Reflejos de luna

Haikus en el corazón

Este libro, más que ningún otro, me ha recordado la autenticidad de la frase de John Lennon: “La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás empeñado en hacer otros planes”. En medio de un erudito ensayo que estaba trabajando acerca de los fundamentos éticos en los enfermos con demencia de Alzheimer, irrumpieron en mi conciencia, con la contundencia de un rayo, una imagen y un olor. La imagen: un vagabundo vestido con harapos, de cara arrugada y borrosa, cubierto con un sombrero de paja deshilachada. El olor: el inconfundible aroma del eucalipto de mi infancia. Luego regresé a mi casa. No me interesan ahora las explicaciones: arquetipo junguiano e imaginación activa, o memoria proustiana, o tormenta de endorfinas cerebrales. Lo cierto es que me volví a conectar con mis primeros cinco años de vida, que se encontraban ya sepultado en el osario de los olvidos.

Los años de campo, atardeceres, insectos, leche recién ordeñada, la luna de la sabana, las gallinas, mis perros, mi caballo Palomo, el bosque de eucaliptos, el chivo Fidel, las sensaciones de la lluvia, el calor, el frío, la neblina, el sabor de las moritas de Castilla, las grosellas, las mandarinas, las nubes que miraba durante horas acostado boca arriba en el prado mojado por el rocío de la madrugada. Cincuenta años de ser un animal urbano al parecer no me quitaron ese maravilloso regalo de haber conocido la naturaleza, de sentirme parte de esa tierra y esos cielos, en una finca de la sabana, cercana al pueblito de Cota, que en ese tiempo todavía era rural y remoto.

¿Cómo expresar ese mundo recuperado por los caprichos del inconsciente? Tampoco tuve que pensarlo. La forma era la del haiku. He sido desde la adolescencia lector de sus grandes maestros japoneses: Basho, Issa, Buson, Shiki, Ryokan, Kikaku, Ryota, Kusatao, Onitsura. También me he impregnado de los fundamentos filosóficos que encarnan con los Ensayos sobre budismo zen de Suzuki y de los estéticos por los textos pioneros de Octavio Paz. Mi admiración por esto quedó plasmada en mi ensayo El espíritu de Basho (2009). Sin embargo, una cosa es la reflexión y el placer del lector acerca del haiku y otra intentar escribirlos, con el profundo respeto que merecen. Acá debo mencionar el nombre de mi amigo Umbero Senegal, gran poeta orientalista e iniciado zen, a quien conocí a mediados de los años ochenta del siglo pasado, y en ese primer encuentro me regaló su poemario de haikus titulado Pundarika (poemas zen, 1981).

Era una tarde calurosa, en su casa de Calarcá, en medio de su selecta biblioteca, heredada de su padre, y que luego sería incendiada, para que el acto equiparara al poeta Senegal con el personaje Kien, protagonista de la novela Auto de fé de Elías Canetti. Con él comprendí, en ese momento, que los haikus no se buscaban, ni se intentaban atrapar, sino que ellos llegarían o no, de manera inesperada, a quien, tal vez, terminaría por merecerlos cuando hubiera renunciado a la posibilidad de hacerlos. Los haikus no eran criaturas de la inteligencia, ni de la erudición, ni de la voluntad. En la dedicatoria de su poemario titulado Ventana al Nirvana (1993) me escribió: “Para quien ha descubierto, en medio de su profesión, que la poesía y el haiku caminan sin prisa por la cotidianidad del mundo”. Un año después, en la dedicatoria del ejemplar de la Antología del haiku latinoamericano (1993) que me regaló puso: “Estas palabras, esta poesía, para que nos conduzca al maravilloso vacío de lo absoluto. Y poder ¡ver!”

Quizás no lo merezca, pero con ese vagabundo oliendo a eucaliptos han llegado los haikus a mi corazón y han brotado las palabras desde muy adentro, las escucho dormido y despierto, saltan a mi mente como lubinas plateadas, que se escapan de las aguas del Leteo mitológico. Claro, ante la aparente abundancia de los panes y del vino, he tratado de sosegarme y obligarme a respetar unas delimitaciones externas: conservar la estricta estructura clásica (17 sílabas en tres versos de 5, 7 y 5), proscribir mi “yo” de los poemas, atreverme a dialogar con los maestros de antaño porque la luna o el sauce son atemporales y para el espíritu de la naturaleza no existen las naciones, ni las lenguas, ni la historia, ni el nombre de los hombres. Por supuesto, este atrevimiento no tiene que ver con que los haikus sean buenos o malos: No lo sé. Lo único cierto es que son los “míos” y los esperé durante décadas y cuando desistí de su presencia llegaron como los chubascos de noviembre a mi conciencia. Que un solitario lector sonría o sienta en las entrañas uno solo de mis haikus será suficiente para mí. Así como me es suficiente ya amanecer vivo, estirar las piernas y leer lo que amo hasta que la luna llena de mi ciudad aparece en las laderas de Chipre y luego me duermo plácido, entre las piernas de Mercedes.

¿Qué tejes araña

en el oscuro cuarto

de los deseos?

*Bogotá 1961. Escritor. Médico Internista. Historiador de la medicina. Profesor titular de la Universidad de Caldas.

Reflejos de Luna es su primer libro de poesía. Primera edición. Poesía Letra a Letra