este tipo de relatividades de lo natural son manejadas por un algoritmo? ¿Hasta dónde se puede llegar con este tipo de intervención de lo tecnológico? ¿Qué implica la tecnología en estas tareas de cuidado y rutina? Un gesto simple para un mensaje concreto: hoy, la tecnología nos obliga a repensar la naturaleza y las relaciones que tenemos con ella como cultura más allá de una objetividad científica que desde hace mucho ha sido reevaluada. En esta y otras obras la tecnología no se utiliza como un atractivo más, sino que es repensada en torno a los alcances sensibles y culturales, específicamente ante la fragilidad de un ser vivo que ya ha sido previamente etiquetado como una planta, un insecto o, porque no, un humano.

Fotograma extraído de https://www.youtube.com/watch?v=UUkfk-hVWbY&ab_channel=FabianWinkler

* Museóloga y docente.