Recuerdos

Las vacaciones de diciembre las pasaba en la finca de tierra fría El Retiro, donde vivía mi tío con su esposa y sus siete hijos; en el lugar más lejano de la casa nacía el Rio Blanco, tierra que posteriormente compró el municipio de Manizales para proteger la reserva que surte de agua a Manizales.

Esta finca de legua y media decían los mayores, tenía cinco casas más pequeñas distribuidas en diferentes lugares. A la más distante llamada La Montaña fuimos de paseo, nos mostraron las huellas de los osos de anteojos, décadas después conocí a Chucho y a Clarita, majestuosos y bellos animales, también había ciervos que pude ver varias veces, más abajo al sol de la tarde.

La casa de El Retiro era construida en “L”, parada en altas columnas de madera con chambranas y amplios corredores. Estaba el ordeño y los nidos de las gallinas, alguna de ellas se perdió y apareció con cuatro o cinco amarillos y piantes pollitos. Desde allí se escuchaba el murmullo del Rio Blanco y en invierno el atronador ruido del caudal, el cual se llevó el puente, un fuerte tronco con  barandas muy firmes. Un poco más abajo podían pasar las personas a caballo, los bueyes y las mulas, con sus cargas de carbón, moras, papas, queso, mantequilla, leche, recorrido que hacían dos veces por semana, los martes y jueves.

El Rio Blanco bullicioso y bullangero, por lo corrientoso y lo encajonado, con bellas espumas como encajes color marfil o blanco que cubrían las piedras;  las plantas frescas y verdes en sus riveras formaban un esplendoroso paisaje. Conocí la construcción del acueducto y pude escuchar el estruendo de un derrumbe que dejó al aire y a gran altura un trecho de la infraestructura.

Cerca de la casa la tierra era ondulada con mangas muy verdes, un pequeño bosque en medio del cual corría una quebrada, los morales albergaban los nidos de los afrecheros y cuando estos no estaban,  mi prima y yo mirábamos los nidos con sus  huevos grises y verdes, de pronto encontrábamos una cabezota pelada, con ojos cerrados y picos que emitían sonidos todo el tiempo, bien abiertos esperando la comida que traían sus padres. Seguíamos visitándolos y disfrutando del proceso de crecimiento, el cual rebasaba nuestra imaginación, hasta que un día no estaban más, solo el nido vacío. Las mirlas de picos y patas amarillas cantaban desde las alambradas de púas que dividían los potreros.

Íbamos a unas especies de derrumbes ya recuperados donde se erigían torres en forma de minaretes pequeños,  piedrecillas brillantes en sus techos: eran nuestras ciudades de fantasía que ilustraban los cuentos que leíamos o soñábamos deslumbradas por su brillo cuando recibían el sol.

Mis primas mayores tenían libros de Historia Patria y con barro formábamos generales con casacas bordadas que decorábamos con helechos y florecitas. En frente de la entrada principal de la casa había un barranquito y allí organizamos la vivienda para las muñecas, con sala donde no faltaban pequeños floreros con sus flores silvestres.

Para navidad,  desde el 10 de diciembre en adelante, comenzaba a bajar la lluvia y salían las flores amarillas de unos arbolitos que llamaban navidad, señal de la llegada del verano de diciembre, enero y febrero, e iniciábamos las excursiones a traer musgo oloroso y verde, chamizos para hacer un pesebre en el que los patos eran más grandes que el espejo que hacia de lago, el gallo era descomunal frente al techo de dos aguas donde iba a nacer el niño Dios. Arreglos de ternura, de extasiarse con esa maravilla de olor a bosque fresco.

Como se producía carbón, trabajo para hombres,  en la quema se usaban pesadas ruanas, ya que esta labor requería veinticuatro horas de vigilancia. Durante varios días cortaban los árboles, el carbón o la leña era el combustible para cocinar en la ciudad y obviamente en el campo, tierra generosa siempre con sus bosques y sus aguas.  En ese momento algunos países usaban carbón mineral, porque lo tenían. En Colombia no nos imaginábamos El Cerrejón ni en sueños, me salí de la narración ¿Cómo era la quema para sacar carbón? Hacían un gran hueco circular no muy profundo, en el centro clavaban una estaca y formando una pirámide iban apilados los troncos que ya tenían dispuestos hasta llegar al límite donde habían cavado, cubrían con tierra pisada e introducían fuego por el hueco que quedaba después de retirar el palo que estaba en el centro, en el cual se habían recostado los otros para formar la pirámide. Se vigilaba que no entrara aire, y permitiera la combustión que transformaba la madera en carbón, si comenzaba a salir humo por cualquier lado se tapaba con más tierra, por eso velaban noche y día dos o más trabajadores. Cuando estaba apagado y frio lo empacaban en costales y lo traían al pueblo a las carbonerías, establecimientos donde lo vendían a todas las casas, desde las más pudientes hasta las más humildes.

Con nuestras primas mayores en las noches de luna llena pasábamos por los rumorosos maizales y el claro de la luna sobre el camino hacia el aire transparente como una copa de cristal.

*Escritora y Poeta.