Viaje al fondo de otra ciudad

Se cumplieron, el pasado 8 de marzo, los 10 años del fallecimiento del insigne escritor, poeta, fotógrafo, pintor, director de teatro, actor, dramaturgo, nacido en Manizales, Oscar Jurado (1944-2011). Cofundador del periódico Quehacer Cultural hace 35 años, en su homenaje transcribimos este cuento-crónica (creemos inédito) que nos entregó algún día de nuestras vidas, escrito a máquina y corregido de su puño y letra. Una muestra de su extraordinaria capacidad para escribir, para fabular, para poetizar, para revelar y poner en escena nuestras realidades.

Como en las historias de los agonizantes que deshacen sus pasos y la película de sus días pasa como un auto a 280 kilómetros por hora, salgo a recorrer la ciudad.
Y no sé por qué pienso en ti ahora,
cuando la recorro como si me estuviera recorriendo a mí mismo, caminando sobre mi propia piel semejante a un viejo cuero de vaca extendido al sol y al agua.

No sé por qué pienso en ti ahora cuando de los cafetines y cantinas brotan vómitos de cerveza y música que me dejan un ácido sabor trasnochado revoloteando en el cuerpo.
Pero sigo pensando en ti.

Las luces danzan un triste juego sobre las calles leprosas.

Cigüeñas sonámbulas,
las putitas de veinte pesos suben sus faldas más arriba de la rodilla y apoyan su pie izquierdo sobre la pared cansada de sostener tantos sueños de manta de retazos, catre y mantel de plástico a cuadritos.

Abrazadas, sosteniéndose la una a la otra, dos sombras ascienden la quejumbrosa escalera del hotelucho para untarse mutuamente de soledad sobre una amarillenta colcha de crochet. Desde la pared del fondo y con cara de impotencia, la imagen de la virgen las mira como a dos condenados.

Plaza de mercado, abasto, galería, galemba, callejuela, recoveco, ajadas hojas de lechuga
tomates con los vientres reventados,
pálidas naranjas exprimidas haciéndole muecas a la luna.
Chilguetes de aceite rancio,
regueros de orines, sirope, forcha, caldo, chicha, guarapo, aguasangre, sangre, jugos de tomate, mora, maracuyá donde navega el olor a pescado podrido.

Fruta, grano, carne, legumbres y plátanos, plátanos, plátanos, plátanos, plátanos.
verdes, maduros, pintones,
plátanos, plátanos, plátanos,
tirados en el suelo, amontonados sobre los camiones, colgados de los camperos, horqueteados en los esqueletos de las carretillas, clavados sobre las espaldas de los cargadores
plátanos, plátanos, plátanos,
verdes, maduros, pintones.

El ciego tembleque extrae billetes mugrosos y arrugados de todos los bolsillos y los cuenta como si los devorara con los dedos, luego mete la mano por entre las piernas de la niña de nueve años que le ilumina el camino con sus ojos espantados.

El herido sale trastabillando del café, refleja su mueca de dolor en el espejo del asfalto y cae tratando de detener la vida que se le escapa en el pantano de sangre.

Un tango encandilado rueda por el empedrado, hace gestos incomprensibles, araña el vacío con sus uñas de sangre, deja un zapato olvidado en la mitad de la calle y se pierde en las bohemias ojeras de la noche.

Un anciano pederasta que se esconde tras la máscara de sí mismo acaricia tristemente su pequeño bastón cuando cruza el hamponcito caradeángel moviendo rítmico y desparpajado las alas de sus tenis.

El aguarillo compone un largo lamento de milonga en la garganta del hombre solitario que se sonríe de su propia tristeza.

En el torrente de la lluvia que se descuelga por las calles empinadas navegan los sueños de la ciudad alta de altos edificios que fornican con las nubes.
Saint Laurent, Cardin, Azaro, Ungaro, de la Renta, etiquetas, bolsas de plástico, retazos, cajitas, frasquitos, pequeños cadáveres embalsamados de Elizabeth Arden
Coco Chanel hace un alto sobre la pequeña isla de una podrida hoja de lechuga.

Pupi Fashions, Saint Rachel, Triunf, Saint Michel,
diminutos barcos tristes de seda, tul y encaje que dejaron su suave cargamento de voluptuosidad y perfume sobre alguna piel ajada que se consume en la soledad de un cuarto como la llama de una vela.

Extraviado en la maraña de la lluvia y envuelto en el roído abrigo gris-oscuro de las tres de la mañana asciendo hasta el lomo de la ciudad.

Un viejo perro sueña un viejo sueño de perro mientras camina a mi lado.

Carrera veintitrés, gastada espina dorsal de este triste animal echado entre la niebla sin señales de vida,
tigre dormido en cuyas entrañas delira y se retuerce todo un universo clandestino.

Carrera veintitrés, oscuro y triste río donde todos los días, todas las noches a las mismas horas naufragan, lentas y resignadas, como víctimas de un extraño rito, las mismas sombras desvanecidas, las mismas tiesas máscaras que se volvieron grises esperando un carnaval que nunca fue.

Carrera veintitrés, amarga procesión de ausentes bajo guiñadoras luces multicolores que acostadas sobre el asfalto húmedo semejan un cabaret subterráneo que los incita a entrar.

Rígidas y tentadoras muñecas de piel pálida me invitan a danzar en sus pistas de algodón perfumado iluminadas por ensoñadoras luces de neón.

El caminante solitario rastrilla sus zapatos sobre la acera, siente el rasgarse de lluvia a su alrededor y se esconde en el último rincón de sí mismo.

Una mujer, igual a un maniquí tentador escapado de alguna vitrina, no me invita a danzar, sino que aborda apresuradamente un taxi.

La vibración intensa de una noche, el encantamiento de la ilusión, el anhelado encuentro con lo desconocido, ha terminado. Mañana su piel aún conservará un efímero olor dulce que se irá con el baño y su corazón un agrio sabor de culpa que no desaparecerá con el Chanel número cinco.

Insomnes mujeres desnudas, ávidas y rutilantes mariposas de colección, aletean solitarias en sus lechos de frío satín y copulan hasta el delirio con los fantasmas del aire.

Hombres solos, aprisionados entre las cuatro paredes de un cuarto con olor a ropa sucia, sobras de café, colillas de cigarrillo, restos de aguardiente, imaginarias ávidas mariposas revoloteando a su alrededor reclinan su sexo atormentado y extienden su piel por los rincones buscando el aroma de otras pieles.

Bueyes vencidos sobre la pulida y verde pradera de sus ilusiones, cuatro hombres que parecen no tener más apoyo en la vida que los cuatro palos torneados con punta de cielo imposible depositan, por un segundo, todo el peso de su destino en el triste tras tras de las tres bolas que ruedan fatigadas a las tres de la mañana.

Y yo, no sé por qué, pienso de nuevo en ti mientras tantaleo en esta selva de vidrio derretido deshaciendo mis pasos.
Pienso en ti,
y pienso también en todos aquellos sonámbulos que, como yo, entre bostezo y bostezo, se llenaban de niebla los bolsillos y engullían el sandwiche de la noche.
En los que amanecían ateridos abrazados a un taco sobre una mesa de billar.

En los que con la herida del aguardiente aun sangrándoles en la garganta cantaban “uno busca de lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus anchas”.

En los que se echaron la mochila al hombro porque no soportaban esta mierda que se llevaron la veintitrés en los zapatos y hoy la instalan en París, mañana en Amsterdam, después en Estocolmo, o en Berlín para poder seguir siendo ellos, con sus gestos, sus angustias, su pasado y toda la podredumbre que habían acumulado aquí.

En los Raskolnikov que cambiaron sus cuevas de hijos bobos debajo de las escaleras de la casa paterna por una aséptica y panorámica oficina despachadora de aviones en el Kennedy Airport.

En los que se desollaron las suaves y viriles manos acariciadoras de esplendorosas espaldas desnudas en La Bamba y Tico Tico, lavando platos en cualquier restaurante italiano de Nueva York.

En los que para conjurar su eterna hambre llenaron de bolsitas de coca sus estómagos y luego no fueron más que un poco de ausencia tricolor entre las blanquiverdosas paredes de los hospitales de Miami envueltos en esparadrapos y enroscadas mangueritas de plástico.

En los que amanecidos una y otra vez y otra metieron desesperadamente bencedrina en un infructuoso afán de eternizar la noche y convertir la vida en una interminable borrachera.

En los que soñaron con las infinitamente largas piernas de la gran puta de América, en ir al centro y triunfar, en Corrientes y Esmeralda, en Santa Fe y Callao, en acariciar suavemente cada piedra, cada poro de La Boca y Caminito, y los sorprendió el amanecer y una patrulla de milicos llorando al pie del Obelisco con dos termos de café a las espaldas.

En los que se suicidaron tres, cuatro, cinco o seis veces porque no soportaban la luz del día en sus retinas después de alucinadas noches inventando todos los colores del mundo.

En los que se desangraban, desfallecían de hambre o eran degollados por la tos en infectos socavones en medio de montañas de libros, tarros de nescafé y borrosas fotografías de Rimbaud y Verlaine.

Arenales, tico tico, la bamba, cachirula, la cacharro, aurelia, monpa, títere, chucho, de quienes nunca hemos podido saber si los soñamos o ellos nos soñaron a nosotros.
Nombres de doble filo.
Fantasmas habitantes de los más profundos fondos de las botellas de aguardiente, sombras interminablemente acuchilladas por el blanco puñal de leche de los amaneceres,
anochecidos magos creadores de ilusiones que nos hicieron sentir el paraíso en medio de un infierno de muchachas de sonrisas sangrientas.
“Cada día te extraño más” decía la voz gastada de la pianola y el corazón se arrugaba como en el bolsillo la vieja servilleta donde alguna vez escribieron te amo, te deseo.

Los parapetos de guaduas y chambranas cimbran cuando los invaden los movimientos epilépticos de las galladas de El Carmen y Hoyofrío. Pintas bacanas, camajanes braveros de zapatos puntudos, bota catorce, cuellito levantado y motas como hermosas nubes instaladas en la mitad de la frente para que anide el sueño de los pájaros.
Ojerosos y demacrados tirapasos de oficio, de caidalahoja y tijereta, de paso de ganso encalabrador, despertador de sentidos y alborotador, de pasiones, unas veces, y tristón y arrullador otras, como trompo dormido en la palma de la mano.
Rumberos tesos, suaves y cadenciosos, tejen casi en cámara lenta sobre la baldosa empegotada de cerveza y puchos, telarañas de arabescos y figuras imposibles donde quedan atrapadas las colegialas de chanclas de plástico y crespón de ochenta.
El desdentado marica de pelo pintado camina entre la niebla como el fantasma de lo que nunca fue.
“Carita de jazmín decime por qué” canta con voz enloquecida la vieja prostituta en un vano intento por remover el rescoldo de viejas pasiones, el recuerdo de amantes cuchilleros que le fueron dejando heridas como agujas.

Transparente como las alas del sueño, la luminosa serpiente del amanecer enroscada en su cuerpo, La Porcelana navega por la mitad de la calle en un espeso vaho de alcohol.
En un velero fantasma que todos desean pero que nadie aborda porque no se sabe hacia qué ignotas regiones del amor pobladas de cantos de sirenas puede conducirnos.
Delirio de luz, trampa del equilibrio, cómplice del aire, danza con éste un extraño ritual de ausencia y desaparece ante los ojos vidriosos de sus contempladores.

A las cinco de la mañana la calle es un largo bostezo que deja en la boca un amargo sabor a llaves viejas.

El viejo perro semejante a un viejo abrigo extraviado se echa a mi lado y esperamos que el día empiece a romper la magia de esta otra ciudad, de esta otra ciudad de opium, coca y marihuana que ahora son solo nombres de agüitas perfumadas con las que se intenta al amanecer lavar el olor de malos sueños.
La ciudad sigue ahí, entredormida, soñando objetos inútiles, y yo, no sé por qué, sigo pensando en ti.