Jorge E. Zapata: bastión de la inteligencia y la cultura caldense

La siguiente es la presentación que hizo el presidente de la Academia Caldense de Historia, Ángel María Ocampo Cardona, del escritor, historiador, poeta y gestor cultural caldense, Jorge Eliécer Zapata Bonilla, en cuyo honor se creó el Concurso Ágora de la Literatura Regional, una iniciativa de la escritora María Ligia Acevedo, directora del impreso literario Punto de Siembra

El concurso, que abarcó los géneros narrativa en la modalidad de relato o soliloquio y poesía, fue fallado el pasado 18 de enero y resultó ganadora la poeta Leonor Riveros Herrera de Calarcá (Quindío). El jurado estuvo compuesto por los autores Adalberto Agudelo por Caldas, Juan Alberto Rivera Gallego por Risaralda y Carlos Alberto Ricchetti de Argentina, la cuota internacional.

Punto de Siembra fue creado en el año 2015 “con el objetivo de servir de ventana a escritores que no hayan logrado dar visibilidad a sus nombres y a sus letras, bien por carecer de una producción para conformar un libro o de recursos económicos suficientes para cubrir los costos de una editorial. Encaminado a apostar por esos sueños nació y viene dando frutos Punto de Siembra”. Ha logrado editar 21 autores en diferentes géneros literarios.

El Impreso ha hecho presencia con algunos de sus autores en la Filbo en dos ocasiones, en la Felipe, en el Mercado Cultural y Feria Café y Libro de Pereira por tres años consecutivos. La colección también ha circulado en países como Cuba, España, Italia, Estados Unidos y en Colombia en diversos   lugares.

“Gran satisfacción es, y para resaltar, que varias de las ediciones de Punto de Siembra han alzado vuelo y algunos de sus autores han publicado obra completa y ganado concursos nacionales”, anota María Ligia.

Estas son las palabras del escritor Ángel María Ocampo:

Deseo empezar esta semblanza evocando un fragmento poético de Jorge Luis Borges:

“… en estos días pensé en mis amigos y amigas,
Entre ellos apareciste tú.
No estabas arriba, ni abajo, ni en medio.
No encabezabas ni concluías la lista.
No eras el número uno ni el número final.
Lo que sé es que te destacabas por alguna cualidad
Que trasmitías y con la cual desde hace tiempo
Se ennoblece mi vida…”

No olvidaré la afortunada circunstancia en que conocí a Jorge Eliécer Zapata Bonilla. Corría el año 1982 y me encontraba cursando los últimos semestres de Lenguas Modernas en la Universidad de Caldas. Alentado por mi profesor de Sociolingüística, Octavio Hernández Jiménez, había decidido participar en un concurso de ensayo en la Universidad con un modesto trabajo sobre el folclor del oriente de Caldas, que después de obtener el premio se convirtió en la base para la primera monografía histórica que hice sobre Marquetalia, mi pueblo natal. En ese entonces Jorge Eliécer Zapata Bonilla publicaba en el diario La Patria, como corresponsal de Supía, muchas crónicas, artículos periodísticos, reseñas de libros y ensayos de historia regional que aparecían con frecuencia en el suplemento literario Revista Dominical. Además, desempeñaba un cargo en la Contraloría Nacional, con sede en una oficina del Edificio Caja Social de Ahorros, en la carrera 23, detrás de la catedral. Allí lo visité por primera vez, para compartirle mis iniciáticas preocupaciones por la literatura y la historia de los caldenses y para solicitarle me tuviese en cuenta en los eventos académicos que él promovía en los municipios, para visibilizar los nuevos talentos literarios de la región caldense.

Allí comenzó mi amistad con Jorge Eliécer Zapata Bonilla. Amistad cuyo fruto es hoy un intangible difícil de ponderar. Gracias a él, empecé a recorrer los caminos de la historia regional, me involucré con la Academia Caldense de Historia que él ayudó a fundar en Anserma en agosto del año 2002, y que después de dirigirla por un espacio de doce años, recomendó mi nombre para sucederlo, labor que vengo desplegando desde hace siete años, inspirado siempre en el deseo de no defraudar la misión que él contribuyó a formular. Y estoy seguro de que, como yo, muchos intelectuales más de esta época guardan en el corazón la memoria de Jorge Eliécer, como un mentor que desde nuestra juventud, nos enamoró de los embrujos de los libros, de los archivos, de los museos, de los cuentos, de las novelas, de la poesía, del estudio del pasado.

Por estas razones que difícilmente sintetizan la gran gesta pedagógica del humanista Zapata Bonilla, agradezco hoy a la escritora y gestora cultural María Ligia Acevedo, la oportunidad que me brinda de hacer parte con mis colegas de la Academia Caldense de Historia, de este merecido homenaje que se le brinda al escritor supieño. En hora buena se ha bautizado con su nombre un certamen literario que tiene como propósito promover los nuevos talentos de las letras caldenses. Excelente estrategia ésta para eternizar la memoria de un hombre bueno que optó en su vida por el apostolado de la inteligencia.

En el libro biográfico que publiqué en su homenaje en el año 2017 hice una afirmación que hoy deseo reiterar para darle fin a este breve panegírico: Jorge Eliécer Zapata Bonilla es un bastión de la inteligencia y de la cultura caldense. Ha levitado por encima del panorama literario caldense, sin soberbia ni jactancia, sino con la humildad que se requiere para convertirse en punto de referencia, en líder natural para jalonar el desarrollo de la identidad caldense. Él convirtió el objetivo principal de su vida en proporcionar un lugar alto y seguro a los amantes de la historia y de la cultura para vigilar en el buen sentido de la palabra, el quehacer de las letras caldenses. Se dedicó a registrar en el mar proceloso de la intelectualidad caldense, los más importantes hitos de la creación literaria, la investigación histórica y la promoción de los talentos. Jorge Eliécer Zapata Bonilla es un vigía, una atalaya, un bastión de la cultura de Caldas.

*Presidente de la Academia Caldense de Historia.

 

.

Colombia, tierra de luz

Más de 10 años de trabajo y la memoria de 30 puntos del país azotados por la violencia están condensados en el más reciente proyecto fotográfico de Santiago Escobar-Jaramillo. La luz es el medio y el lenguaje a través del cual este fotógrafo manizalita desarrolla un comprometido esfuerzo de reparación simbólica.
separadorLibro-Colombia-Tierra-de-Luz-Santiago-Escobar-Jaramillo

Al tomar un ejemplar de Colombia, tierra de luz se experimenta la sensación de emprender un viaje por oscuros rincones del país, de indagar entre las páginas de un informe secreto que es urgente revelar, de hacer parte de la edición de un libro fragmentado cuyos pliegos aguardan por la versión definitiva en manos del lector.

No se trata solo de un libro de fotografía sino de una experiencia en varios sentidos. Del mismo modo, rotular a Santiago solo como un fotógrafo sería ignorar la forma total de su autoría en este proyecto que él ha cuidado desde el encendido de las antorchas hasta las costuras visibles en la encuadernación.

Este proyecto, publicado por la Editorial Universidad de Caldas, parte de un prolongado ejercicio de acción participativa, con episodios de instalación artística, intervención arquitectónica, taller creativo y performance. Meterse en esas páginas permite recorrer junto a su autor diez años de trabajo y 30 puntos del país, azotados por la violencia o indiferentes a la vecindad constante con ella. Todos esos recorridos del centro a la periferia y esas formas de interactuar con comunidades a través de la luz desembocan en un objeto meticulosamente elaborado: una caja de tela, dos volúmenes críticos, doce cuadernillos de fotografías y una postal.

El 5 abril de 2019, un grupo de mujeres del taller Hilos de Luz, víctimas del conflicto armado, terminaron de coser los cuadernillos que horas antes habían terminado de imprimirse en Matiz Taller Editorial, en Manizales. El 9 de abril, día nacional de las víctimas, cuando los primeros ejemplares llegaron a manos de editores, periodistas, amigos y seguidores del trabajo de Santiago, aún se sentía el espeso olor a tinta entre las páginas fuertemente cargadas de negro. La tinta fresca revelaba la urgencia de que el libro llegara justo en esa fecha simbólica; una prueba más del cuidadoso control de los detalles y del significado que ellos tienen en el trabajo de Santiago.

El registro gráfico revive las acciones e intervenciones que realizó junto a las comunidades utilizando variadas fuentes de luz. Los textos, firmados por teóricos, fotógrafos y poetas, dan cuenta de esa tensión entre luz y oscuridad, entre memoria y olvido, como recurso de reparación simbólica en medio del conflicto armado. En sus palabras, “en este proyecto, la luz no solo consiste en un aspecto material que hace visible el espacio. Es también la luz que uno lleva por dentro, desde la espiritualidad, el sentimiento, la esperanza”.

Minga muralista | Tribío, Cauca | 2017

La ruta trazada en su libro comprende 30 lugares, aunque la selección reunida en el libro se limita a 12 puntos escogidos entre ellos: zonas del país en las cuales la exuberancia contrasta con el abandono, donde la riqueza natural es la fuente de variadas formas de miseria y donde la violencia ha marcado con dolor la memoria de generaciones.

Santiago no es ajeno al recio contexto en el que se inscribe este proyecto. Cuando él tenía 12 años, su tío Guillermo fue asesinado en un oscuro episodio del conflicto. Este momento cobraría vida desde sus primeros proyectos artísticos y reaparece de forma contundente en Colombia, tierra de luz.

Hace diez años, entre sus estudios de arquitectura y su maestría en fotografía, comenzó a hacer maquetas en las que reproducía a escala, con soldaditos de plomo, escenas del conflicto, como aquella de la que su tío fue víctima. Era una forma simbólica de desescalar la guerra, de verla en pequeño y de cerca. Gracias a ese proyecto recibió premios e invitaciones a participar en salones que le abrieron las puertas en el circuito artístico del país. Sin embargo, pronto sintió que las maquetas solo alcanzaban a comunicar su mensaje a un pequeño público privilegiado con acceso a las galerías. Fue entonces cuando decidió llevar su trabajo artístico de la miniatura a la intervención en espacio, de la galería al paisaje. Su representación salió de las salas y fue a los lugares donde había sido una realidad y a otros desde donde había sido ignorado. “En cada lugar que empecé a recorrer encontré una geografía diferente: desde el desierto a la selva, desde la zona montañosa a la planicie, desde las ciudades al cambuche; y al mismo tiempo reunir a los distintos actores armados: paramilitares, guerrilla y el mismo Estado”, afirma Santiago.

La primera intervención consistió en una serie de estructuras piramidales iluminadas con fuego sobre el despoblado Morro de Sancancio. Desde Manizales, las 36 pirámides tendidas en el cerro tutelar lucían como un gran triángulo que simulaba un campamento de desplazados. El registro fotográfico muestra la confrontación entre la ciudad habitada y esa simulación de una realidad que los manizaleños suelen sentir alejada de su territorio. Pronto, los vecinos comenzaron a llamar a las autoridades, preocupados por la aparente invasión, por sentir que ahora estaba demasiado cerca aquello que siempre les había resultado cómodo ignorar desde la distancia.


Pueblo fantasma | Manizales, Caldas | 2009

Una intervención similar fue realizada con estas piezas piramidales en un espolón de la Bahía de Santa Marta, una representación de la idea de robarle tierra al mar. Esos dos momentos conforman el primer cuadernillo del proyecto bajo el título “Pueblo fantasma” y trazan algunas de las líneas que se replicarían a partir de entonces a lo largo del proyecto: la luz como fuente y como símbolo, y la fotografía como registro y como obra. Los otros dos elementos claves aparecerían a partir de la segunda fase, una acción en Santa Rita, cerca al río Magdalena, donde el territorio se convertiría en escenario histórico y la comunidad en protagonista.

Después de esta primera acción con un pueblo fantasma imaginado, Santiago encontró en Santa Rita la soledad real de una población abandonada hace 15 años, cuando sus habitantes fueron expulsados por grupos paramilitares comandados por alias Esteban. Regresar al pueblo e iluminar sus ruinas, como si aún hubiese vida recorriendo sus calles, fue la acción que llevó a cabo con la participación de la comunidad. Las imágenes recrean presencias difusas en contraste con los habitantes reales en pleno reencuentro con el territorio. Esa misma tensión entre larga exposición e incertidumbre ante el movimiento está presente en la acción llevada a cabo en Necoclí, Antioquia, donde los manifestantes de la marcha a favor de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras fueron retratados por Santiago el 10 de febrero de 2012.

Estas dos acciones asumen la imperfección técnica como una condición natural y como un eco de la realidad oscura y turbulenta de muchas de estas zonas del país. Santiago es consciente de que en este proyecto lo que la luz intenta revelar no es estrictamente visual, sino, ante todo, una conexión viva entre comunidad, memoria y territorio; una relación a ratos desdibujada, a ratos marcada por el movimiento forzoso, a ratos despersonalizada.

Así aparece en la mayor parte de las imágenes, cuya principal intención –además de la estética– es esa fuerza de traer al presente. “Todas estas eran acciones o intervenciones temporales, efímeras. La única manera de conservarlas era en la memoria de quienes participaron o en la memoria visual, gráfica, que es la foto. Al avanzar me di cuenta de que la foto podía no solo ser registro, sino que tenía que ser la obra final”.

Sin embargo, no fue ese riesgo técnico lo que generó prevención entre sus colegas fotógrafos. Acercarse al conflicto a través de actos simbólicos estaba por fuera de la línea predominantemente documental con la cual la fotografía se acercaba a esa realidad de manera recurrente. Incluso después de la quinta acción y de que las universidades de Harvard y MIT lo invitaron a presentar este proyecto, Santiago seguía sintiendo la incomprensión de compañeros del medio. La persistencia en el proceso y la consistencia de los resultados han acabado por acallar esas dudas.

Santander, La Guajira, el Cauca, Nariño, Amazonas, Antioquia, Caldas, Casanaré, Chocó, Caquetá, Arauca, Bogotá, Tolima y las riberas del Magdalena… De los 30 puntos recorridos Santiago tuvo que escoger doce para dedicar a ellos los cuadernillos que conforman el libro. Escasa, la luz proviene de mechas, antorchas, linternas, instalaciones navideñas… cada acción remite a un fragmento de la historia reciente del país y sus diversos protagonistas.

Al enfrentarlo solo, el libro toma tiempo. La primera vez es necesario romper las etiquetas tipo archivo confidencial, diseñadas por el peruano Arturo Higa, para adentrarse en los secretos revelados en sus páginas. Ese romper el papel es la única forma de entrar y ver, pero es a la vez una acción sin retorno. Aunque están numerados, el orden en el que se explora cada cuadernillo puede ser caprichoso y la lectura de los textos críticos, escritos por José Luis Falconi, María Rocío Cifuentes, Mario Hernán López, Lyle Rexer, Jorge Panchoaga y Juanamaría Echeverri, puede hacerse al final, como un diálogo con otras miradas sobre otras formas de iluminar una misma realidad.

Al compartir el libro en grupo pasa algo totalmente distinto. Esa dispersión, que a primera vista puede resultar algo desconcertante, cobra total sentido cuando varias manos pasan las páginas simultáneamente e intercambian historias de un extremo a otro del país, del fuego a la electricidad, de la desolación al juego, de la sombra al retorno. Al juntar las páginas centrales de los doce cuadernillos, la imagen desplegada conforma una gran foto con la cual se completa el círculo hacia el origen: una foto fragmentada del punto en el cual el tío de Santiago fue asesinado cuando él tenía 12 años.

En las fotos tomadas en Leticia, en septiembre de 2012, y reunidas en el cuadernillo 7 del libro, una instalación luminosa envuelve a los personajes a bordo de un planchón en el Amazonas. Treinta miembros de la Asociación de Desplazados de Nueva Esperanza (Adnues), entre quienes se encuentra Sara Siquiva, viuda tras perder a su esposo a manos de las Farc, comparten este viaje. Unidos por la luz, recuerdan las huellas de su pasado, pero recrean el mito Ticuna, según el cual al morir Yuche dio vida a nuevos seres. El relato narrado por los navegantes a bordo del planchón está marcado por la denuncia ante el abandono: al verlos y leer sus voces queda claro que la luz abre un camino entre la memoria y la esperanza, pero que se necesitan acciones más allá de las simbólicas para recorrerlo.

Colombia, tierra de luz
Santiago Escobar-Jaramillo
Editorial Universidad de Caldas
Colección Diseño Visual
colombiatierradeluz2009@gmail.com