70 años de La Galería de Manizales: El espectáculo de la vida

Las Galerías fueron las que surtieron de historias y de personajes a Manizales: en sus predios surgieron y afinaron una presencia que todavía ronda en la memoria de los viejos y, menos mal, en los renglones de las crónicas de entonces. Siguen siendo, a pesar del aparecimiento y consolidación de los supermercados, un paradigma de la convivencia. Con la misma y gustosa complacencia -aunque no con la misma solvencia- la comparten por igual los de abajo, los del medio y los de arriba. Por sus características humanas, económicas y físicas, por la múltiple y confusa amalgama de variantes culturales, ningún otro sitio de la ciudad encierra tantas mágicas venturas, aventuras y desventuras. Al frente del Sótano, el lugar de mayor arrebato comercial y humano, queda la escuela Jorge Robledo. Bajo la custodia temeraria del primo de quinto, ahí estudié el primero de primaria en 1962. Desde eso hace que las conozco.

Nunca antes un sitio me había provocado un corte tan abrupto en la percepción y asimilación de las sensaciones y de los sentimientos. Los meados y el cagajón de los caballos de las carretillas que se parqueaban alrededor, combatían su preponderancia con los irresistibles halagos del chocolate que como un mar de nieblas descendía de las chimeneas de la fábrica y se derramaba por el patio de recreo o se colaba en los salones afantasmando la realidad o borronando las manos, las miradas, los contornos. Eso, y las letanías sin cesar de maledicencias, insultos ocurrentes, apodos maliciosos, reyertas encendidas o groseras imprecaciones revueltas entre silbidos, gritos, lamentos, voceos, pitos, ladridos o relinchos, todo eso, le dio la vuelta a mi alma pueblerina, le despintó su inocencia y la alertó sobre la urgencia de cogerle el tono a la ciudad si no quería naufragar en sus tenebrosos encantamientos. Por eso las conozco. En ellas, en jornadas públicas o furtivas, triste, ebrio, enamorado o feliz, solo, en sano juicio o aburrido, para mí y para mí íntima complacencia, para mí trabajo personal o profesional, aprendí a leer en sus inefables alfabetos todos los rangos de la condición humana.

Mis primeras lecturas de libre elección y las de más ferviente emoción fueron las subrepticias que hice de revistas de aventuras que alquilaban en las zapaterías que bordeaban los muros del Sena Industrial. Al tiempo, con precio diferencial y cuando ya ostentábamos la calidad de clientes, nos atraparon con las revistas pornográficas. Las primeras dosis, para empezar, eran pequeños pecados medio destapados que uno, a lo vivo, podía ver de paso en las cantinas aledañas. En las dosis posteriores, más caras, los pecados se salían de las hojas, y del cuerpo, y a veces maltrataban la imaginación y herían la dignidad.

Con lo que Las Galerías muestran o con lo que uno ve, huele, oye, toca, pisa o siente,  es suficiente para alebrestar la fascinación. Lo que se esconde en sus noches o en sus andurriales secretos es un capítulo que pertenece por entero a la irrealidad. Sus dominios se extienden desde la avenida del Centro hasta los umbrales del barrio San Ignacio y desde La Terminal, incluido el parque Liborio, hasta el parque San José. En esas fronteras resuenan sus bullas, se escamotean sus pecados, se experimenta su dolor, conmueve su felicidad y asombra su peculiar paradigma de convivencia.

Unos por necesidad, conveniencia o por negocio, la visitan. Quizá por las mismas razones u otras más turbias, otros la habitan. Algunos la frecuentan por curiosidad. Otros, simplemente la cruzan. Nunca, por más disposiciones legales o administrativas que se tomen, Las Galerías acatan otro orden distinto al que le procura su propia cotidianidad y dinámica, sometida a fuerzas de las cuales sólo se conocen sus efectos. Hay que reconocerlo: la vigilancia ha incrementado la seguridad de día. De noche, la seguridad se resuelve con el poder que da el poder de enfrentarla con los medios que usan y abusan quienes en ella se debaten.

Lo que se ve en las calles que la conforman es un raudal de asombros. En medio del surtido que a cargazones exhiben y venden al mayor y al detal los negocios situados sobre la avenida del Centro, desde temprano se contonean, abusando de sus paisajes eróticos, una legión indiferenciada de putas, llenas por igual de esperanzas y de tedios. Viejas, jóvenes y niñas, negras inabarcables, indias, blancas y teñidas, comparten, además de su destino, un cigarrillo, un tinto, un banano, un pedazo de pan, el mismo andén o el similar alero. Son seres tristes, metidas en falditas donde no les cabe el culo o éste es un ridículo mostrario de incontenibles carnes entre el inútil oficio de tiritas de colores que luchan por que la seducción cumpla su comercial cometido. Algunas con las tetas al aire anuncian su surtido. Los fines de mes y de semana, florecen, se engalanan para el mercado. Papito, venga vamos, le hago lo que quiera, le dicen al que pasa, matándole un ojo, pavoneándose, meneándose, taconeando duro, mientras se repasan con la lengua los labios o se los chupan para incendiar las ganas del emboscado. Más nocturnos, los travestís acusan otro comportamiento. Con sus fárragos de pinturas, tinturas, perfumes y pelucas se han fugado, parece, de un cuadro de Lautrec o vienen voladas de una película de la Nueva Ola Francesa. De botas hasta las rodillas para realzar la exuberancia de los muslos empaquetados en medias de rombos. Forradas en minifaldas diminutas o en slacks imposibles, llenas de abalorios, correas, hebillas de brillantes, canutillos y lentejuelas, de pañoletas con flecos con los que juegan a entretener la vida en las esquinas mientras es propicia la hora para rodar por otras cuadras o hurgar por otros repasados destinos. Otras, sin esas extravagancias, vencidas por cualquier vicio o la miseria, desmirriadas, se plantan en las puertas de las residencias a esperar un pucho, una moneda… o un milagro. Unas más, ya olvidadas de Dios y de los hombres, duermen su desdicha en los zaguanes de los inquilinatos, en las aceras sucias de La Calle de la Penicilina o de La Laguna o resuelven su subsistencia en las tolvas de la basura. Enganchadas a la cosecha cafetera llegan otras, flotantes: negras floreadas,  exuberantes y enormes, pueblerinas arrevolveradas y tristes, campesinas hermosas y tímidas que exhiben su forastería y la juegan entre piernajes impúdicos, abigarrados tetamentos, falditas y blusas de mentiras, diademas infantiles, subidos coloretes, pícaras miradas y pecaminosas insinuaciones.

Caminar y levantar los ojos es otra aventura. Niñas y niños, como ángeles despelucados y sucios, aparecen de pronto delante de cortinas trajinadas por la mugre o detrás de los barrotes de un balcón soportando en una mano las hilachas de una muñeca o el manubrio de algo que algún día fue un triciclo. Sobre ventanas, chambranas o barandas, al sol o al viento, calzones, calzoncillos, blusas, brasieres, medias, pantalones y toallas, cobertores, sabanas o cobijas, como banderas de una patria deshecha o vencida. Adosadas a la pared, colgando de un prodigio, de las jaulas, brotan los chillidos menesterosos de los pericos o de los canarios achicharrados por el sol o de una lora desemplumada rogando su sempiterno: quiero cacao. ¿Por qué, para negar la trasparencia, de azul, blanco, rojo o de verde, pintan los vidrios de algunas casas? Rostros de ancianas enmarcados en los postigos mirando pasar la calle mientras es la hora de bajar el almuerzo, o adosada a una escoba sacándole un tiempito al destino. Mujeres empingorotadas, en grandilocuentes escotes, acodadas en las ventanas esperando un príncipe, el mozo o desvariando quimeras. Niñas apenas metiéndose en la adolescencia cargando la desnudez mugrienta, llorona y moquienta de un niño de brazos. O de hombres semidesnudos, rebajados por el sueño, aspirando con rencor un pucho y cuidando que el vallenato que suena no se acabe nunca. Ahí mismo, una mujer despelucada despabilando un grito que no alcanza a gritar porque lo ahoga con un trago largo que boga, llena de pena, a pico de botella. Infaltable, en la pared, entre fotos familiares u otros santos, el Sagrado Corazón de Jesús, serio, inmóvil, comprensivo, resignado, aguantándose la compañía armada y agresiva de Stallone o la otra de una impúdica cualquiera. Se ven caras alertas de muchachas o muchachos que esperan el trámite de un cruce o vigilan los acontecimientos de un parche.

A ras de piso la realidad juega con otras verdades. Pelotones de hombres cansados, viejos o no, echados al frente de una puerta cómplice o de una esquina libre, diciéndose fantasías, nostalgias o recuerdos al amparo de tragos inverosímiles. Son seres que la mugre o la barba les ha tachado el rostro o les ha trasmutado el gesto. Se ríen a carcajadas para burlarse de la tragedia. La miseria, la soledad y el vicio les han borrado la fe y apenas les han dejado un rescoldo de esperanza que, como un cocuyo, les ilumina la mirada. La única suerte que los socorre es la incondicional solidaridad de sus amigos de viaje. Pero son amigos que si tienen que anclar en otro puerto o montarse en otro barco, no guardan ningún empacho para dejar a su suerte al que se quedó dormido. Al fin y al cabo lo único que poseen, la vida, la tratan como un estorbo.

Trashumantes sin origen ni destino, deshilachados por fuera y por dentro. Como insignias de guerra algunos ostentan sus lesiones, sus heridas recientes o lejanas, sangrantes o parchadas con hilachas. Lelos o sonámbulos, borrachos o trastornados por los efectos del alcohol o de la droga. Sin meses, sin días, sin horas. Viendo ilusiones. Vociferando silencios o farfullando gritos, con un costal al hombro donde cabe los chiros con que se cobijan, los zapatos que se encuentran, el alambre o el cartón que pueden vender. Los únicos alimentos que los mantiene vivos son los que no dejan apagar sus alucinaciones. Si se trata del cuerpo, acaso la sed les importa, y el agua es una caridad que en el mundo ninguno niega. El cansancio lo pagan donde los coja. Son muchos que se rehuyen para no compartir la bolsa de pegante, flotan solos siguiendo el curso de una errancia vacía y sin sentido. En barra se sientan al sol, a un costado del pabellón de frutas, a disfrutar de un saldo de papayas que descartó un frutero y que sacan de una caneca y consumen con agresiva voracidad. Pero no sólo ellos, ellas también, y todos, con su corte de perros para acariciar y abrazar cuando los estruja la pena, los arrincona la desolación o los amilana el frío. Pero ellos son sólo una parte de los que viven en el suelo. Los del subsuelo son invisibles, viven en el reino indescriptible de las sombras, surtidos de misterios, capoteando desconocidos enemigos, amenazas y puñales. De ahí para arriba existe otra casta de hombres: a los que todavía les queda una chispa de esperanza y se les ve repitiendo caminos con una caja destartalada donde suena, suelta, una tapa de betún. O los viejos que acuestan sus años y su cansancio en carretas que son también su casa, su único patrimonio y su sola fortuna. Guerreros que por igual ofrecen y venden un crucifijo roto, una almarada oxidada, un candelabro, un sombrero de fieltro, una camándula o un long play. El que de debajo de la camisa saca y muestra, como una mercancía macabra y a punto de reventar, una hernia imposible. Del mismo gremio, proseguido por el hijo, el joven que, deshecho en un rictus doloroso o teatral, se desnuda las heridas del vientre: sangrantes. Indiscriminados gentíos por todas partes trasegando sin sosiego detrás de los clientes ofreciendo vasijadas a quinientos o a mil. Familias enteras, con el niño de brazos pataleando, feliz, en un guacal de bananos en medio de las cebollas de huevo, los pepinos, los repollos, las piñas, o si no, medio tapado con un cobertor mientras la madre al tiempo que lo amamanta entrega mil de pimentón y mil de ahuyama. Y, todavía con el uniforme, la pequeña escolar empacando tomates, limones o las habichuelas. Los que no tienen nada para vender, venden sus servicios: le ayudo a llevar el mercado, o le consigo el taxi, anuncian.

Si remiramos la subsistencia de la gente de Las Galerías nos damos cuenta que esta adquiere todas las características de lo épico. Es una lucha sin tregua donde compiten, sin discriminación, todas las edades, todas las procedencias y todas las creencias. Los personajes que, apurados, salen de las residencias y sin norte ni sur miden para donde coger cuando ni siquiera, después de esculcar en todos los bolsillos, los ampara una moneda con que comprar un tinto. La chocoana negra, bien negra, que surge como una diosa coronada por la inusual corona de su oficio: una ponchera surtida de panelitas blancas y miel. La parrilla trashumante donde humean al carbón los plátanos maduros. El que, en bandolera el megáfono, y en una mano el micrófono por el que promociona el premio y el sorteo, en la otra expone, sobre una cartulina y forrados en plástico para que quien los mire se ilusione, hileras de billetes de veinte mil. El nutrido grupo de coteros, descamisados, exhibiendo sus fortalezas y al lado una mochila, imitación arahuaca, donde se enfría una aguapanela, un seco y una sopa.

Los choferes de los carros de trasteos con un pie en el piso y el otro en el bomper acicalándose las uñas, restregándose el pelo con una peinilla, abrillantando el reloj o el anillo, estripándose los barritos de la cara en el retrovisor de la dodge que maneja o, si no, restregándole el capó con el dulceabrigo Los indígenas que abren su pequeño entable de yerbas, amuletos, monicongos y menjurjes. No los anuncian o el anuncio es el colorido de sus abolorios de pieles, garras de guatín, conchas de gurre, congolos, granos, semillas, colmillos de jaguar o tigre. Atienden con discreción sus clientes que no pasan de ser tímidos campesinos o campesinas, prostitutas novicias con las primeras señas de la amargura trazadas en la frente, que se arriman y en confesión le secretean sus recientes desgracias o los apremios de un mal que las preocupa.

En la misma calle, al frente, encima de una vieja ford y haciéndole compañía al desconchado parlante, media decena de frascos llenos de indescifrables embrollos de tenias, nudos de oxiuros, de parásitos fabulosos y amarillentos, y regada por el aire la voz gangosa del milagrero quien ofrece el mayor secreto de la sabiduría de los caciques amazónicos. Lleve dos por el precio de uno. La completa satisfacción o la devolución de su dinero. Luchando por imponerse, Darío Gómez porfía con El Charrito Negro, Rodolfo, Olimpo, Vicente Fernández o Los Diablitos Vallenatos. Al fondo, desprendiéndose del olvido, suenan, después de Gardel, Los Trovadores de Cuyo. Hombres vestidos a la usanza de los carniceros ofreciendo, sobre hojas de congo, llamativos lotes de carne a menos de la mitad de precio. La eterna voz ronca, casi sacerdotal, del vendedor de cáñamo, bolas para la polilla y agujas capoteras. La no menos distinguida del tinto, el pintadito y el milo, la del de la avena fría y la jorcha. Los que anuncian su venta golpeando la olla con la tapa. Es una olla con culo de fogón que descargan donde el interesado se antojó de comer, caliente, una raya de salchichón, una suiza, un chorizo, una porción de criollas o un lote de chunchurria humeante.

Si, ya se mencionó, en Las Galerías prevalece un orden: es el que le ha otorgado la tradición, los años y es el que, a punta de desobedecer y por encima de cualquier alcalde, se han ganado quienes las ocupan. Quien me vendía las frutas, El Grillo, alguna vez invitándolo a una cerveza, me decía aterrado, que le parecía increíble que por un pedazo de calle que no era de él le estuvieran ofreciendo ochocientos mil pesos. Y de aquí no me saca ni el putas, me enfatizaba con la seguridad de un dueño con todas las de la ley y absoluto. A excepción de los mayoristas que pueden vivir de la monooferta, muy pocos viven de la venta de un solo producto. Como depósitos a la intemperie se ven calles enteras ocupadas, digamos, por innumerables racimos de bananos, plátanos, guineos. Esa calle, que permanece alfombrada por capas y capas de desperdicios, a fuerza de trajinarlos, ahora, creo, es el piso.

En Las Galerías se imponen los minicarteles de todo: del cilantro, de la naranja, del plátano, del tomate, de la yuca, del guineo, de lo que sea, que actuando como intermediarios son los que le tasan el precio. Son cofradías secretas que mediante códigos o claves establecen a como van a pagar tal o cual  producto. Ellos, que son los que los adquieren directamente de los campesinos saben, antes del amanecer, por ejemplo, como está la oferta de la naranja o de la yuca y a como hay que comprarla. La oferta de los chontaduros, siempre, y del maíz en cosecha o en semana de Feria, es monopolio de los chocoanos. Las cosechas se encargan de darle otra dinámica al mercado, los precios se deciden y definen al momento de la compra: es cuando opera la sicología y el cliente está en manos de la incertidumbre.

Los restaurantes o, mejor, los comederos, se pueden agrupar en tres categorías: los ambulantes u ollas con culos de fogón, que venden lo que sirve para aligerar el hambre y no para aplacarla, como ya se mencionó. Los a la intemperie: improvisados fortuitamente en algunas esquinas o zaguanes, venden a precios módicos sobre todo desayunos y ofrecen, tal vez, uno o máximo dos platos diferentes: frijoles o sancocho, la gente come de pié o sentados en los sardineles. Los estacionarios: indistintamente están localizados al interior de los pabellones, ofrecen variedad de platos para una clientela también variada, en ellos los comensales pueden sentarse. Para calmar antojos o para salvar un cliente que llega de afán siempre tienen a disposición chorizos, albóndigas, empanadas o tamales, y en sus menús diarios no falta toda clase de sancochos: de gallina, de espinazo o de cola, frijoles y sopa de mondongo. Los más pintorescos se encuentran, como gallineros, ubicados al interior del pabellón de carnes.

El comedero más particular o exclusivo de esta categoría es el situado en el llamado Cambalache, bien al fondo. Los más abandonados de la vida encuentran aquí, por mil pesos, un plato lleno de frijoles con garra. Una porción adicional de arroz, chicharrón o carne, un plato de migas, de papas chorreadas, de albóndigas, un frito de chunchurría, cuesta un poco menos. Los comensales no tienen ningún reparo en sentarse en el suelo a compartir con otros la gracia de una comida bien trancada. Cambian, en todos, la presentación, el aseo, los protocolos, la urbanidad y, en todos, los perros son una constante que en algunos se admiten o se aguantan, en ninguno se maltratan, y en el último se aprecian y consienten. Las sobras de calidad, si está de buen genio la dueña del comedero, son para el indigente que pasa o el pordiosero que merodea. En virtud de la sazón de la dueña o del aseo, algunos negocios han merecido el favor de una clientela distinguida, a ellos concurren dueños bien vestidos y de buen comer y no es imposible encontrar empleados que se desgajan de la otra ciudad a calmar, a buen precio, el hambre que procura una jornada de trabajo.

En cada pabellón perduran los altares florecidos de flores de artificio, donde humea una parrillada de veladoras que los devotos ofrecen a su patrona, y a un lado una alcancía donde voluntariamente se deposita lo que sea para el sostenimiento. Son los colectivos. Alguien, para ofrecerle una oración, se desagrega de la rutina y se arrodilla al frente con contrito recogimiento. Nadie pasa de largo, merece la Virgencita que se descubra la cabeza, se le pegue una mirada y se le encime una bendición. La religiosidad personal tiene otras manifestaciones visibles en los rincones o debajo de las mesas. En ejemplar convivencia se reparten la luz de una vela o una veladora, uno o varios santicos, estampas, escapularios, cruces y medallas. También, y honrados con flores de plástico o luces de colores, sobre la pared cuelgan algunos cuadros santos que disputan su preeminencia con la cartulina de la lista de precios, la penca de sábila, el súper héroe armado hasta el ridículo, el almanaque con su indecorosa mujer, y el nombre, en franca caligrafía y sincero diseño, del negocio.

Uno de los gremios más destacados por la compleja, casi mágica variedad de ofertas, es la de los cambalacheros. A pesar de poseer un domicilio: encima del pabellón de los granos, siguen siendo un enjambre errabundo y sin destino, compacto, de hombres que se reúnen a comprar, vender o cambiar, en un principio relojes y alhajas, ahora, lo que sea. Los puros relojeros conformaron su disidencia y despechan sobre la 20 con 18, donde están aquerenciados. La movilidad de los demás, derivada de las características de los productos que manejan, los ha obligado a pasearse por todas Las Galerías esquivando la persecución de las autoridades. Para evitar que vuelvan a reincidir en determinados lugares, en estos y estratégicamente, se han instalado llaves de aspersión que se abren apenas se nota su presencia. Con este procedimiento, además, se evita la confrontación directa con la Policía.

Pero ningún sitio de Las Galerías encierra tanto aterrador encanto como el del Cambalache. Enlistar la variedad inacabable de productos que se ven sería una proeza interminable al mismo tiempo que un maravilloso ejercicio poético. Desde el cascarón de un reloj despertador y un huevo anidador hasta una puerta de reja. Desde una taza de baño azul y despuntada, hasta una cajita de música, muda y entristecida por la bailarina mocha. Retales de espejos, camas, sillas de peluquería, mimbre, dentistería, de ruedas. Cerros de cucharas, pelucas, depiladores y tijeras. Discos, disquetes y cidis. Cuencas de televisores, ojos de vidrio, cajas de dientes, caballitos de palo, computadores completos o en carcaza. Sonajeros y serruchos. Sogas, correas, corbatas, botones de camisa y de ascensores, teclas, ollas pitadoras. Peones, caballos, reinas, enciclopedias, biblias, novenas, vitelas, torres. Terneros embalsamados, micos embalsamados, cabezas de toros embalsamadas. Mamparas, balones. Novenas, libros y revistas por centenas, colchones, alcancías, vírgenes, cristos, santos para procesión o para la pared. Lápidas, candelabros, claveles, agapantos, rosas artificiales, aritos, afiches y retratos. Mapamundis, rosarios, escapularios, medallas, estampas, billeteras. Ches y Chapulines y Chaplin. Calaveras, arrumes de gafas, brújulas, banderitas y banderas. Ventanas, teléfonos, lapiceros, máquinas de afeitar, de coser y de escribir, triciclos, boinas, carrieles, cunas, ruanas, cobertores y manteles. Cabezas, manos, troncos de muñecas o de maniquíes. Monicongos, alambres, barajas, campanas, portarretratos, puñales, atriles, guitarras y cornetas. Radios, fichas, rines, galápagos, pedales, manubrios, juegos por pedazos o enteros, rompecabezas, discos, bolas de billar, fichas sueltas de dominó o parqués, álgebras, tablas de logaritmos, termómetros, metros, microscopios, telescopios, binóculos, toneladas de ropa y cassettes. Damajuanas, máscaras, frasquitos, balacas, cometas, pitos, relicarios, jeringas, trenecitos y carros de colección, de cuerda o de palo, timbres, teléfonos, agendas, libretas, maletines y floreros… todo. Objetos y cosas y más cosas bregando por alcanzar su plenitud o, por fin, su fin; con un dueño que no sabe que las tiene hasta cuando llega el cliente y las descubre, casi podríamos decir que las inventa. No tienen un precio o vale el tono o la semblanza de necesidad de quién las requiere. Aquí, la imaginación le reconoce a la realidad la precariedad del hombre frente a la eternidad del tiempo y la indoblegable terquedad de las cosas. Porque se ven objetos adentro, encima, colgados, por debajo o al lado, naciendo, agonizando o muriendo de los demás objetos, la sensación que le produce a quien lo visita es la de que llegará el día en que los seres que lo ocupan deberán ceder su lugar en favor de los objetos. Entre los montones y montones de cualquier cosa, los hombres adquieren, avasallados por los objetos, la inconsistencia de lo irreal, las cualidades de una cosa, como maniquís, de los que se distingue porque hablan y de vez en cuando se escapan a orear su humanidad o a prodigarse un tinto. Huelen a lo que es imposible precisar, en todo caso a algo más que herrumbre. Permanentemente, de un modo casi angustioso o feliz, entra y sale la gente como a un colmenar las abejas.

De la fauna de Las Galerías, los perros son apenas una muestra: de todas las calañas, han recalado aquí por accidente, de nacimiento o por adopción. De muchas razas. Sarnosos, roñosos, cojos, flacos, criollos, enfermos, heridos, moribundos. Perras con su racimo flácido de tetas. Atléticos, temerarios, envalentonados, serios, confianzudos. La mayoría carecen de nombre y de sobrenombre, se les distingue por su filiación con los amos, por sus cualidades físicas, por sus querencias o por sus mañas. Por lógicas razones se amañan en el pabellón de carnes donde suelen salir encarnizados con metros de tripas o con un tajo de trompa de res con el que, favorecidos contra una pared, se gastan una mañana en ablandarlo y consumirlo. Descartan cualquier amistad con los perros de seguridad, tienen la certeza que son de otro mundo o por lo menos de otra clase, y así se los hace saber el perrero. Son huestes cuando una perra en celo les remueve sus instintos, en tal caso suelen recorrer sin sosiego ni destino por cualquier parte, incluso sin importarles el mundo de los hombres. La calle, como para muchos humanos, es su casa, ella les prodiga un alero, un rincón, un costal o un cartón para descansar, para dormir o para morir. Los de pedigrí no se bajan del carro y ven pasar el mundo, múltiple e innumerable, detrás de las ventanillas.

Por su relación con el trabajo y con los hombres, a los caballos los acompaña otra suerte, excepcionalmente funesta e inhumana cuando sus propietarios abusan de su sumisa generosidad y los cargan como si se tratara no de un animal sino de un jeep. Parqueados donde les corresponde son un gremio inocuo acaso perturbado por las oleadas de moscas que convoca el olor de sus orines y excrementos. Ahí, cuando sus dueños los aprecian y les reconocen su valor como fuerza de trabajo, se pasan las horas boleando cola para disuadir las molestias y disfrutando de la melaza con salvado, de los picados de vástago y cáscaras de plátano o de los recortes sanos de zanahorias que los carretilleros rescatan de los desechos y depositan en cajones o en costales que les cuelgan de las orejas como estrafalarios aditamentos. Los caballos son seres mitológicos, santificados por la resignación y la paciencia. Los liberan de las carretillas cuando no están trabajando, pero para que no vean los halagos de la realidad o las tentaciones de la curiosidad se las anulan echándoles un poncho, una ruana o le enredan un costal sobre la cabeza. Las carretillas comprometen, en su mayoría, la participación de una familia. No es nada raro, entonces, ver a la hora del almuerzo, al padre, la madre, los hijos, al menor en un guacal cuna, y al perro, reunidos como si lo hicieran en el comedor de la casa. Menos mal, no se ve con la frecuencia de antes carretilleros rabiando de impaciencia y azotando con el zurriago al animal cuando, imposibilitado de seguir por el peso de la carga, sin fuerzas, se plantaba o se caía en la mitad de la calle.

Hay otros caballos pero son para la venta. Junto a otros animales son los que se hacen en la esquina de la calle 23 con carrera 18. La insignia que identifica el lugar es una venta callejera de rejos, lazos y zurriagos, galápagos, zamarros y monturas. Es este uno de los lugares más peculiares de la plaza, más surtido y jolgorioso cuando suena navidad y año nuevo, época en la que gruñen manadas de marranos entre montañas de helecho. Pero en cualquier mes se venden chivos, terneros, cabras, ovejas, vacas, perros, bueyes, toros, patos, pavos y gansos que conviven en mitad del frenesí con la gente y con los carros. Cualquiera puede venir a venderlos, pero los verdaderos beneficiados son los intermediarios. A estos se les conoce por su indumentaria: sombrero ganadero con cinta de cuero o pluma de pavo o gallineto, con poncho al hombro o al cuello, soga al brazo, zurriago en la mano o colgado en la muñeca, con una navaja capadora en la correa, como un distintivo llevan entre los labios un palillo de dientes que con destreza manipulan con la lengua, de aquí para allá, como si fuera un juguete. Son los que le abren la trompa a las bestias o a las vacas para fijarse en los dientes y otorgarle la edad, o los que a silla o a pelo, en el confuso alboroto de la calle, saben como montarlas para ensayarlas bajo la mirada escrutadora del interesado y la desaprensión de los transeúntes que apenas los miran pasar.

Un cuadro singular aunque no ya novedoso es el de las cabras. Nueve o diez, abigarradas en un carro de estacas por donde sacan la cabeza para comer, de una canoa, lo que en abundancia desperdicia Las Galerías. Nadie las anuncia sino ellas mismas con sus peculiares berridos. Sustraerse de mirarlas es una opción que sólo se le ocurre a quien va de afán, está acostumbrado a ellas o no le funciona la curiosidad. La viva humanidad de sus ojos y la expresividad de su cara les acentúan su gracia. La docilidad en ellas es un don, don que aprovecha el dueño para ordeñar la de turno directamente en el vaso que va a consumir el cliente. Hay miel, brandy y cola granulada para potenciarla. Las virtudes afrodisíacas, regenerativas y medicinales de la leche ya no se avisan, el cabrero supone que todo el mundo las conoce. Atardeciendo, cuando también atardece el jaleo de la ciudad, las cabras vuelven a su aprisco como los que tienen casa a sus casas.

Una pared, de pronto, se suerte de jaulas llenas de vuelos encerrados, de bullicios y embrollo de plumas. Son los lugares puntales donde se venden pericos, canarios, sinsontes, loras, cacatúas, palomas y todo lo relacionado con el ramo; es decir, lo que tales ejemplares requieren para salvar su estadía en la vida de los hombres. Alimentos, medicinas, vitaminas, jaulas, comederos, bebederos y dormideros comparten estantería con la artesanía en cerámica, cabuya, bejuco, alambre y madera. En una amalgama informe de ruidos, chillidos o pitidos, metido entre totumas, chipas de lazo y cabuyas, lo atiende quien también entiende de sexo de las aves y de veterinaria elemental. En ocasiones se ve espantando no las supuestas moscas, no, sino la lluvia de plumas de las aves enjauladas o el menudo cascarerío de las semillas del alpiste o del girasol.

Dentro del pabellón de frutas, verduras y yerbas siempre ha existido un pequeño lugar de ensueño, una recova, donde para la venta, además de gallinas hay patos, gallinetos, pavos o piscos, palomas, gatos, conejos y curies. Me encanta visitarlo, me sobrecoge la sensación que estoy en uno de los galpones del Arca de Noé. Huele a altamiza, como huelen los nidos de las gallinas que se dedican a empollar, olor que se aviene con los que provienen de los aledaños puestos de yerbas. En estos, en los puestos de yerbas, se ven las yerbas pero no se ven los puestos, son como guaridas tupidas de ramas, chamizas, raíces, tallos, cortezas, tubérculos, hojas, flores, frutos y semillas. Huelen a un olor que sin ser preciso es agradable. El o la que despacha literalmente lo hace desde afuera porque para entrar tiene que abrirse paso como si estuviera en la espesura de un monte; son personas que, como chamanes, saben cual es la rama o la combinación de vegetales, su posología y administración: brebaje, untura, inhalación, riego, baño, tanto para el daño de estómago, el cerebro, el colesterol, el azúcar en la sangre, la ciática, las lombrices, los sofocos, el hígado, la potencia o el mal de ojo. Eso, pero también le pueden recetar para el amor: atraerlo y rendirlo. Si su caso es de suerte, le recetan baños. Si nadie le entra en su negocio o su finca no produce, le venden los riegos. O los sahumerios si de lo que se trata es de alejar un mal vecino o atraer las buenas energías. La consulta es gratis, se paga lo que se lleva.

Hay pabellones laberínticos o señalados por fascinantes pasadizos que son el camino para ingresar a puestos donde el tiempo hace mucho tiempo anda sin oficio, detenido en el surtido de costales, inmensas ollas o utensilios de alfarería, fogones hechizos, manojos inabarcables de trapeadores, escobas, cepillos, parrillas de alambre, jaulas, canecas vueltas asadores, arrumes de alpargatas, enjalmas, cinchas, canastillas y canastas de bejuco; esto en el pabellón de granos. El más extraordinario por su destinación comercial es el que está encima del Sótano. Es, digámoslo, una versión más ordenada y amplia que el Cambalache, distinguido por el olor a herrumbre con toques de los que en rachas se vuelan de las pescaderías y de las queserías vecinas. Chatarrerías y corretajes sin un lugar donde les quepa una puntilla más. Talleres donde por igual le amuelan unas tijeras, le tapan el culo a una olla, le desatoran una clave, le abren un candado, le reparan un secador de pelo, una brilladora, un televisor o un radio, le recomponen una porcelana, le venden un transistor, una pipa de gas, un villabarquín, una muleta, mates y candelabros, mancornas, todo lo que busque o lo que se imagine de pvc, colecciones de llaveros, una taza de baño, le cambian las resistencias a un fogón, le componen un pie, le afilan un serrucho, le hacen las roscas a un tubo, consigue el repuesto de segunda para la arrocera, el limpia brisas para el carro o la pata que se le quebró a las gafas, bolas y tacos de billar, cuchillos y machetes por miles, diapasones, estetoscopios, cristos, toneladas de llaves, pilas de discos, montones de brochas. Pequeñas zapaterías donde si lo que busca no es el servicio, consigue todo lo relacionado con la industria marroquinera: billeteras, chaquetas, cachuchas, guantes, monederos, correas, botas, zapatos, carteras, bolsos, maletines de escolar y ejecutivos, del 60 o de ayer, pulseras, guayos, estuches, repujados y vestidos. Es inefable, casi universal, el surtido de los ropavejeros: disfraces, vestidos de noche, de gala, de baño o para entierro, matrimonio, grado, cumpleaños, hábitos, camisas, blusas, pantalones para niños, adolescentes, jóvenes, mayores y adultos, ruanas, chales, bufandas, fajas, chaquetas, medias, brasieres, tangas, pantalonetas, pañoletas y  pijamas. Corbatas las hay de todas las marcas, para todas las edades, para todas las ocasiones, para todos los gustos, de todos los colores y para todos los bolsillos.

En el zaguán de la entrada, por la carrera 17, al pabellón de granos, como un acaso inusitado de la belleza que es capaz de aguantar la indiferencia, resiste un reducto de museo de arte. Lo distingue un nombre sencillo, sin alardes: Rincón Artesanal. Puesto 49 A. Entre las manchas que deja el trajín de bultos y cargas, los rastros de manos que se limpian, altos y colgados a lado y lado de la pared, entre santos, santas, vírgenes, beatos y beatas, la sagrada familia, divinos rostros, el repetido Ángel de la Guarda detrás de una pareja de chiquillos de leyenda, el Milagroso de Buga, papas, cristos, un Chaplin y muchos sagrados corazones, sin preeminencias y cada uno diciendo su peculiar contenido, conviven óleos, acuarelas, grabados, plumillas, dibujos, equipos de fútbol, ledas entre fuentes de ensueño, ríos o islas reales o fantásticas, poemas entre mares con rocas como quimeras, mapas turísticos, payasos, pueblos de ficción o ciertos. Y, aguantando su fama, las Meninas de Velásquez. Para que no pierdan su vigencia formal y cromática, las pinturas necesitan que les miren, que alguien se entretenga con ellas para que la vida no se les salga del todo. De tanto estar ahí, y tan desapercibidas, algunas obras, desleídas por el tiempo y una humedad que huele a viejo, a lama, ya casi se confunden con la crueldad mustia y húmeda de la pared.

En este recorrido por la vigilia de Las Galerías hace falta entrar a las fraguas y a las herrerías. Quedan en la calle 22 detrás del antiguo Sena Industrial. Las caracteriza el olor a carbón mineral y sobre todo a pelo chamuscado. Es porque la mayoría de patas y trompas del ganado que entran a las carnicerías, es aquí donde se les quema para limpiarlas del pelo y regresarlas para la venta. Pero en el mismo fuego donde las patas evocan un cuadro espeluznante, se ponen al rojo vivo las varillas con que se va a modelar la pieza de una verja, un herraje, una herradura o una herramienta. Los hombres que las hacen, los acontecimientos y el lugar parecen salidos de un tiempo olvidado. Su localización: una calle de ficción, los hombres que cruzan o entran, los caballos, el humo, los colores de la estancia, el fuelle, el yunque, las pinzas, los martillos y las demás herramientas adquieren la virtud, rara, de no pertenecer a esta ciudad y a este presente, más bien a un retazo desvanecido de una película del oeste.

El mundo confuso de los depósitos de reciclaje conmueve la atención, primero, por la angustiosa humanidad que los distingue. Que trae, yo se lo compro, le preguntan a cualquiera que pasa, con más discreción a quienes la pinta favorece la duda. A ellos llegan hombres, mujeres y niños, en ocasiones familias completas, colmadas con todo lo que la ciudad sacó de su uso y de sus escrúpulos para que otros deriven de ellos su subsistencia. Siento, cuando los miro llegar casi tapados por la voluminosidad de las cargas, que son las personas donde la esperanza está limpia de impurezas. Entre ellos se cuela una franja de viejos que, cansados y solos, se les ve la dignidad satisfecha y el orgullo de prodigarse su materialidad. Otros, jóvenes, que lo que sacan para la comida es lo mínimo frente a lo que invierten para prolongar o perpetuar sus estados alterados, única forma para salvar los desafíos del hambre, del frío, del desprecio, de la soledad. Son los mismos que uno ve aspirando una bolsa con pegante, un cacho de marihuana o de basuco, merodeando los restaurantes a la intemperie, ojeando un descuido del dueño para jalarse un costal o un repollo, rebuscando un bocado de comida en las tolvas o en los recipientes donde se depositan los desperdicios, o arrumados contra una pared de la Jorge Robledo favorecidos o a punto de perecer entre los cerros de guacales.

A las cantinas que circundan Las Galerías las mueve una realidad paradójica. Enseguida de la mesa -repleta de todo- donde llora un cliente abrazado a otro que lo consuela, y consumidas por el sueño los mira un par de mujeres sincera o maliciosamente condolidas, hay otra mesa -todavía más repleta- donde un par de machos con un par de hembras sobre las rodillas les esculcan caricias por donde las manos caben en medio de júbilos y risas complacidas. Campesinos de dominguero o estrenando gafas y zapatos, ostentado, por obra y gracia del dinero, poderes de ficción, arrebatos de grandeza. Gastar en tales sitios, y gastar a manos llenas, no es un acto de la voluntad, es un acto que cae más bien en las competencias de un desafío. En algunas, con cierta regularidad o diariamente, se arma la fiesta amenizada por los Jilgueros del Norte, Las Hermanitas del Valle, Los Rumberos de la Julia, los Alegres de Belem o los Mijos de Minitas. En otras sólo basta un maraquero y otro que le pegue duro a una batería: a la postre dos tambores horizontales parchados con cinta de enmascarar y templados con alambre, un tambor vertical con cueros de vaca peluda y la rodaja maltrecha y desbordada de algo que alguna vez fue un platillo; eso sí que sea alto, bien alto el volumen del disco que suena para que la bulla cumpla su cometido: congregar a la gente como lo hace la luz con las polillas. No deja de ser curiosa la proliferación de tales programas cuando el café abunda en los cafetales. Las casas de citas, sin cuenta, cumplen otra función, es un mercado magnífico circunscrito a lugares no tan clandestinos donde, desde niñas hasta veteranas, exhibiendo o poniendo en evidencia sus atributos, se pasean, se sientan o se paran hasta cuando el más interesado, con un gesto la reclama y la arrima a su mesa para negociar. No es usual que la transacción fracase cuando la mujer llena el gusto y los deseos del cliente. Sellado el cruce, de pronto una cerveza, un trago y sin más preámbulos a la pieza. Salir implica otros esfuerzos: él, si se queda, es para rematar o seguir compartiendo con sus amigos, si está con ellos, o cargando baterías para echarse otro tirito y con eso quedar demostrada su fortaleza. Ella, que sale con discreción y bien puesta, casi bañada, busca a toda costa pasar desapercibida, de otra manera la posibilidad de otro la pondría en cuestión. En las casas de citas, el amor -si así puede llamarse-, cae en otros niveles de humanidad donde los celos, -si los hay- la apostura, la belleza, la profesión, el modo de vestir, el poder de cualquier tipo, lo disipa un solo rasero: la plata; quien la posea, así vaya de poncho, con zurriago, de botas pantaneras, de corbata o en camisa, de paño, en bluyines o en ropa de trabajo, puede acceder a cualquiera, la más bella o la más buena. Ese es su misterio, por eso su encanto.

El pabellón de carnes es un recinto cargado de inquietantes impresiones. Un Sagrado Corazón entronizado en la entrada principal, alto, donde la sangre no lo salpique. La blanca pulcritud mañanera de los dueños y ayudantes de los puestos. Su curiosa manera de izar lo que se quitan más arriba, en un par de cachos que fungen de perchero, donde no los pueda estropear la sangre o la mugre. La gozosa tarea de afilar los cuchillos y la de distribuir y colgar las diferentes partes del novillo y correspondientemente el goyesco juego visual de texturas y colores. Espinazos, costillares de res o de cerdo, piernas, colas, mondongos, chunchurrias, asaduras, hígados, boges, franjas de tocino, todo sangrando, encortinan la estancia, colgadas como partes propiciatorias de un sacrificio del cual todos somos partícipes. Cuando no hay nada que hacer, como rarísimos médicos, los carniceros se sientan a averiguar el mundo, el país y la ciudad en La Patria. A un lado del surtido de cuchillos, de las limas, de la piedra de afilar, del trapo limpiador y del matamoscas, sobre la mesa enlosada, se ponen a repasar en el cuaderno de los fiados la cartera vencida o aguardar, con las manos atrás, la gracia de un comprador. A un lado, aparentemente revestido de ninguna cualidad, la escultura sangrosa y grasosa del tronco para picar y encima, coronándolo, el hacha. El teléfono, como un secreto, encajonado donde no se ensucie. En el suelo, a un macabro tendamental de cabezas de res, les vive en los ojos desorbitados el horror de la muerte. Cuando lo surten, el pabellón de carnes es un recinto de actividades y bullas fragorosas y alegres, de interjecciones y onomatopeyas amigables que buscan incomodar el buen genio del Tuerto que anoche se fue con la Berrinches, la moza de Culoefoto. Hachas destrozando la resistencia de los huesos, cuchillos rasgando cueros, perros provocando malos humores y maledicencias, trabajadores llenando, vaciando o transportando carretadas de vísceras, patas, cabezas, huesos; voceadores ofreciendo suertes, relojes, calculadoras, maduros o cilantro. La verdadera babel la arman los olores: el indefinible de la carne que está, que pasa, que se cuelga, que se cocina, que se pudre, que se quema, del humo abigarrado y confuso de las cocinas, de los otros que producen las veladoras y las velas de los santuarios personales y del santuario principal, del humo que, como un monstruo de mil tentáculos, se cuela por cualquier orificio y se origina en la fabrica de chocolates.

La actualidad del país es un ejercicio que sin mayores esfuerzos se puede leer y deducir de las paredes. Escritos amenazantes que cifran sus ideales de liberación en la muerte; dan miedo.

Pararse y ver pasar lo que pasa es un ejercicio que excede las posibilidades de los ojos, los atropella. Es dejarse impresionar por un collage de situaciones que desborda las sensaciones, conmueve los sentimientos y deja la razón en la cuerda floja. Los y las que, sin que sus congéneres les prodigue la más leve vergüenza, contra una pared se bajan lo que se ponen y hacen lo que en un baño no pueden hacer porque no tienen cinco centavos para pagarlo. Las balanzas de los negocios de la calle, viejos relojes que a punta de uso, el tiempo los desheredó del vidrio y les rasguñó los números, me parece que no sirven para pesar sino para apoyar un poema o corroborar la fe. El amor arrinconado de los perros cuando la fiesta de reproches de los hombres no los deja ser y hacer. La jubilosa mujer, jubilosa y radiante, llena de dones, que pasa como una diosa y como una diosa desaparece. La de las otras, muchachas hermosas y humildes, ayudantes de sus padres, de rostros vivaces, curvas tentadoras, cuerpos que halagan la mirada e inquietan la caricia. La indumentaria de la gente cuando los corrobora en su oficio, como el dulceabrigo del cargador de papas, el poncho o la mulera del carretillero, la bata o el delantal del carnicero o la cargazón de abalorios y chécheres de la loca que vuelve a bajar. El ramito de algo que los vendedores de verduras como un amuleto se engarzan en las orejas para que les vaya bien, por ahí mismo la bendición que se rayan con el billete de la primera venta. El niño que alrededor del puesto del papá monta su sueño de chofer con una cajita de bocadillos atado a una cabuya o, semejante, la niña que en una mano lleva la venta y en la otra la muñeca. El carro radiante como una extravagancia, impío como una humillación, del que después del chofer, de otro y otro y otro que lo cuidan, lleno de oro se baja el dueño del supermercado. Del que pasa siendo uno con unos retazos de bicicleta o con una mesa carcomida sobre la cabeza como una corona innombrable. Del desayuno o el almuerzo, en humeante bandeja, que va por entre la multitud suscitando envidiosos antojos. De las jubilosas broncas, celebraciones o peleas repentinas que se riegan como pólvora involucrando todo un territorio. De la sorpresiva visita de los soldados en recogida buscando pobres para el frente de batalla. De los intempestivos gritos de atájelo, atájelo que vocifera la multitud cuando el ladrón, como una flecha y con su botín, ya va llegando a sus predios impenetrables, ante la cara de desilusión del perrero. De la ambulatoria vitrina como una urna donde se favorecen de la intemperie la natilla y el buñuelo. De la loca encajonando sus ilusiones en apartados del cielo o del loco rabiando con el viento o alegando con el sol. De los enamorados sacándole filo a sus lujurias entre el escándalo de colores de los mangos, las granadillas, las mandarinas, los lulos, los bananos. De los que, de uno a otro puesto, entre hijueputazos y difamaciones se sacan los trapos al sol. De la obstinación del Renault cargado de revuelto hasta el abuso, destartalado y todavía con fuerzas para seguir aguantado los improperios de su dueño cuando no le da la gana de arrancar. Todo parece desfilar como oriundo de la imaginación de un dios alucinado, borracho o loco.

Levantar la mirada al sur y descubrir, bien encima, el enorme peñasco: enorme, hermoso y humano de la Catedral y a su alrededor otra ciudad, distinta, acatando una realidad menos consecuente, quizá, con la poesía y más amiga, tal vez, de la urbanidad y el orden.

*Escritor.

Fotos tomadas de internet.

La Galería de Manizales: El espectáculo de la vida

Las Galerías fueron las que surtieron de historias y de personajes a Manizales: en sus predios surgieron y afinaron una presencia que todavía ronda en la memoria de los viejos y, menos mal, en los renglones de las crónicas de entonces. Siguen siendo, a pesar del aparecimiento y consolidación de los supermercados, un paradigma de la convivencia. Con la misma y gustosa complacencia -aunque no con la misma solvencia- la comparten por igual los de abajo, los del medio y los de arriba. Por sus características humanas, económicas y físicas, por la múltiple y confusa amalgama de variantes culturales, ningún otro sitio de la ciudad encierra tantas mágicas venturas, aventuras y desventuras. Al frente del Sótano, el lugar de mayor arrebato comercial y humano, queda la escuela Jorge Robledo. Bajo la custodia temeraria del primo de quinto, ahí estudié el primero de primaria en 1962. Desde eso hace que las conozco.

Nunca antes un sitio me había provocado un corte tan abrupto en la percepción y asimilación de las sensaciones y de los sentimientos. Los meados y el cagajón de los caballos de las carretillas que se parqueaban alrededor, combatían su preponderancia con los irresistibles halagos del chocolate que como un mar de nieblas descendía de las chimeneas de la fábrica y se derramaba por el patio de recreo o se colaba en los salones afantasmando la realidad o borronando las manos, las miradas, los contornos. Eso, y las letanías sin cesar de maledicencias, insultos ocurrentes, apodos maliciosos, reyertas encendidas o groseras imprecaciones revueltas entre silbidos, gritos, lamentos, voceos, pitos, ladridos o relinchos, todo eso, le dio la vuelta a mi alma pueblerina, le despintó su inocencia y la alertó sobre la urgencia de cogerle el tono a la ciudad si no quería naufragar en sus tenebrosos encantamientos. Por eso las conozco. En ellas, en jornadas públicas o furtivas, triste, ebrio, enamorado o feliz, solo, en sano juicio o aburrido, para mí y para mí íntima complacencia, para mí trabajo personal o profesional, aprendí a leer en sus inefables alfabetos todos los rangos de la condición humana.

Mis primeras lecturas de libre elección y las de más ferviente emoción fueron las subrepticias que hice de revistas de aventuras que alquilaban en las zapaterías que bordeaban los muros del Sena Industrial. Al tiempo, con precio diferencial y cuando ya ostentábamos la calidad de clientes, nos atraparon con las revistas pornográficas. Las primeras dosis, para empezar, eran pequeños pecados medio destapados que uno, a lo vivo, podía ver de paso en las cantinas aledañas. En las dosis posteriores, más caras, los pecados se salían de las hojas, y del cuerpo, y a veces maltrataban la imaginación y herían la dignidad.

Con lo que Las Galerías muestran o con lo que uno ve, huele, oye, toca, pisa o siente,  es suficiente para alebrestar la fascinación. Lo que se esconde en sus noches o en sus andurriales secretos es un capítulo que pertenece por entero a la irrealidad. Sus dominios se extienden desde la avenida del Centro hasta los umbrales del barrio San Ignacio y desde La Terminal, incluido el parque Liborio, hasta el parque San José. En esas fronteras resuenan sus bullas, se escamotean sus pecados, se experimenta su dolor, conmueve su felicidad y asombra su peculiar paradigma de convivencia.

Unos por necesidad, conveniencia o por negocio, la visitan. Quizá por las mismas razones u otras más turbias, otros la habitan. Algunos la frecuentan por curiosidad. Otros, simplemente la cruzan. Nunca, por más disposiciones legales o administrativas que se tomen, Las Galerías acatan otro orden distinto al que le procura su propia cotidianidad y dinámica, sometida a fuerzas de las cuales sólo se conocen sus efectos. Hay que reconocerlo: la vigilancia ha incrementado la seguridad de día. De noche, la seguridad se resuelve con el poder que da el poder de enfrentarla con los medios que usan y abusan quienes en ella se debaten.

Lo que se ve en las calles que la conforman es un raudal de asombros. En medio del surtido que a cargazones exhiben y venden al mayor y al detal los negocios situados sobre la avenida del Centro, desde temprano se contonean, abusando de sus paisajes eróticos, una legión indiferenciada de putas, llenas por igual de esperanzas y de tedios. Viejas, jóvenes y niñas, negras inabarcables, indias, blancas y teñidas, comparten, además de su destino, un cigarrillo, un tinto, un banano, un pedazo de pan, el mismo andén o el similar alero. Son seres tristes, metidas en falditas donde no les cabe el culo o éste es un ridículo mostrario de incontenibles carnes entre el inútil oficio de tiritas de colores que luchan por que la seducción cumpla su comercial cometido. Algunas con las tetas al aire anuncian su surtido. Los fines de mes y de semana, florecen, se engalanan para el mercado. Papito, venga vamos, le hago lo que quiera, le dicen al que pasa, matándole un ojo, pavoneándose, meneándose, taconeando duro, mientras se repasan con la lengua los labios o se los chupan para incendiar las ganas del emboscado. Más nocturnos, los travestís acusan otro comportamiento. Con sus fárragos de pinturas, tinturas, perfumes y pelucas se han fugado, parece, de un cuadro de Lautrec o vienen voladas de una película de la Nueva Ola Francesa. De botas hasta las rodillas para realzar la exuberancia de los muslos empaquetados en medias de rombos. Forradas en minifaldas diminutas o en slacks imposibles, llenas de abalorios, correas, hebillas de brillantes, canutillos y lentejuelas, de pañoletas con flecos con los que juegan a entretener la vida en las esquinas mientras es propicia la hora para rodar por otras cuadras o hurgar por otros repasados destinos. Otras, sin esas extravagancias, vencidas por cualquier vicio o la miseria, desmirriadas, se plantan en las puertas de las residencias a esperar un pucho, una moneda… o un milagro. Unas más, ya olvidadas de Dios y de los hombres, duermen su desdicha en los zaguanes de los inquilinatos, en las aceras sucias de La Calle de la Penicilina o de La Laguna o resuelven su subsistencia en las tolvas de la basura. Enganchadas a la cosecha cafetera llegan otras, flotantes: negras floreadas,  exuberantes y enormes, pueblerinas arrevolveradas y tristes, campesinas hermosas y tímidas que exhiben su forastería y la juegan entre piernajes impúdicos, abigarrados tetamentos, falditas y blusas de mentiras, diademas infantiles, subidos coloretes, pícaras miradas y pecaminosas insinuaciones.

Caminar y levantar los ojos es otra aventura. Niñas y niños, como ángeles despelucados y sucios, aparecen de pronto delante de cortinas trajinadas por la mugre o detrás de los barrotes de un balcón soportando en una mano las hilachas de una muñeca o el manubrio de algo que algún día fue un triciclo. Sobre ventanas, chambranas o barandas, al sol o al viento, calzones, calzoncillos, blusas, brasieres, medias, pantalones y toallas, cobertores, sabanas o cobijas, como banderas de una patria deshecha o vencida. Adosadas a la pared, colgando de un prodigio, de las jaulas, brotan los chillidos menesterosos de los pericos o de los canarios achicharrados por el sol o de una lora desemplumada rogando su sempiterno: quiero cacao. ¿Por qué, para negar la trasparencia, de azul, blanco, rojo o de verde, pintan los vidrios de algunas casas? Rostros de ancianas enmarcados en los postigos mirando pasar la calle mientras es la hora de bajar el almuerzo, o adosada a una escoba sacándole un tiempito al destino. Mujeres empingorotadas, en grandilocuentes escotes, acodadas en las ventanas esperando un príncipe, el mozo o desvariando quimeras. Niñas apenas metiéndose en la adolescencia cargando la desnudez mugrienta, llorona y moquienta de un niño de brazos. O de hombres semidesnudos, rebajados por el sueño, aspirando con rencor un pucho y cuidando que el vallenato que suena no se acabe nunca. Ahí mismo, una mujer despelucada despabilando un grito que no alcanza a gritar porque lo ahoga con un trago largo que boga, llena de pena, a pico de botella. Infaltable, en la pared, entre fotos familiares u otros santos, el Sagrado Corazón de Jesús, serio, inmóvil, comprensivo, resignado, aguantándose la compañía armada y agresiva de Stallone o la otra de una impúdica cualquiera. Se ven caras alertas de muchachas o muchachos que esperan el trámite de un cruce o vigilan los acontecimientos de un parche.

A ras de piso la realidad juega con otras verdades. Pelotones de hombres cansados, viejos o no, echados al frente de una puerta cómplice o de una esquina libre, diciéndose fantasías, nostalgias o recuerdos al amparo de tragos inverosímiles. Son seres que la mugre o la barba les ha tachado el rostro o les ha trasmutado el gesto. Se ríen a carcajadas para burlarse de la tragedia. La miseria, la soledad y el vicio les han borrado la fe y apenas les han dejado un rescoldo de esperanza que, como un cocuyo, les ilumina la mirada. La única suerte que los socorre es la incondicional solidaridad de sus amigos de viaje. Pero son amigos que si tienen que anclar en otro puerto o montarse en otro barco, no guardan ningún empacho para dejar a su suerte al que se quedó dormido. Al fin y al cabo lo único que poseen, la vida, la tratan como un estorbo.

Trashumantes sin origen ni destino, deshilachados por fuera y por dentro. Como insignias de guerra algunos ostentan sus lesiones, sus heridas recientes o lejanas, sangrantes o parchadas con hilachas. Lelos o sonámbulos, borrachos o trastornados por los efectos del alcohol o de la droga. Sin meses, sin días, sin horas. Viendo ilusiones. Vociferando silencios o farfullando gritos, con un costal al hombro donde cabe los chiros con que se cobijan, los zapatos que se encuentran, el alambre o el cartón que pueden vender. Los únicos alimentos que los mantiene vivos son los que no dejan apagar sus alucinaciones. Si se trata del cuerpo, acaso la sed les importa, y el agua es una caridad que en el mundo ninguno niega. El cansancio lo pagan donde los coja. Son muchos que se rehuyen para no compartir la bolsa de pegante, flotan solos siguiendo el curso de una errancia vacía y sin sentido. En barra se sientan al sol, a un costado del pabellón de frutas, a disfrutar de un saldo de papayas que descartó un frutero y que sacan de una caneca y consumen con agresiva voracidad. Pero no sólo ellos, ellas también, y todos, con su corte de perros para acariciar y abrazar cuando los estruja la pena, los arrincona la desolación o los amilana el frío. Pero ellos son sólo una parte de los que viven en el suelo. Los del subsuelo son invisibles, viven en el reino indescriptible de las sombras, surtidos de misterios, capoteando desconocidos enemigos, amenazas y puñales. De ahí para arriba existe otra casta de hombres: a los que todavía les queda una chispa de esperanza y se les ve repitiendo caminos con una caja destartalada donde suena, suelta, una tapa de betún. O los viejos que acuestan sus años y su cansancio en carretas que son también su casa, su único patrimonio y su sola fortuna. Guerreros que por igual ofrecen y venden un crucifijo roto, una almarada oxidada, un candelabro, un sombrero de fieltro, una camándula o un long play. El que de debajo de la camisa saca y muestra, como una mercancía macabra y a punto de reventar, una hernia imposible. Del mismo gremio, proseguido por el hijo, el joven que, deshecho en un rictus doloroso o teatral, se desnuda las heridas del vientre: sangrantes. Indiscriminados gentíos por todas partes trasegando sin sosiego detrás de los clientes ofreciendo vasijadas a quinientos o a mil. Familias enteras, con el niño de brazos pataleando, feliz, en un guacal de bananos en medio de las cebollas de huevo, los pepinos, los repollos, las piñas, o si no, medio tapado con un cobertor mientras la madre al tiempo que lo amamanta entrega mil de pimentón y mil de ahuyama. Y, todavía con el uniforme, la pequeña escolar empacando tomates, limones o las habichuelas. Los que no tienen nada para vender, venden sus servicios: le ayudo a llevar el mercado, o le consigo el taxi, anuncian.

Si remiramos la subsistencia de la gente de Las Galerías nos damos cuenta que esta adquiere todas las características de lo épico. Es una lucha sin tregua donde compiten, sin discriminación, todas las edades, todas las procedencias y todas las creencias. Los personajes que, apurados, salen de las residencias y sin norte ni sur miden para donde coger cuando ni siquiera, después de esculcar en todos los bolsillos, los ampara una moneda con que comprar un tinto. La chocoana negra, bien negra, que surge como una diosa coronada por la inusual corona de su oficio: una ponchera surtida de panelitas blancas y miel. La parrilla trashumante donde humean al carbón los plátanos maduros. El que, en bandolera el megáfono, y en una mano el micrófono por el que promociona el premio y el sorteo, en la otra expone, sobre una cartulina y forrados en plástico para que quien los mire se ilusione, hileras de billetes de veinte mil. El nutrido grupo de coteros, descamisados, exhibiendo sus fortalezas y al lado una mochila, imitación arahuaca, donde se enfría una aguapanela, un seco y una sopa.

Los choferes de los carros de trasteos con un pie en el piso y el otro en el bomper acicalándose las uñas, restregándose el pelo con una peinilla, abrillantando el reloj o el anillo, estripándose los barritos de la cara en el retrovisor de la dodge que maneja o, si no, restregándole el capó con el dulceabrigo Los indígenas que abren su pequeño entable de yerbas, amuletos, monicongos y menjurjes. No los anuncian o el anuncio es el colorido de sus abolorios de pieles, garras de guatín, conchas de gurre, congolos, granos, semillas, colmillos de jaguar o tigre. Atienden con discreción sus clientes que no pasan de ser tímidos campesinos o campesinas, prostitutas novicias con las primeras señas de la amargura trazadas en la frente, que se arriman y en confesión le secretean sus recientes desgracias o los apremios de un mal que las preocupa.

En la misma calle, al frente, encima de una vieja ford y haciéndole compañía al desconchado parlante, media decena de frascos llenos de indescifrables embrollos de tenias, nudos de oxiuros, de parásitos fabulosos y amarillentos, y regada por el aire la voz gangosa del milagrero quien ofrece el mayor secreto de la sabiduría de los caciques amazónicos. Lleve dos por el precio de uno. La completa satisfacción o la devolución de su dinero. Luchando por imponerse, Darío Gómez porfía con El Charrito Negro, Rodolfo, Olimpo, Vicente Fernández o Los Diablitos Vallenatos. Al fondo, desprendiéndose del olvido, suenan, después de Gardel, Los Trovadores de Cuyo. Hombres vestidos a la usanza de los carniceros ofreciendo, sobre hojas de congo, llamativos lotes de carne a menos de la mitad de precio. La eterna voz ronca, casi sacerdotal, del vendedor de cáñamo, bolas para la polilla y agujas capoteras. La no menos distinguida del tinto, el pintadito y el milo, la del de la avena fría y la jorcha. Los que anuncian su venta golpeando la olla con la tapa. Es una olla con culo de fogón que descargan donde el interesado se antojó de comer, caliente, una raya de salchichón, una suiza, un chorizo, una porción de criollas o un lote de chunchurria humeante.

Si, ya se mencionó, en Las Galerías prevalece un orden: es el que le ha otorgado la tradición, los años y es el que, a punta de desobedecer y por encima de cualquier alcalde, se han ganado quienes las ocupan. Quien me vendía las frutas, El Grillo, alguna vez invitándolo a una cerveza, me decía aterrado, que le parecía increíble que por un pedazo de calle que no era de él le estuvieran ofreciendo ochocientos mil pesos. Y de aquí no me saca ni el putas, me enfatizaba con la seguridad de un dueño con todas las de la ley y absoluto. A excepción de los mayoristas que pueden vivir de la monooferta, muy pocos viven de la venta de un solo producto. Como depósitos a la intemperie se ven calles enteras ocupadas, digamos, por innumerables racimos de bananos, plátanos, guineos. Esa calle, que permanece alfombrada por capas y capas de desperdicios, a fuerza de trajinarlos, ahora, creo, es el piso.

En Las Galerías se imponen los minicarteles de todo: del cilantro, de la naranja, del plátano, del tomate, de la yuca, del guineo, de lo que sea, que actuando como intermediarios son los que le tasan el precio. Son cofradías secretas que mediante códigos o claves establecen a como van a pagar tal o cual  producto. Ellos, que son los que los adquieren directamente de los campesinos saben, antes del amanecer, por ejemplo, como está la oferta de la naranja o de la yuca y a como hay que comprarla. La oferta de los chontaduros, siempre, y del maíz en cosecha o en semana de Feria, es monopolio de los chocoanos. Las cosechas se encargan de darle otra dinámica al mercado, los precios se deciden y definen al momento de la compra: es cuando opera la sicología y el cliente está en manos de la incertidumbre.

Los restaurantes o, mejor, los comederos, se pueden agrupar en tres categorías: los ambulantes u ollas con culos de fogón, que venden lo que sirve para aligerar el hambre y no para aplacarla, como ya se mencionó. Los a la intemperie: improvisados fortuitamente en algunas esquinas o zaguanes, venden a precios módicos sobre todo desayunos y ofrecen, tal vez, uno o máximo dos platos diferentes: frijoles o sancocho, la gente come de pié o sentados en los sardineles. Los estacionarios: indistintamente están localizados al interior de los pabellones, ofrecen variedad de platos para una clientela también variada, en ellos los comensales pueden sentarse. Para calmar antojos o para salvar un cliente que llega de afán siempre tienen a disposición chorizos, albóndigas, empanadas o tamales, y en sus menús diarios no falta toda clase de sancochos: de gallina, de espinazo o de cola, frijoles y sopa de mondongo. Los más pintorescos se encuentran, como gallineros, ubicados al interior del pabellón de carnes.

El comedero más particular o exclusivo de esta categoría es el situado en el llamado Cambalache, bien al fondo. Los más abandonados de la vida encuentran aquí, por mil pesos, un plato lleno de frijoles con garra. Una porción adicional de arroz, chicharrón o carne, un plato de migas, de papas chorreadas, de albóndigas, un frito de chunchurría, cuesta un poco menos. Los comensales no tienen ningún reparo en sentarse en el suelo a compartir con otros la gracia de una comida bien trancada. Cambian, en todos, la presentación, el aseo, los protocolos, la urbanidad y, en todos, los perros son una constante que en algunos se admiten o se aguantan, en ninguno se maltratan, y en el último se aprecian y consienten. Las sobras de calidad, si está de buen genio la dueña del comedero, son para el indigente que pasa o el pordiosero que merodea. En virtud de la sazón de la dueña o del aseo, algunos negocios han merecido el favor de una clientela distinguida, a ellos concurren dueños bien vestidos y de buen comer y no es imposible encontrar empleados que se desgajan de la otra ciudad a calmar, a buen precio, el hambre que procura una jornada de trabajo.

En cada pabellón perduran los altares florecidos de flores de artificio, donde humea una parrillada de veladoras que los devotos ofrecen a su patrona, y a un lado una alcancía donde voluntariamente se deposita lo que sea para el sostenimiento. Son los colectivos. Alguien, para ofrecerle una oración, se desagrega de la rutina y se arrodilla al frente con contrito recogimiento. Nadie pasa de largo, merece la Virgencita que se descubra la cabeza, se le pegue una mirada y se le encime una bendición. La religiosidad personal tiene otras manifestaciones visibles en los rincones o debajo de las mesas. En ejemplar convivencia se reparten la luz de una vela o una veladora, uno o varios santicos, estampas, escapularios, cruces y medallas. También, y honrados con flores de plástico o luces de colores, sobre la pared cuelgan algunos cuadros santos que disputan su preeminencia con la cartulina de la lista de precios, la penca de sábila, el súper héroe armado hasta el ridículo, el almanaque con su indecorosa mujer, y el nombre, en franca caligrafía y sincero diseño, del negocio.

Uno de los gremios más destacados por la compleja, casi mágica variedad de ofertas, es la de los cambalacheros. A pesar de poseer un domicilio: encima del pabellón de los granos, siguen siendo un enjambre errabundo y sin destino, compacto, de hombres que se reúnen a comprar, vender o cambiar, en un principio relojes y alhajas, ahora, lo que sea. Los puros relojeros conformaron su disidencia y despechan sobre la 20 con 18, donde están aquerenciados. La movilidad de los demás, derivada de las características de los productos que manejan, los ha obligado a pasearse por todas Las Galerías esquivando la persecución de las autoridades. Para evitar que vuelvan a reincidir en determinados lugares, en estos y estratégicamente, se han instalado llaves de aspersión que se abren apenas se nota su presencia. Con este procedimiento, además, se evita la confrontación directa con la Policía.

Pero ningún sitio de Las Galerías encierra tanto aterrador encanto como el del Cambalache. Enlistar la variedad inacabable de productos que se ven sería una proeza interminable al mismo tiempo que un maravilloso ejercicio poético. Desde el cascarón de un reloj despertador y un huevo anidador hasta una puerta de reja. Desde una taza de baño azul y despuntada, hasta una cajita de música, muda y entristecida por la bailarina mocha. Retales de espejos, camas, sillas de peluquería, mimbre, dentistería, de ruedas. Cerros de cucharas, pelucas, depiladores y tijeras. Discos, disquetes y cidis. Cuencas de televisores, ojos de vidrio, cajas de dientes, caballitos de palo, computadores completos o en carcaza. Sonajeros y serruchos. Sogas, correas, corbatas, botones de camisa y de ascensores, teclas, ollas pitadoras. Peones, caballos, reinas, enciclopedias, biblias, novenas, vitelas, torres. Terneros embalsamados, micos embalsamados, cabezas de toros embalsamadas. Mamparas, balones. Novenas, libros y revistas por centenas, colchones, alcancías, vírgenes, cristos, santos para procesión o para la pared. Lápidas, candelabros, claveles, agapantos, rosas artificiales, aritos, afiches y retratos. Mapamundis, rosarios, escapularios, medallas, estampas, billeteras. Ches y Chapulines y Chaplin. Calaveras, arrumes de gafas, brújulas, banderitas y banderas. Ventanas, teléfonos, lapiceros, máquinas de afeitar, de coser y de escribir, triciclos, boinas, carrieles, cunas, ruanas, cobertores y manteles. Cabezas, manos, troncos de muñecas o de maniquíes. Monicongos, alambres, barajas, campanas, portarretratos, puñales, atriles, guitarras y cornetas. Radios, fichas, rines, galápagos, pedales, manubrios, juegos por pedazos o enteros, rompecabezas, discos, bolas de billar, fichas sueltas de dominó o parqués, álgebras, tablas de logaritmos, termómetros, metros, microscopios, telescopios, binóculos, toneladas de ropa y cassettes. Damajuanas, máscaras, frasquitos, balacas, cometas, pitos, relicarios, jeringas, trenecitos y carros de colección, de cuerda o de palo, timbres, teléfonos, agendas, libretas, maletines y floreros… todo. Objetos y cosas y más cosas bregando por alcanzar su plenitud o, por fin, su fin; con un dueño que no sabe que las tiene hasta cuando llega el cliente y las descubre, casi podríamos decir que las inventa. No tienen un precio o vale el tono o la semblanza de necesidad de quién las requiere. Aquí, la imaginación le reconoce a la realidad la precariedad del hombre frente a la eternidad del tiempo y la indoblegable terquedad de las cosas. Porque se ven objetos adentro, encima, colgados, por debajo o al lado, naciendo, agonizando o muriendo de los demás objetos, la sensación que le produce a quien lo visita es la de que llegará el día en que los seres que lo ocupan deberán ceder su lugar en favor de los objetos. Entre los montones y montones de cualquier cosa, los hombres adquieren, avasallados por los objetos, la inconsistencia de lo irreal, las cualidades de una cosa, como maniquís, de los que se distingue porque hablan y de vez en cuando se escapan a orear su humanidad o a prodigarse un tinto. Huelen a lo que es imposible precisar, en todo caso a algo más que herrumbre. Permanentemente, de un modo casi angustioso o feliz, entra y sale la gente como a un colmenar las abejas.

De la fauna de Las Galerías, los perros son apenas una muestra: de todas las calañas, han recalado aquí por accidente, de nacimiento o por adopción. De muchas razas. Sarnosos, roñosos, cojos, flacos, criollos, enfermos, heridos, moribundos. Perras con su racimo flácido de tetas. Atléticos, temerarios, envalentonados, serios, confianzudos. La mayoría carecen de nombre y de sobrenombre, se les distingue por su filiación con los amos, por sus cualidades físicas, por sus querencias o por sus mañas. Por lógicas razones se amañan en el pabellón de carnes donde suelen salir encarnizados con metros de tripas o con un tajo de trompa de res con el que, favorecidos contra una pared, se gastan una mañana en ablandarlo y consumirlo. Descartan cualquier amistad con los perros de seguridad, tienen la certeza que son de otro mundo o por lo menos de otra clase, y así se los hace saber el perrero. Son huestes cuando una perra en celo les remueve sus instintos, en tal caso suelen recorrer sin sosiego ni destino por cualquier parte, incluso sin importarles el mundo de los hombres. La calle, como para muchos humanos, es su casa, ella les prodiga un alero, un rincón, un costal o un cartón para descansar, para dormir o para morir. Los de pedigrí no se bajan del carro y ven pasar el mundo, múltiple e innumerable, detrás de las ventanillas.

Por su relación con el trabajo y con los hombres, a los caballos los acompaña otra suerte, excepcionalmente funesta e inhumana cuando sus propietarios abusan de su sumisa generosidad y los cargan como si se tratara no de un animal sino de un jeep. Parqueados donde les corresponde son un gremio inocuo acaso perturbado por las oleadas de moscas que convoca el olor de sus orines y excrementos. Ahí, cuando sus dueños los aprecian y les reconocen su valor como fuerza de trabajo, se pasan las horas boleando cola para disuadir las molestias y disfrutando de la melaza con salvado, de los picados de vástago y cáscaras de plátano o de los recortes sanos de zanahorias que los carretilleros rescatan de los desechos y depositan en cajones o en costales que les cuelgan de las orejas como estrafalarios aditamentos. Los caballos son seres mitológicos, santificados por la resignación y la paciencia. Los liberan de las carretillas cuando no están trabajando, pero para que no vean los halagos de la realidad o las tentaciones de la curiosidad se las anulan echándoles un poncho, una ruana o le enredan un costal sobre la cabeza. Las carretillas comprometen, en su mayoría, la participación de una familia. No es nada raro, entonces, ver a la hora del almuerzo, al padre, la madre, los hijos, al menor en un guacal cuna, y al perro, reunidos como si lo hicieran en el comedor de la casa. Menos mal, no se ve con la frecuencia de antes carretilleros rabiando de impaciencia y azotando con el zurriago al animal cuando, imposibilitado de seguir por el peso de la carga, sin fuerzas, se plantaba o se caía en la mitad de la calle.

Hay otros caballos pero son para la venta. Junto a otros animales son los que se hacen en la esquina de la calle 23 con carrera 18. La insignia que identifica el lugar es una venta callejera de rejos, lazos y zurriagos, galápagos, zamarros y monturas. Es este uno de los lugares más peculiares de la plaza, más surtido y jolgorioso cuando suena navidad y año nuevo, época en la que gruñen manadas de marranos entre montañas de helecho. Pero en cualquier mes se venden chivos, terneros, cabras, ovejas, vacas, perros, bueyes, toros, patos, pavos y gansos que conviven en mitad del frenesí con la gente y con los carros. Cualquiera puede venir a venderlos, pero los verdaderos beneficiados son los intermediarios. A estos se les conoce por su indumentaria: sombrero ganadero con cinta de cuero o pluma de pavo o gallineto, con poncho al hombro o al cuello, soga al brazo, zurriago en la mano o colgado en la muñeca, con una navaja capadora en la correa, como un distintivo llevan entre los labios un palillo de dientes que con destreza manipulan con la lengua, de aquí para allá, como si fuera un juguete. Son los que le abren la trompa a las bestias o a las vacas para fijarse en los dientes y otorgarle la edad, o los que a silla o a pelo, en el confuso alboroto de la calle, saben como montarlas para ensayarlas bajo la mirada escrutadora del interesado y la desaprensión de los transeúntes que apenas los miran pasar.

Un cuadro singular aunque no ya novedoso es el de las cabras. Nueve o diez, abigarradas en un carro de estacas por donde sacan la cabeza para comer, de una canoa, lo que en abundancia desperdicia Las Galerías. Nadie las anuncia sino ellas mismas con sus peculiares berridos. Sustraerse de mirarlas es una opción que sólo se le ocurre a quien va de afán, está acostumbrado a ellas o no le funciona la curiosidad. La viva humanidad de sus ojos y la expresividad de su cara les acentúan su gracia. La docilidad en ellas es un don, don que aprovecha el dueño para ordeñar la de turno directamente en el vaso que va a consumir el cliente. Hay miel, brandy y cola granulada para potenciarla. Las virtudes afrodisíacas, regenerativas y medicinales de la leche ya no se avisan, el cabrero supone que todo el mundo las conoce. Atardeciendo, cuando también atardece el jaleo de la ciudad, las cabras vuelven a su aprisco como los que tienen casa a sus casas.

Una pared, de pronto, se suerte de jaulas llenas de vuelos encerrados, de bullicios y embrollo de plumas. Son los lugares puntales donde se venden pericos, canarios, sinsontes, loras, cacatúas, palomas y todo lo relacionado con el ramo; es decir, lo que tales ejemplares requieren para salvar su estadía en la vida de los hombres. Alimentos, medicinas, vitaminas, jaulas, comederos, bebederos y dormideros comparten estantería con la artesanía en cerámica, cabuya, bejuco, alambre y madera. En una amalgama informe de ruidos, chillidos o pitidos, metido entre totumas, chipas de lazo y cabuyas, lo atiende quien también entiende de sexo de las aves y de veterinaria elemental. En ocasiones se ve espantando no las supuestas moscas, no, sino la lluvia de plumas de las aves enjauladas o el menudo cascarerío de las semillas del alpiste o del girasol.

Dentro del pabellón de frutas, verduras y yerbas siempre ha existido un pequeño lugar de ensueño, una recova, donde para la venta, además de gallinas hay patos, gallinetos, pavos o piscos, palomas, gatos, conejos y curies. Me encanta visitarlo, me sobrecoge la sensación que estoy en uno de los galpones del Arca de Noé. Huele a altamiza, como huelen los nidos de las gallinas que se dedican a empollar, olor que se aviene con los que provienen de los aledaños puestos de yerbas. En estos, en los puestos de yerbas, se ven las yerbas pero no se ven los puestos, son como guaridas tupidas de ramas, chamizas, raíces, tallos, cortezas, tubérculos, hojas, flores, frutos y semillas. Huelen a un olor que sin ser preciso es agradable. El o la que despacha literalmente lo hace desde afuera porque para entrar tiene que abrirse paso como si estuviera en la espesura de un monte; son personas que, como chamanes, saben cual es la rama o la combinación de vegetales, su posología y administración: brebaje, untura, inhalación, riego, baño, tanto para el daño de estómago, el cerebro, el colesterol, el azúcar en la sangre, la ciática, las lombrices, los sofocos, el hígado, la potencia o el mal de ojo. Eso, pero también le pueden recetar para el amor: atraerlo y rendirlo. Si su caso es de suerte, le recetan baños. Si nadie le entra en su negocio o su finca no produce, le venden los riegos. O los sahumerios si de lo que se trata es de alejar un mal vecino o atraer las buenas energías. La consulta es gratis, se paga lo que se lleva.

Hay pabellones laberínticos o señalados por fascinantes pasadizos que son el camino para ingresar a puestos donde el tiempo hace mucho tiempo anda sin oficio, detenido en el surtido de costales, inmensas ollas o utensilios de alfarería, fogones hechizos, manojos inabarcables de trapeadores, escobas, cepillos, parrillas de alambre, jaulas, canecas vueltas asadores, arrumes de alpargatas, enjalmas, cinchas, canastillas y canastas de bejuco; esto en el pabellón de granos. El más extraordinario por su destinación comercial es el que está encima del Sótano. Es, digámoslo, una versión más ordenada y amplia que el Cambalache, distinguido por el olor a herrumbre con toques de los que en rachas se vuelan de las pescaderías y de las queserías vecinas. Chatarrerías y corretajes sin un lugar donde les quepa una puntilla más. Talleres donde por igual le amuelan unas tijeras, le tapan el culo a una olla, le desatoran una clave, le abren un candado, le reparan un secador de pelo, una brilladora, un televisor o un radio, le recomponen una porcelana, le venden un transistor, una pipa de gas, un villabarquín, una muleta, mates y candelabros, mancornas, todo lo que busque o lo que se imagine de pvc, colecciones de llaveros, una taza de baño, le cambian las resistencias a un fogón, le componen un pie, le afilan un serrucho, le hacen las roscas a un tubo, consigue el repuesto de segunda para la arrocera, el limpia brisas para el carro o la pata que se le quebró a las gafas, bolas y tacos de billar, cuchillos y machetes por miles, diapasones, estetoscopios, cristos, toneladas de llaves, pilas de discos, montones de brochas. Pequeñas zapaterías donde si lo que busca no es el servicio, consigue todo lo relacionado con la industria marroquinera: billeteras, chaquetas, cachuchas, guantes, monederos, correas, botas, zapatos, carteras, bolsos, maletines de escolar y ejecutivos, del 60 o de ayer, pulseras, guayos, estuches, repujados y vestidos. Es inefable, casi universal, el surtido de los ropavejeros: disfraces, vestidos de noche, de gala, de baño o para entierro, matrimonio, grado, cumpleaños, hábitos, camisas, blusas, pantalones para niños, adolescentes, jóvenes, mayores y adultos, ruanas, chales, bufandas, fajas, chaquetas, medias, brasieres, tangas, pantalonetas, pañoletas y  pijamas. Corbatas las hay de todas las marcas, para todas las edades, para todas las ocasiones, para todos los gustos, de todos los colores y para todos los bolsillos.

En el zaguán de la entrada, por la carrera 17, al pabellón de granos, como un acaso inusitado de la belleza que es capaz de aguantar la indiferencia, resiste un reducto de museo de arte. Lo distingue un nombre sencillo, sin alardes: Rincón Artesanal. Puesto 49 A. Entre las manchas que deja el trajín de bultos y cargas, los rastros de manos que se limpian, altos y colgados a lado y lado de la pared, entre santos, santas, vírgenes, beatos y beatas, la sagrada familia, divinos rostros, el repetido Ángel de la Guarda detrás de una pareja de chiquillos de leyenda, el Milagroso de Buga, papas, cristos, un Chaplin y muchos sagrados corazones, sin preeminencias y cada uno diciendo su peculiar contenido, conviven óleos, acuarelas, grabados, plumillas, dibujos, equipos de fútbol, ledas entre fuentes de ensueño, ríos o islas reales o fantásticas, poemas entre mares con rocas como quimeras, mapas turísticos, payasos, pueblos de ficción o ciertos. Y, aguantando su fama, las Meninas de Velásquez. Para que no pierdan su vigencia formal y cromática, las pinturas necesitan que les miren, que alguien se entretenga con ellas para que la vida no se les salga del todo. De tanto estar ahí, y tan desapercibidas, algunas obras, desleídas por el tiempo y una humedad que huele a viejo, a lama, ya casi se confunden con la crueldad mustia y húmeda de la pared.

En este recorrido por la vigilia de Las Galerías hace falta entrar a las fraguas y a las herrerías. Quedan en la calle 22 detrás del antiguo Sena Industrial. Las caracteriza el olor a carbón mineral y sobre todo a pelo chamuscado. Es porque la mayoría de patas y trompas del ganado que entran a las carnicerías, es aquí donde se les quema para limpiarlas del pelo y regresarlas para la venta. Pero en el mismo fuego donde las patas evocan un cuadro espeluznante, se ponen al rojo vivo las varillas con que se va a modelar la pieza de una verja, un herraje, una herradura o una herramienta. Los hombres que las hacen, los acontecimientos y el lugar parecen salidos de un tiempo olvidado. Su localización: una calle de ficción, los hombres que cruzan o entran, los caballos, el humo, los colores de la estancia, el fuelle, el yunque, las pinzas, los martillos y las demás herramientas adquieren la virtud, rara, de no pertenecer a esta ciudad y a este presente, más bien a un retazo desvanecido de una película del oeste.

El mundo confuso de los depósitos de reciclaje conmueve la atención, primero, por la angustiosa humanidad que los distingue. Que trae, yo se lo compro, le preguntan a cualquiera que pasa, con más discreción a quienes la pinta favorece la duda. A ellos llegan hombres, mujeres y niños, en ocasiones familias completas, colmadas con todo lo que la ciudad sacó de su uso y de sus escrúpulos para que otros deriven de ellos su subsistencia. Siento, cuando los miro llegar casi tapados por la voluminosidad de las cargas, que son las personas donde la esperanza está limpia de impurezas. Entre ellos se cuela una franja de viejos que, cansados y solos, se les ve la dignidad satisfecha y el orgullo de prodigarse su materialidad. Otros, jóvenes, que lo que sacan para la comida es lo mínimo frente a lo que invierten para prolongar o perpetuar sus estados alterados, única forma para salvar los desafíos del hambre, del frío, del desprecio, de la soledad. Son los mismos que uno ve aspirando una bolsa con pegante, un cacho de marihuana o de basuco, merodeando los restaurantes a la intemperie, ojeando un descuido del dueño para jalarse un costal o un repollo, rebuscando un bocado de comida en las tolvas o en los recipientes donde se depositan los desperdicios, o arrumados contra una pared de la Jorge Robledo favorecidos o a punto de perecer entre los cerros de guacales.

A las cantinas que circundan Las Galerías las mueve una realidad paradójica. Enseguida de la mesa -repleta de todo- donde llora un cliente abrazado a otro que lo consuela, y consumidas por el sueño los mira un par de mujeres sincera o maliciosamente condolidas, hay otra mesa -todavía más repleta- donde un par de machos con un par de hembras sobre las rodillas les esculcan caricias por donde las manos caben en medio de júbilos y risas complacidas. Campesinos de dominguero o estrenando gafas y zapatos, ostentado, por obra y gracia del dinero, poderes de ficción, arrebatos de grandeza. Gastar en tales sitios, y gastar a manos llenas, no es un acto de la voluntad, es un acto que cae más bien en las competencias de un desafío. En algunas, con cierta regularidad o diariamente, se arma la fiesta amenizada por los Jilgueros del Norte, Las Hermanitas del Valle, Los Rumberos de la Julia, los Alegres de Belem o los Mijos de Minitas. En otras sólo basta un maraquero y otro que le pegue duro a una batería: a la postre dos tambores horizontales parchados con cinta de enmascarar y templados con alambre, un tambor vertical con cueros de vaca peluda y la rodaja maltrecha y desbordada de algo que alguna vez fue un platillo; eso sí que sea alto, bien alto el volumen del disco que suena para que la bulla cumpla su cometido: congregar a la gente como lo hace la luz con las polillas. No deja de ser curiosa la proliferación de tales programas cuando el café abunda en los cafetales. Las casas de citas, sin cuenta, cumplen otra función, es un mercado magnífico circunscrito a lugares no tan clandestinos donde, desde niñas hasta veteranas, exhibiendo o poniendo en evidencia sus atributos, se pasean, se sientan o se paran hasta cuando el más interesado, con un gesto la reclama y la arrima a su mesa para negociar. No es usual que la transacción fracase cuando la mujer llena el gusto y los deseos del cliente. Sellado el cruce, de pronto una cerveza, un trago y sin más preámbulos a la pieza. Salir implica otros esfuerzos: él, si se queda, es para rematar o seguir compartiendo con sus amigos, si está con ellos, o cargando baterías para echarse otro tirito y con eso quedar demostrada su fortaleza. Ella, que sale con discreción y bien puesta, casi bañada, busca a toda costa pasar desapercibida, de otra manera la posibilidad de otro la pondría en cuestión. En las casas de citas, el amor -si así puede llamarse-, cae en otros niveles de humanidad donde los celos, -si los hay- la apostura, la belleza, la profesión, el modo de vestir, el poder de cualquier tipo, lo disipa un solo rasero: la plata; quien la posea, así vaya de poncho, con zurriago, de botas pantaneras, de corbata o en camisa, de paño, en bluyines o en ropa de trabajo, puede acceder a cualquiera, la más bella o la más buena. Ese es su misterio, por eso su encanto.

El pabellón de carnes es un recinto cargado de inquietantes impresiones. Un Sagrado Corazón entronizado en la entrada principal, alto, donde la sangre no lo salpique. La blanca pulcritud mañanera de los dueños y ayudantes de los puestos. Su curiosa manera de izar lo que se quitan más arriba, en un par de cachos que fungen de perchero, donde no los pueda estropear la sangre o la mugre. La gozosa tarea de afilar los cuchillos y la de distribuir y colgar las diferentes partes del novillo y correspondientemente el goyesco juego visual de texturas y colores. Espinazos, costillares de res o de cerdo, piernas, colas, mondongos, chunchurrias, asaduras, hígados, boges, franjas de tocino, todo sangrando, encortinan la estancia, colgadas como partes propiciatorias de un sacrificio del cual todos somos partícipes. Cuando no hay nada que hacer, como rarísimos médicos, los carniceros se sientan a averiguar el mundo, el país y la ciudad en La Patria. A un lado del surtido de cuchillos, de las limas, de la piedra de afilar, del trapo limpiador y del matamoscas, sobre la mesa enlosada, se ponen a repasar en el cuaderno de los fiados la cartera vencida o aguardar, con las manos atrás, la gracia de un comprador. A un lado, aparentemente revestido de ninguna cualidad, la escultura sangrosa y grasosa del tronco para picar y encima, coronándolo, el hacha. El teléfono, como un secreto, encajonado donde no se ensucie. En el suelo, a un macabro tendamental de cabezas de res, les vive en los ojos desorbitados el horror de la muerte. Cuando lo surten, el pabellón de carnes es un recinto de actividades y bullas fragorosas y alegres, de interjecciones y onomatopeyas amigables que buscan incomodar el buen genio del Tuerto que anoche se fue con la Berrinches, la moza de Culoefoto. Hachas destrozando la resistencia de los huesos, cuchillos rasgando cueros, perros provocando malos humores y maledicencias, trabajadores llenando, vaciando o transportando carretadas de vísceras, patas, cabezas, huesos; voceadores ofreciendo suertes, relojes, calculadoras, maduros o cilantro. La verdadera babel la arman los olores: el indefinible de la carne que está, que pasa, que se cuelga, que se cocina, que se pudre, que se quema, del humo abigarrado y confuso de las cocinas, de los otros que producen las veladoras y las velas de los santuarios personales y del santuario principal, del humo que, como un monstruo de mil tentáculos, se cuela por cualquier orificio y se origina en la fabrica de chocolates.

La actualidad del país es un ejercicio que sin mayores esfuerzos se puede leer y deducir de las paredes. Escritos amenazantes que cifran sus ideales de liberación en la muerte; dan miedo.

Pararse y ver pasar lo que pasa es un ejercicio que excede las posibilidades de los ojos, los atropella. Es dejarse impresionar por un collage de situaciones que desborda las sensaciones, conmueve los sentimientos y deja la razón en la cuerda floja. Los y las que, sin que sus congéneres les prodigue la más leve vergüenza, contra una pared se bajan lo que se ponen y hacen lo que en un baño no pueden hacer porque no tienen cinco centavos para pagarlo. Las balanzas de los negocios de la calle, viejos relojes que a punta de uso, el tiempo los desheredó del vidrio y les rasguñó los números, me parece que no sirven para pesar sino para apoyar un poema o corroborar la fe. El amor arrinconado de los perros cuando la fiesta de reproches de los hombres no los deja ser y hacer. La jubilosa mujer, jubilosa y radiante, llena de dones, que pasa como una diosa y como una diosa desaparece. La de las otras, muchachas hermosas y humildes, ayudantes de sus padres, de rostros vivaces, curvas tentadoras, cuerpos que halagan la mirada e inquietan la caricia. La indumentaria de la gente cuando los corrobora en su oficio, como el dulceabrigo del cargador de papas, el poncho o la mulera del carretillero, la bata o el delantal del carnicero o la cargazón de abalorios y chécheres de la loca que vuelve a bajar. El ramito de algo que los vendedores de verduras como un amuleto se engarzan en las orejas para que les vaya bien, por ahí mismo la bendición que se rayan con el billete de la primera venta. El niño que alrededor del puesto del papá monta su sueño de chofer con una cajita de bocadillos atado a una cabuya o, semejante, la niña que en una mano lleva la venta y en la otra la muñeca. El carro radiante como una extravagancia, impío como una humillación, del que después del chofer, de otro y otro y otro que lo cuidan, lleno de oro se baja el dueño del supermercado. Del que pasa siendo uno con unos retazos de bicicleta o con una mesa carcomida sobre la cabeza como una corona innombrable. Del desayuno o el almuerzo, en humeante bandeja, que va por entre la multitud suscitando envidiosos antojos. De las jubilosas broncas, celebraciones o peleas repentinas que se riegan como pólvora involucrando todo un territorio. De la sorpresiva visita de los soldados en recogida buscando pobres para el frente de batalla. De los intempestivos gritos de atájelo, atájelo que vocifera la multitud cuando el ladrón, como una flecha y con su botín, ya va llegando a sus predios impenetrables, ante la cara de desilusión del perrero. De la ambulatoria vitrina como una urna donde se favorecen de la intemperie la natilla y el buñuelo. De la loca encajonando sus ilusiones en apartados del cielo o del loco rabiando con el viento o alegando con el sol. De los enamorados sacándole filo a sus lujurias entre el escándalo de colores de los mangos, las granadillas, las mandarinas, los lulos, los bananos. De los que, de uno a otro puesto, entre hijueputazos y difamaciones se sacan los trapos al sol. De la obstinación del Renault cargado de revuelto hasta el abuso, destartalado y todavía con fuerzas para seguir aguantado los improperios de su dueño cuando no le da la gana de arrancar. Todo parece desfilar como oriundo de la imaginación de un dios alucinado, borracho o loco.

Levantar la mirada al sur y descubrir, bien encima, el enorme peñasco: enorme, hermoso y humano de la Catedral y a su alrededor otra ciudad, distinta, acatando una realidad menos consecuente, quizá, con la poesía y más amiga, tal vez, de la urbanidad y el orden.

*Escritor.