RISARALDA: dimensión retórica y visual

Risaralda” es una obra literaria de Bernardo Arias Trujillo, el escritor caldense que empezando los años treinta del siglo XX pretendió trazar, para la cultura, una línea divisoria con Isaacs, el de María, y emular a Rivera, el de La Vorágine. Para eso, Arias Trujillo escribió esta “novela de negredumbre y vaquería, filmada en estampas”, con el “reparto” de “muñecos principales”, (como La Canchelo y Pacha Durán), “compañía de muñecos mínimos (fondistas, cuatreros, bandidos, gendarmes, negros, negras, mestizos, zambos, mulatos, criollos…), “afiches decorativos” y “objetos ornamentales”. Fue publicada en 1935.  

 Varios críticos han dicho que “Risaralda” es una novela de corte modernista y parnasiano que hace alarde, para la crítica y la historia, de las características de la escuela literaria grecocaldense.

Hasta el presente se ha editado varias veces, alguna de ellas en forma memorable, como la realizada por Rafael Montoya en Ediciones Académicas de Medellín, (1960). La lectura de esta obra se convirtió en un mojón entre mis lecturas de adolescente pues desde mi nacimiento he tenido frente a los ojos el Valle del río Risaralda, territorio que sirvió a Arias Trujillo para escenificar la vida del palenque Pueblo’e Lata, llamado luego Sopinga y, en tiempos posteriores, La Virginia.     

Esa lectura me impuso una imagen descriptiva y antropológica, más que narrativa, del medio en que se desarrollaron los acontecimientos. Desde el primer párrafo me sentí apabullado por la pedrería de sus palabras: “Valle anchuroso de Risaralda, valle lindo y macho que se va regando entre dos cordilleras como una mancha de tinta verde. Llanura de dulce nombre que de tan serlo se deslíe en los labios como un confite de infancia” (B. Arias Trujillo, 1960).

De esta obra tenía un recuerdo aletargado hasta cuando, en la Navidad de 2011, recibí, de manos de Jorge Hernán Arango Vélez, en edición de lujo, el texto de la novela del autor caldense.

Al tomar en las manos el libro en la espectacular edición, uno queda sorprendido. En primer lugar, el dueño de los derechos de autor, Lucio Michaelis, “propietario universal de las obras de Bernardo Arias Trujillo”, de la familia del autor de las obras y que vivía en Cali, patrocinó esta edición en 2009 con el propósito de entregarla a los clientes de sus empresas.

Michaelis tuvo el acierto de encomendar el concepto, el diseño y las fotografías de su proyecto a un maestro en estas lides como era Jorge Hernán Arango Vélez y la logística fotográfica a Beatriz Elena Corrales Laverde.

La obra “Risaralda” (2009), fue editada en la Editorial Blanecolor de Manizales, en gran formato, a todo color, papel de alta calidad y una diagramación pensando en el prestigio de la obra, del autor, del editor y en el deleite del lector. Se buscaba hacer de la lectura y la contemplación del diseño y las fotografías un recuerdo inolvidable y, con seguridad que lo lograron.

Las fotografías no evocan la telaraña delirante del Amazonas, ni la Costa Atlántica o Pacífica, ni el desierto guajiro, ni los áridos pegujales boyacenses o santandereanos, ni esos mares verdes que son los Llanos, ni la colcha de retazos en acuarela que son los sembrados nariñenses.

Por allá en 1969, debido al crudo invierno, por los sanitarios de las casas de La Virginia (Sopinga), brotaban peces procedentes de los ríos desbordados y caían chapaleando al piso. ¡Ni qué Macondo!

En esos mismos días me tocó subir a una canoa junto a la plaza principal del puerto fluvial y avanzar por las calles inundadas, como en una Venecia criolla, hasta la entrada al actual Ingenio Risaralda. De Pereira me dirigía a Apía, y, para colmo de males, llevaba un ramo de rosas en mis manos, pues en esa fecha se celebraba el Día de los Novios. Al trajinar con ese ramo, a pleno sol, las rosas llegaron marchitas a la casa de la destinataria.

Lo que sigue pasando en La Virginia, por los represamientos del río Risaralda al desembocar en el anchuroso Cauca: los sacadores de arena, los incendios en los cañaduzales y los atardeceres sobre el océano Pacífico, las jornadas para marcar el ganado, fue tenido en cuenta en la obra de Arias Trujillo y denunciado, en forma simbólica, por Arango Vélez.

Hay mucho más que fotografías de planes, montañas y atardeceres que embelesan. Guaduales, cañaduzales, quebradas, tambores, tiples, caballos pacientes, rostros de mujeres de bellos ojos, neblina adormecida, casas de bahareque, canoas silenciosas, sogas y sillas de montar… Por medio de las imágenes visuales se habla de un pueblo altivo y autóctono. Lenguaje beligerante. La lucha de una tierra mítica con las fuerzas naturales dominantes.

Pero, sobre todo, se trata de la apoteosis de una nueva corriente humana que llegó desplazada del Valle del Cauca, en donde era esclavizada, y que descendió en piraguas hasta refugiarse en la confluencia del Cauca y el Risaralda, ríos cargados de cieno de las dos serranías que lo enmarcan. Otros negros huyeron de Marmato hacia Sopinga al agotarse las vetas que picaban en las entrañas de la mina.

Desde entonces, sus descendientes y otros desplazados padecieron el ataque del jaguar, el sigilo de las serpientes, las inundaciones perpetuas, los incendios inextinguibles de pajonales, como el que aparece en la fotografía sobrecogedora de la portada.

Por cien años, cronistas e historiadores idealizaron la colonización antioqueña representada en este volumen, en las fotografías del arriero y la mula sonámbula debido a la mulera con que cubrieron sus ojos; la edad insospechada de los árboles; los ecos de la conquista española y de la colonización caucana; la vitalidad de la raza negra y el silencio de la raza indígena que ocupaba los pliegues de las cuchillas de Belalcázar y Apía. Los colonizadores procedentes del norte de este territorio se propusieron domar estas laderas para sembrar café y ese valle para montar dehesas.

Los blancos llegaron con sus instituciones, su avaricia y sus armas, pero, como si se tratara de una muralla, encontraron a los habitantes de este palenque firmes en la resolución de no dar un paso atrás. Jorge Hernán Arango captó el templo sumergido entre pastizales, más como un símbolo que como un retrato.

La intuición de Gustavo Álvarez Gardeazábal lo llevó a escribir, en la contra carátula: “Risaralda ha terminado siendo la primera gran novela donde se abrió el espacio a todos los personajes y conflictos sociales de la vida colombiana que entre el oscurantismo pacato y el conservadurismo bogotano impidieron por siglos que se llevaran a la narrativa”.

Con la Edición Michaelis en las manos es satisfactorio llenarse de ese espíritu que nos transmite la lectura. En esta ocasión, basta pasar y repasar, morosamente, las fotografías de Arango Vélez para comprender que son obras de un profesionalismo, una ética, una finura, un rigor, dignos de admiración.

De trecho en trecho, como reposo de esa visión descarnada, el fotógrafo publica fotos de hembras exuberantes, con sus carcajadas y vestimentas de vivos colores, pertenecientes a la raza morena, desconocida para la mayoría de habitantes de pueblos encaramados en las montañas como nidos de gulungos. Entre todas, se yergue solitaria, La Canchelo que expulsa al aire cálido de Sopinga la bocanada de humo de sus funambulescos tabacos; apropiada imagen de los ancestros afrocaribeños, patria de la macuba, la macumba y la santería.

En las fotografías los varones dejan escuchar los sones que, cuando se escribió la obra, ahí cerca, en la Hacienda Portobelo de Francisco Jaramillo Montoya, se disfrutaban, al calor del tapetusa, los aguardientes y luego el ron con miel de caña, de esos que hacían delirar y enloquecían a los asistentes de los bailongos armados por la Pacha Durán.

En esta ocasión se trata de una edición histórica del libro “Risaralda. En ella, mientras Arias Trujillo escribió con la pluma, Arango Vélez escribe con los ojos.

Jorge Hernán Arango Vélez, fallecido el 30 de octubre de 2022, seguirá siendo uno de los maestros más admirados del diseño gráfico y la fotografía en el panorama caldense.

*  Escritor.
** Fotógrafo.

 

 

 

 

 

¿Qué hay del telón de boca del Teatro Los Fundadores del Maestro Luciano Jaramillo?

Con el autor de este artículo nos preguntamos ¿Qué hay del telón de boca del Teatro Los Fundadores del Maestro Luciano Jaramillo? Y agregamos ¿Por qué no lo volvieron a exhibir al público? ¿Está en buenas condiciones? Este texto nos ayudará a conocer y entender el inmenso valor patrimonial de esta joya del artista nacido en Manizales (Noviembre 29 de 1938 – Bogotá, diciembre 1984).

EL TELÓN DE FUNDADORES

Estaban en la fase final de la construcción del Teatro Los Fundadores (1964-1965). Mientras el arquitecto Jorge Gutiérrez Duque dirigía la construcción, Fausto Galante y Doménico Parma hacían cálculos, el ingeniero Alberto Montes Sáenz se dedicaba a la interventoría; algunos de estos arquitectos: Hernando Arango G., Germán Arango L., Jorge Arango Uribe, Gonzalo Botero J., Alfonso Carvajal E., Hernando Carvajal E., Enrique Gómez G., Roberto Vélez y Agustín Villegas B se movían de un lado para otros e impartían órdenes, el Maestro Luciano Jaramillo pintaba el telón de boca.

Por otro lado, instalaban las tramoyas y equipos especializados diseñados por el ingeniero alemán Wolfang Hannemann; los trabajadores del belga Paúl Parent extendían las instalaciones eléctricas, tableros de control y fosos móviles y los enviados de Akoestach Advies Bureau, de la Phillips, de Holanda probaban la acústica.

En silencio, Guillermo Botero ensamblaba en las paredes sus magníficas tallas sobre la colonización de Manizales mientras que Luciano Jaramillo, trepado en un andamio, como un Miguel Ángel rejuvenecido, pintaba el telón de boca para el escenario central.

En mi memoria quedó grabada aquella visión como si estuvieran construyendo una nueva Capilla Sixtina o la fastuosa Ópera de París. Febril entusiasmo y admirable acoplamiento de un grupo de profesionales guiados por una causa noble y común a ellos.

Ese Luciano Jaramillo, encaramado en ese andamio, era el mismo que había representado a Colombia en la Bienal de Sao Paolo (1963), había expuesto con Antonio Roda y Augusto Rivera, en 1964, y quien, a pesar de su juventud, había colgado sus obras en galerías de Estados Unidos, otros países suramericanos y Colombia.

El telón, con una superficie de 162 metros cuadrados de lienzo pintado en tonos ocres, se descubrió al público asistente a la ceremonia inaugural del Teatro Los Fundadores el 22 de octubre de 1965, acto en el que el Maestro Jorge Zalamea leyó, de viva voz, El Sueño de las Escalinatas.

La temática del telón de boca es una soberbia alegoría del teatro griego. No es un simple telón. La obra de Luciano Jaramillo pintada para Fundadores, como vimos arriba, hace parte integral de la obra arquitectónica y se gestó al mismo tiempo que el resto de la estructura. No fue comprada a última hora, ni mandada a traer para decorar un espacio. Se trata, si se quiere, de un elemento estético relacional e irremplazable.

Los caldenses, en general, sienten que este magnífico lienzo hace parte de su patrimonio cultural y por eso tienen las siguientes preguntas para que los encargados del Teatro Los Fundadores las respondan: ¿cuál es su estado de conservación?, ¿hay que restaurarlo?, ¿quién estaría en capacidad profesional y técnica para acometer semejante compromiso y quién sufragaría los costos?

Se supone que quienes, en la década de los noventa del siglo XX, cambiaron el telón de boca de Luciano por otra cosa con discutible valor en cuanto a creatividad artística, no conocían el gigantesco valor para el arte colombiano de ese lienzo. Fue como cambiar el baldaquino de la catedral por una simple mesa de altar de menor trascendencia. Sustituir la obra de Luciano Jaramillo ha sido un atentado cometido contra el Arte (con mayúsculas) para instalar una obra de arte (con minúsculas).

LUCIANO JARAMILLO, ARTISTA MAYOR DE CALDAS
A estudiosos del arte moderno en Colombia ha intrigado por qué, en la década de los sesenta del siglo XX, Luciano Jaramillo no disfrutó el nombre y la gloria que compartían otros artistas de la plástica, también de provincia, (eran de Medellín, Cartagena, Pamplona, Popayán, dos españoles de origen y un peruano), recién llegados a la capital del país, en donde se conocieron, compartieron ocio y juicios de la papisa Marta, fuera de que disfrutaban de una juventud y unos arreos no muy diferente que los suyos.

Los otros colegas nacieron alrededor de los años treinta, como Luciano (1938), el más joven de esa camada, con Luis Caballero, viajaron al exterior a estudiar como lo hizo el caldense cuando estudió en París (1951-1958); regresaron y se dedicaron a enseñar lo que habían aprendido, como Luciano y Luis Caballero a la sombra de Roda, en la Universidad de los Andes; a participar en el prestigioso Salón Nacional, como lo hizo Luciano, en los años 1958,1959,1961,1962,1964, y a producir sin descanso un cuerpo de obras de sobresaliente valor artístico.

DENTRO DEL EXPRESIONISMO

Luciano Jaramillo se puede ubicar, con mucha holgura, en la prestigiosa escuela del expresionismo alemán, que, en Colombia, tuvo aventajados discípulos de la talla de Norman Mejía, Carlos Granada, Manuel Camargo y Leonel Góngora con las variaciones que los diferencian e identifican.

El mirar atrás de los jóvenes artistas colombianos llevó a Marta Traba a hablar de los sesenta como la década de los artistas menos convencionales del país. Ellos no se lanzaron al vanguardismo sino que continuaron como discípulos de sus maestros en París, Madrid, Londres, Nueva York. Otros jóvenes recurrieron al expresionismo alemán vigente en la primera mitad del siglo XX para investigar, aproximarse y experimentar con los movimientos de arte internacional en el hemisferio norte, para realizar su propia obra en un ambiente sofocante como era el trópico.
Con contadas excepciones, los anteriores expresionistas centraron su trabajo creador en la figura humana más que en paisajes, naturalezas muertas, objetos independientes, escenografías atiborradas de personajes y muebles, hazañas históricas para exaltar nacionalismos o recrear situaciones. Hicieron retratos expresionistas al estilo de Francis Bacon.

La mayor parte de las obras se presenta en ambientes provocadores que convierten al espectador en un auténtico voyerista de situaciones no tratadas en estos medios pacatos o poses salidas de las normas tradicionales. Hay que observar, por ejemplo, el sensual movimiento de los pies de la mujer en Striptease o la forma como se desnuda ante los dos viejos verdes que seguramente la han invitado.

En la mayoría de las obras el fondo es difuso; no confuso. Edward Munch es uno de los grandes maestros del expresionismo que se preocupó por hacer la escenografía minuciosa del lugar o, como en sus obras básicas, corrientes de aire de colores vivos que sobrecogen por el frío glacial que transmiten. James Ensor diluyó ese fondo en los que ubicó las figuras grotescas o dolientes. Ernst Kirchner empasteló de colores vivos lo que serían pisos en los que resaltan sus mujeres elegantemente vestidas.

Luciano Jaramillo estudió con dedicación las escuelas de arte moderno y sus principales representantes arrancando con Matisse hasta los agresivos expresionistas. Si fuese posible extraer con bisturí ciertas influencias diríamos que tiene de Ensor las figuras grotescas y de Nolden y Kirchner los fondos difuminados.

Fotografía del telón de Carlos Pineda.

*Escritor.

Paraísos de Colombia

El libro de gran formato Paraísos de Colombia de Andrés Hurtado,  editado por Benjamín Villegas, dos grancaldenses cuya consigna ha sido rescatar y hacer quedar bien a Colombia ante el mundo, nos reconcilia con la tierra, con la vida, con la patria ideal.
En sus páginas satinadas, se percibe la luz del primer día, el batir de las alas de aves que han sobrevivido a los monstruos voladores de edades clausuradas.  Pasando sus páginas,  se sobrecoge el ser humano al contemplar las murallas y picos de roca que aún desafían los millones de años transcurrido desde cuando nuestra tierra era una tea encendida, otro sol minúsculo.
Este magnífico libro capta, como un poema, las  siete edades (días), que dice la Biblia,  duró la creación del universo, y logró publicarse en el comienzo del cataclismo final que con terquedad ha venido preparando la humanidad.
El libro Paraísos de Colombia es la campanada del ángelus antes de que la noche perpetua invada la tierra.
Fuera del poder artístico de la fotografía y el motor admirable de la edición, pareciera que el fotógrafo hubiera recorrido a Colombia hace 20 mil años, cuando la primeras tribus preparaban los colores vegetales y minerales para emprender la pintura de esa capilla sixtina de nuestra prehistoria que representan los murales de Chiribiquete. Esta obra es un paneo sobre el tiempo y el espacio que la mayoría de  colombianos no conocemos.
*Escritor.

Maestro Jesús Franco

Paz en la tumba del Maestro Jesús Franco. Falleció el viernes 21 de enero de 2022. Nació en Sevilla (Valle) y desde muy joven se trasladó a vivir en Manizales, ciudad donde desarrolló su fructífera y reconocida vida artística y profesional como profesor, durante muchos años, del programa de Artes Plásticas de la Universidad de Caldas.

Connotado acuarelista, este texto escrito por el profesor Octavio Hernández Jiménez introduce el libro Caldas en las acuarelas de Jesús Franco, editado por la Gobernación de Caldas con motivo de la celebración de los 90 años de edad del Maestro Chucho Franco en el año 2019.

La región del Gran Caldas ha sido por su geografía, hidrografía, topografía y por su alma impregnada de verdes diluidos en agua, un edén para los artistas que pintan con acuarela. Teodoro Jaramillo (Ibagué, 1913 – Manizales,1983), profesor de acuarela en Bellas Artes de Manizales, recorrió el país fijando su mirada en lugares como las playas del Pacífico y las viviendas de los negros de ese litoral; de esos recorridos dejó sus documentos gráficos en acuarela. Robert Vélez Sáenz (Manizales, 1918 – 1989), fue arquitecto, retratista en óleo, acuarela y acrílico. Bernardo Arias (Pácora, 1945), ha trabajado con acierto el grabado y la pintura sobre papel, con magníficas obras en técnica mixta con tinta, óleo y acuarela. Jenaro Mejía (Manizales, 1951), es arquitecto y pintor de acuarela y óleo.

A los mencionados agregamos a Jesús Franco nacido en 1929, en Sevilla (Valle) y radicado en Manizales desde 1960, como profesor en el programa de Artes Plásticas de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Caldas. Por muchos años combinó su labor docente con la pintura en acuarela. Al jubilarse consagró su vida de artista al retiro campestre, en La Francia, al occidente de Manizales, en donde, acompañado de su esposa, los perros y su familia, además del jardín saturado de flores y de los trinos de las aves que lo visitan, cultiva varias técnicas de pintura entre ellas la acuarela, técnica típicamente inglesa que, en la última etapa de su vida, como a otro Turner, lo llevaría al óleo. Ah, y a la tertulia permanente con sus amistades.

“Chucho” Franco, hipocorístico con el que se le conoce, ha expuesto en Medellín, Bogotá, Buenos Aires, Quito, Manizales, Sevilla, Santa Marta y quince localidades más. La Imprenta Departamental de Caldas le publicó un libro de gran formato titulado Acuarelas de Franco Ospina. En estas obras se perciben las sensaciones de belleza y soledad.

En el año 2003, Jesús Franco participó en la I Trienal de Acuarelistas que se llevó a cabo en la Quinta de Bolívar de Santa Marta. Tomaron parte 74 acuarelistas de 9 países: España, Italia, México, Cuba, Japón, Francia, Rusia, China y Colombia. Por Colombia fueron seleccionados: Hernán Lemaitre, Adriana, Patiño, Clemencia Vásquez, Diomedes Vargas, Gonzalo Castellanos, Ignacio Consuegra, Jenaro Mejía, Jesús Franco, José A. Hernández, Juan Abondano, Juan Bernal, Juan Manuel Jaramillo, Luis Eduardo Villa, Manuel de los Ríos, Martha Caicedo, Ricardo y Roberto Angulo, Roy Pérez y otros artistas. Antes, había participado en el II Salón Nacional de la Acuarela realizado en Medellín, en 1982, en el que ocupó el primer puesto “Eladio Vélez”, en la categoría de Paisaje.

El poeta antioqueño Jorge Robledo compuso un tríptico de sonetos en los que evoca sensaciones inspiradas en las acuarelas de “Chucho” como la constante consagración de la naturaleza y la obra del hombre.

Cada acuarela suya, diluida con lírico realismo, representa un homenaje al paisaje del Gran Caldas. Casi siempre contempla la naturaleza andina, sus vertientes encajonadas, chorros, cascadas, las plantas de los montes y los sembrados, las descomunales moles grises como caparazones de tortugas, los troncos y los bejucos que se columpian sobre las quebradas, la sinfonía in crescendo del agua pocas veces estancada, las lagunas en que se copian las tardes, los paisajes ariscos y evanescentes por donde sube perezosa la neblina rumbo a los cafetales y los picos de nuestras montañas. El agua ha sido su materia prima y la técnica también ha sido el agua.

El paisaje real es una cosa y la visión que el artista logra hacer de él es otra. El pintor se interpone entre el público y la realidad. Como pocos pintores, Jesús Franco estaba preparado para hacerle a Caldas, en el primer Centenario de fundación (1905-2005), un reconocimiento plástico acorde con la naturaleza y el espíritu de los caldenses. Su mirada no era romántica e idealista sino más bien de particular interpretación. En sus acuarelas, la vegetación es vista con mirada evocadora representada por esa neblina que se extiende como una cortina. En las hojas, los troncos y las cortezas de sus árboles, palpita la vida.

Para la celebración del I Centenario de creación del Departamento de Caldas, Jesús Franco realizó 27 acuarelas, una por cada municipio caldense. En su propuesta ofrece panorámicas de cada una de las áreas urbanas vistas desde el entorno: una montaña, un cerro, un guadual, una cerca, la silueta de un tronco reverdecido y, en lontananza, en el centro o a un lado, el conglomerado tan apacible como una majada dispuesta a pasar, allí, la tarde.

El acuarelista no se metió por calles, callejuelas o vericuetos en búsqueda de sus habitantes o de los oficios a los que se dedicaban, sino que contempló cada pueblo según la ubicación topográfica. Se trata de un acercamiento a cada poblado. Dominando esos escenarios aparecen las torres de los templos que, en la cultura cristina, equivalen a los alminares de las mezquitas. A sus lados se desperdigan las casas del período de poblamiento, casi siempre de bahareque con tejados de barro, paredes blanqueadas con cal, zancos de guadua, abismos y cañadas, enredaderas festivas y guayacanes agobiados de flores que se mecen bajo el toldo de nubes regordetas. Expuso parte de la colección de acuarelas de los 27 municipios de Caldas en varias localidades como el Club Tucarma de Apía y el Club Chamberí de Salamina.

La Gobernación de Caldas adquirió la totalidad de esa serie de acuarelas regionales pero la ciudadanía les perdió la pista. En 2015, María Elena Estrada las trataba de ubicar en las principales oficinas del magnífico Palacio Amarillo de Caldas. Unos opinaban que, por lo menos, convendría darles un vistazo antes de que desaparecieran y otros criticaban la propuesta pues el destino de las obras de arte no es colgarlas como objetos decorativos en distintos espacios desvertebrados de cualquier contexto. En los despachos, embebidos en preocupaciones prosaicas, los visitantes de paso no sacan tiempo para mirarlas.

Es copiosa la obra del Maestro Jesús Franco. A comienzos del siglo XXI donó un conjunto de acuarelas a la Casa de la Cultura de su tierra natal que es una estancia en la amplia penumbra de sugestivos espacios. En ella instalaron las obras con apropiada iluminación. Los sevillanos manifiestan su orgullo ante el patrimonio legado por el artista al que condecoraron con la Medalla Hijo Ilustre de Sevilla, en el año 2000.

Casi una paradoja: una de las formas más etéreas del arte como es el trabajo con las manchas de agua se apresta a conservar, en el tiempo de los venideros habitantes del Gran Caldas, las caricias de unas acuarelas sensuales.

En la temporada de jubilación como profesor del programa de Bellas Artes, Jesús Franco tornó al redil del óleo sobre lienzo, con estilo semiabstracto en el que mezclaba colores y formas geométricas con sombras desvanecidas, mucha penumbra y demasiadas alegorías. Se trata de óleos con signos dispuestos en distintas atmósferas.

Ante los bosquejos de los miembros de su crecida familia y ciertas efigies de personalidades nacionales retratadas por él, se puede pensar que Jesús Franco pudo ser un buen retratista, pero prefirió el paisaje.

En etapa reciente, pintó al óleo crucifijos que, como el mismo artista lo aclaró, “no (aparecen) como una expresión religiosa sino como una denuncia frente al poder de quienes hani8uuuuuuuuuuuuuujkiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii utilizado sus conocimientos para dominar el mundo”; obas que entonan un miserere por el dolor humano. En otro cuadro exalta a Antígona a la que ve como una representación de las mujeres que lloran a sus muertos. “Como esta protagonista griega, son muchas las mujeres que han padecido la violencia, no solo en Colombia, sino también en España, la de la Guerra Civil; en Europa, la de las dos guerras mundiales, en Bosnia, Vietnam, Afganistán, Palestina, Siria, en el Cono Sur, en Centroamérica y Venezuela. En todos los sitios del planeta donde haya guerras, siempre habrá Antígonas”.

Acrílicos abstractos, pensados, analizados, con su parte oscura y su parte alegre, con la utopía de vivir, la oscuridad por donde se filtra la vida. Obra que despierta sensaciones; la forma para materializar la espiritualidad de Chucho.

Formas abstractas que, si se muestran de otra forma, se perciben otros cuadros. Lecturas diferentes según sea la forma de asumir la vida. Volcanes que explotan en la noche, y al variar su posición, aparecen otros cuadros. Cuatro cuadros en uno. Sobre la obra abstracta, Chucho monologa. “Pintarlas me libra de tanta palabrería”. Es una visión onírica, según sus propias palabras.

No todo está dicho. Falta por mencionar de su trabajo artístico los elementos biológicos de profundidades marinas, los géiseres y los cenotes de los que cada observador trae un mensaje diferente. Ante el arte, todos percibimos sensaciones distintas. Ahí están esas renovaciones que no cesan.

Acuarela, lápiz, acrílico, óleo… El renovado tiempo del óleo, con ese penetrante olor a trementina, coincidió con el tiempo del escritor polémico que saca sus ratos para redactar prosa y versos, En su vida cotidiana, Chucho ha sido, desde siempre, contestatario. En las frecuentes tertulias que convoca en su casa “La Arcadia”, al calor de su verbo insistente, de un momento a otro, las pinturas de convierten en hogueras de palabras encendidas.

“Envejecer en muy duro” confiesa Jesús Franco. El problema de los años es que muchos envejecen tanto del cuerpo como del alma. La función del artista es resignarse al envejecimiento del cuerpo, pero no permitir que envejezca el alma de los que contemplan su obra.

*Escritor.

 

Una joya, investigación sobre el YIP

De Carlos Pineda he sido conocido desde hace años, desde antes de emprender su vida académica y profesional por fuera del país. Desde su regreso, y ambos vinculados a los estudios para sustentar la declaratoria del Paisaje Cultural Cafetero, por la UNESCO, he estrechado con él algo la amistad y acrecentado mi admiración por el gran fotógrafo que es. Se ha convertido en quien mejor ha plasmado el Paisaje Cultural Cafetero, tema que domina y retrata con soberbia belleza en sus fotografías. Es ahí en donde el YIP aparece como ese magnífico elemento cultural de la producción cafetera y su economía.
Ahora, para mi sorpresa, nos regala este magnífico libro que esta semana anunciara por las redes. Contacté a Carlos de inmediato, me lo vendió y con sólo mirar la tapa, empieza uno a quedar cautivado. Atrapa por la magnífica estética del libro, por la copiosa presentación de las ya bien ponderadas fotos, pero, además, por el consistente desarrollo del texto. Queda uno admirado por advertir que se trata de una verdadera investigación sobre ese maravilloso vehículo que es el Jeep Willys. Nos lleva a entender su historia, que comenzó concebido como un medio para la guerra (como tantos otros descubrimientos y desarrollos científicos y tecnológicos con que cuenta la humanidad) para luego, en su proceso evolutivo de muchas etapas, convertirse en ese magnífico vehículo. Ha sido aclamado por su utilidad en la agricultura y para la vida familiar, y galardonado más de una vez por la belleza de sus diseños sucesivos.
Es este libro pues, una joya por su contenido, pero también, repito, por su esmerado diseño visual, por lo creativo y novedoso. Debemos agregar que presenta un texto muy bien redactado, que se lee como un relato ameno casi novelado, con la adicional cualidad de ser preciso y de extensión justa. ¡Felicitaciones y gracias, Carlos!!!
Enero 7 de 2022

Por covid-19 asistimos a una muerte neo-barroca

 

Al detenernos en los óleos que integra este hermoso video da por preguntarse si la muerte humana es de por sí barroca, cargada de una parafernalia constante, un ritual siempre solemne,  una belleza tan atrayente como la que  observamos en quienes  rodean al protagonista de cada escena.  Cuando se repite, que es el desenlace natural de toda existencia, vemos que goza de  elementos que la tornan  convencional, simbólica  y para que suceda tienen que confluir ciertos factores inesperados. El arte barroco agudiza ese instante, lo eterniza, trata de embellecerlo para que no espante. La muerte por covid-19 tiene muchos aderezos que la tornan barroca.  Estamos, en primera fila,  asistiendo a una muerte neo-barroca.

De la vida doméstica, entre el siglo XVIII y XIX

Bicentenario de la Independencia

Acuarelas Edward Mark

Muchas casas de habitación de  familias acomodadas, en tiempos de la colonia, albergaban esposos, hijos, abuelos, tíos, primos y aún personas sin parentesco alguno como la servidumbre, los adoptados y aquellos a los que por caridad cristiana les daban hospitalidad. Los habitantes, con todos los gastos que demandaban así como las comodidades con que estuvieran dotadas las casas en que pasaban sus vidas, ofrecían simbologías basadas en la economía, la situación social, la educación, la actividad laboral y otras consideraciones que los extraños leían o deducían, desde fuera o adentro, por la  amplitud, distribución de los espacios, muebles, vajillas, decorados con  lámparas, cortinajes, cuadros e indumentaria de las que hacían gala los moradores.

A los bohíos y casas de un piso con techo de paja, en los siglos XVIII y XIX, sucedieron las casas de dos pisos cubiertas con teja de barro conocida como teja romana, española o andaluza. Se necesitaba de buenos ingresos para mandar a levantar casas amplias, de buenos materiales y digna arquitectura como las casonas de muchas haciendas pertenecientes a terratenientes latifundistas, en el Cauca, el Valle del Cauca, Boyacá y Cundinamarca o las casas de barrios como el Santiago de Tunja, la Candelaria de Santa Fe de Bogotá, La Merced y Santa Rosa de Cali, la Plaza y el Centro de Medellín. La mayoría de viviendas en la Nueva Granada tuvieron constructores anónimos. Por lo general, en las casas urbanas de dos pisos, asignaban el primero para comercio, bodegas en la trastienda, servidumbre y esclavos. El patio interior con viejos árboles fue un complemento ambiental de las casas coloniales más destacadas. En el segundo piso quedaban las habitaciones principales con el comedor, la sala, el oratorio y la cocina. Cuando el jefe del hogar era comerciante, para ejercer su oficio seleccionaba la parte más estratégica del primer piso, como sucedió en la llamada Casa del Florero, en Santa Fe de Bogotá. En otras ocasiones, los miembros de la familia ejercían cierto oficio para lo cual destinaban un lugar discreto de la misma casa para ejecutarlo. Las mujeres contaban con espacio propio para reunirse a tejer, bordar, tomar las onces y hacerse visita. No es muy acertado decir que los varones ejercían las artes y oficios en lugares exteriores a sus viviendas. La mayoría de panaderos, zapateros, herreros, carpinteros, curtidores, sastres, sombrereros, plateros, cigarreras, tejedoras, costureras, hilanderas, encajeras, pintores, músicos y muchos otros artesanos y oficiales tenían su lugar de trabajo en la propia casa. Aún, muchos profesionales de la medicina, el derecho y los párrocos  despachaban desde sus propias residencias. Los quehaceres familiares iban trazando buena parte de la vida cotidiana y el futuro de la familia. Los oficios más comunes en un sector daban el nombre a las respectivas calles: Calle del comercio, Calle de los herreros, Calle de los plateros, Calle de las chicherías que desembocaba en la Plaza Mayor de la capital del virreinato, evocada por Salvador Camacho Roldán, en Mis Memorias: “Las chicherías eran sucias, oscuras y en ellas se expendía, fuera de la chicha, manteca, piezas de carne de marrano crudas o ya cocinadas, pan negro y mogollas, leña y carbón. Se expendía la bebida popular en totumas coloradas y no en vasos limpios como hoy”.

Las herramientas de cada oficio se incorporaron a la vida cotidiana entre ellas las vajillas que son instrumentos de los que se valen los comensales para alcanzar el  propósito de alimentarse.

Los pueblos indígenas y luego las comunidades que configuraron las poblaciones en la mayor parte de la Colonia española utilizaban como vajilla los frutos de la palma de coco, de totumas jechas y de madera labrada. Los indígenas diseñaron vasijas utilitarias y vasijas ceremoniales, en barro seleccionado, que luego fueron utilizadas por familias españolas y mestizas, a veces sin el más mínimo respeto por una tradición como fue servir las sobras de los alimentos a los animales domésticos en esas vasijas o bateas. Unas tenían decoración y otras carecían de ella. Unos recipientes tenían y otros carecían de asas u orejas. Modelaban múcuras o tinajas en cierta arcilla que resistiera el calor y preciosas vasijas ovoidales para cargar o conservar el agua. Desde tiempos precolombinos y luego durante la colonia y la república se pulieron, en piedra de ríos, morteros y bateas con sus respectivas “manos” adecuadas para moler y macerar los granos propios de la alimentación indígena como el maíz y la quinua.

Es de admirar que los pueblos aborígenes y los conglomerados en tiempos de la colonia española persistieran en conservar sus características como comunidades a costa de sus individualidades. Los integrantes aprendían determinados oficios en los que repetían los quehaceres con su pedagogía, materiales, formas, procesos. Así y todo, había una magnífica creatividad que exigía capacidades y la posesión en alto grado de determinado saber. Se establecía, entonces, una hermosa relación entre vida y sabiduría cotidiana. Sabiduría a nivel de  disciplina, de diseños, de técnicas. Una cotidianidad que iba fortaleciendo el desarrollo de la comunidad. Lo social no les era indiferente.

Los artesanos, campesinos y las capas superiores de la sociedad consumían con frecuencia el famoso ‘pescado capitán’ del río Bogotá y sus afluentes. Abundaron las fórmulas culinarias con ese pescado: el plato del pescador, pescado capitán a la bogotana, pescado sudado, pescado a la marinera, pescado relleno, pastel de pescado asado, pescado con vino… Comían ajiaco con carne de res o de oveja cocinada con papas y sazonada con ajo y cebollas.  Cuenta Jerónimo Argáez en su obra El Estuche que los trabajadores también se alimentaban con salchichas, tocino y grasas. “Las comidas las toman cerca del fuego; no hay mesas, si mucho algunos bancos o butacas; el chocolate se toma en la mañana y en la noche, seguido de un vaso de agua. En los almuerzos se consume la chicha, bebida muy fortificante y con mucho mayor contenido de alcohol que la cerveza europea”.

El científico y observador francés Jean Baptiste Boussingault, quien residió en la Nueva Granada por un largo período a partir de 1822, comenta que entre los pueblos arraigados en la sabana de Bogotá y en otros espacios, “no había entonces cocinas propiamente dichas; no era necesario tener una cocina como las acostumbradas en Francia: en una pieza colocaban a nivel del suelo tres grandes piedras que hacían el oficio de trípode y entonces venía lo que Bergman llamaba las inmundicias de la atmósfera o sea el polvo en el aire,  teniendo en cuenta que la escoba era un instrumento muy poco conocido y los cabellos abundaban en esa mugre, porque las damas y sus esclavas se peinaban en la cocina… Sobre los huevos revueltos, los cabellos conservaban su apariencia  y por su color se podía adivinar la procedencia. Al masticar sentía yo terrible disgusto; antes de comer retiraba tantos cabellos como me era posible, tal como lo habría hecho con las espinas de un pescado; en cambio, en los huevos fritos, debido a la temperatura aplicada a la grasa, se tostaban y se quebraban, de manera que tragaba sin que uno se diera cuenta”.

Los huevos del desayuno, en 1823, venían acompañados de papas fritas o de plátanos maduros azucarados. Boussingault describe un almuerzo corriente en casa de un abogado: “Primero se pasó la ‘olla podrida’ de los españoles que es un revuelto de carne de res hervida con papas, manzanas, duraznos verdes, garbanzos, arroz, repollo y tocino. Luego el caldo caliente; el pan estaba muy bueno mucho mejor que el pan francés cuya reputación, para mí, es inmerecida. En seguida apareció una bella colección de confituras de guayaba y de cidra; a una señal del anfitrión trajeron grandes vasos de plata llenos de agua fría”.

En la obra El Alférez Real de Eustaquio Palacio (1886),  en estilo costumbrista, se detiene en la trata de esclavos, (entre 1789 y 1792), el negocio del azúcar, en la Hacienda Cañasgordas y las costumbres en la Cali de entonces.  En ella, el autor relata la cena, en unas de esas Bodas de Camacho  celebradas, en el Valle del Cauca, entre finales de la colonia y comienzos de la Independencia. En lo servido ya no se distingue lo nativo de lo europeo: “Comenzó el servicio por la tradicional sopa de arepa con gallina; a este plato siguieron pasteles de ánade (pato), piezas de guagua bien condimentadas, lengua de vaca en adobo, pescado salpreso y barbudo fresco, lomos de cordero y chanfaina (guisado de bofe) del mismo… Después condujeron a la mesa un lechón asado al horno; iba echado de barriga en ancha fuente de loza fina, como una gallina en su nido, y llevaba en la boca una mazorca de maíz atravesada… Después del lechón apareció el bimbo (pavo) en una bandeja, llevando en el pico un ramo de flores… Sirvieron al fin muchos postres y el infalible manjar blanco con dulce en caldo (almíbar con brevas) y queso fresco…”.

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la Revolución industrial y la Revolución francesa abrieron puertas hasta entonces selladas. Surgieron nuevas ciencias y otras fueron cambiando como la economía, la filosofía además de muchas áreas de la vida diaria entre ellas la gastronomía con nuevas influencias y modos de hacer las cosas.

*Escritor. Historiador

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