Cinco caldenses en libro de liderazgo empresarial

 La serie se publicará en Quehacer Cultural

Dos dirigentes cafeteros a nivel nacional: Hernán Uribe Arango y Mario Gómez Estrada; un industrial que formó parte del ya legendario grupo de Los Azucenos: Eduardo Arango Restrepo; un banquero: Mario Calderón Rivera, y el vocero de una gran empresa nacida en Pensilvania: Ramiro Escobar.

Estos son los cinco empresarios que representan a Caldas, y que cimentaron la cultura empresarial del departamento,  en el libro “Liderazgo Empresarial en Colombia”, recién publicado en Amazon, donde se ofrecen, por internet, sus ediciones impresa y digital.

El autor de la obra, Jorge Emilio Sierra Montoya, cedió a Quehacer Cultural, en forma exclusiva, la reproducción de las semblanzas que allí aparecen de dichos personajes, cuyos testimonios personales y empresariales tienen ahora un gran valor histórico para Manizales, Caldas y el país.

Publicamos, a continuación, el texto de la presentación en Amazon.

Presentación

Éste es un libro de historia empresarial. Con historias de empresarios, sí, e incluso de sus propias vidas (a modo de pequeñas biografías), pero también de sus empresas, las cuales ya ocupan un lugar privilegiado en la historia de Colombia, de nuestras regiones y ciudades, cuando no de nosotros mismos, sea como simples consumidores de sus bienes y servicios.

También es, claro está, un libro de liderazgo, de liderazgo empresarial, ejercido por un grupo selecto de personas que llegaron a las más altas posiciones de sus compañías, en muchos casos por ser sus propietarios o socios, habiéndolas acaso heredado de sus padres y hasta abuelos, en el marco de aquella tradición familiar que es bastante común a escala mundial, según lo confirman múltiples estudios.

La obra es, asimismo, cabal expresión del llamado Empresarismo, según el cual son las empresas (sean públicas, privadas, de familias, grupos y organizaciones gremiales) el gran motor de la economía a lo largo y ancho del planeta, sobre todo en el capitalismo, donde la libre empresa se desarrolla, como lo dice su nombre, con libertad, pilar fundamental del sistema democrático a nivel político.

Es una muestra amplia, sin duda, de nuestro mundo empresarial. Y significativa, en grado sumo. Fruto, ante todo, del esfuerzo infatigable de su autor, Jorge Emilio Sierra Montoya (Pereira, 1955), durante casi veinte años, desde la dirección de “La República” -Primer diario económico, empresarial y financiero de Colombia- en cuatro de sus libros anteriores, a saber:

  • “Protagonistas de la Economía Colombiana” (1997)
  • “Líderes Empresariales” (2002)
  • “50 Protagonistas de la Economía Colombiana” (2004)
  • “Líderes Empresariales de Caribe” (2014)

Allí nació este nuevo tomo de las Obras Escogidas de Sierra Montoya en Amazon para su distribución mundial, pues servirá de ejemplo en los distintos países, naturalmente en el mundo libre y, de manera especial, en América Latina.

Diez ciudades

Por último, cabe destacar que la obra reúne, al decir del subtítulo, “a empresas y empresarios que han dejado huella”, entre quienes figuran representantes de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Cartagena, Santa Marta, Manizales, Pereira, Bucaramanga y Neiva, así como varios líderes gremiales.

* Escritor y periodista.

 

Fundación de la Universidad de Caldas y “El Gran Otto”

-Fragmento de mi libro “El Gran Otto: Años de formación” (Amazon, 2020)

 Rumbo a la Asamblea

Otto Morales Benítez (1920-2015) asumió la jefatura de debate en enero de 1945, a escasos tres meses de los comicios que tendrían lugar en abril. Debió, entonces, actuar a las carreras, naturalmente con el propósito de obtener un buen resultado en las urnas con tan poco tiempo a su favor.

Visitó los distintos municipios de Caldas. Al mismo tiempo, adelantó una intensa y efectiva organización de campaña, con tres secretarías a cargo para manejar asuntos tan complejos y fundamentales como los financieros y la cedulación, entre otros.

Fundó un radioperiódico, que escribía de punta a punta, lo cual le dio además mucha popularidad y le permitió acercarse a la comunidad por una vía distinta al contacto directo.

Hasta cuando vino la convención regional del partido, donde fue proclamado, por unanimidad, cabeza de lista para la asamblea departamental, “por voluntad de la gente -aclaraba-, no por pedir sus votos”.

El éxito fue arrollador. Tanto que de los doce diputados puestos por el liberalismo, diez correspondían a su lista, mientras los dos restantes representaban a las citadas disidencias, cuyas personas elegidas salieron por residuo.

En el Directorio Liberal

Otto, por consiguiente, llegó a la asamblea departamental como jefe de la bancada liberal, que era mayoría. Y aunque no fue presidente de la entidad, parecía serlo por el poder de que hizo gala, enfrentando su liderazgo al de colegas tan capaces como Alfonso Muñoz Botero, Gonzalo Uribe Mejía (Luis Yagarí, uno de los mejores cronistas del país por sus leídas Jornadas en La Patria), Pablo Emilio Duque y Fernando López Agudelo.

Hubo varios intentos por romper su bloque de diputados. No lo lograron, ni siquiera cuando los disidentes liberales se unieron a los conservadores para tener la mayoría, o cuando él se negó a formar parte de la comitiva para viajar a otros departamentos con la misión comercial de vender allí más licores de Caldas.

Demostró, en fin, suficiente habilidad política para mantener la cohesión de su grupo, a pesar de las dificultades. En tales circunstancias, no fue de extrañar que su nombre obtuviera pleno respaldo del partido para ser miembro del Directorio Liberal de Caldas, ratificando la jefatura regional que de manera acelerada iba quedando en sus manos.

La Universidad Popular

Pero, ¿cuál fue su balance en la asamblea? De aquella gestión, hubo dos obras en particular, dignas de destacar: primero, la Universidad de Caldas, su mayor aporte al desarrollo educativo del departamento, y segundo, la empresa Cementos de Caldas, como contribución al desarrollo industrial, económico.

En cuanto a la universidad, fue la respuesta al reclamo ciudadano, oído en los municipios, sobre esa necesidad sentida de las familias que carecían de recursos económicos para enviar a sus hijos hacia Bogotá, Medellín, Cali y Popayán, las únicas ciudades que entonces contaban con centros de educación superior.

Y aunque Manizales poseía el Instituto Universitario, centro cultural de primer orden y de sobrado prestigio en su enseñanza, requería con urgencia una universidad de caldenses y para los caldenses.

Al respecto, rescató un viejo proyecto de universidad popular (a la sombra de las que se extendían en América Latina), concebido por Efrén Lopera Gutiérrez, si bien cambió dicho proyecto no sólo en su contenido sino en el nombre: Universidad de Caldas.

Aprovechando acaso las mayorías de que disponía en la asamblea, obtuvo la aprobación que permitió, por ordenanza, crear la universidad.

De las palabras a los hechos

Sólo faltaba una cosa, de veras fundamental: pasar de las palabras a los hechos e iniciar la construcción de la obra y conseguir, para ello, el terreno donde habría de levantarse el nuevo edificio.

Visitó al gobernador, Ramón Londoño Peláez; lo convenció, aludiendo a la inminente caída del liberalismo por la división existente, para que el partido liberal dejara a los sectores populares de Caldas una obra de tal envergadura, y hasta le presentó la opción de que el departamento cediera unos terrenos en las afueras de la ciudad, rumbo al barrio Fátima.

Como el mandatario recibió la propuesta con explicable escepticismo por la distancia del terreno y su naturaleza agreste, consultaron al mejor urbanizador del momento, Eduardo Jaramillo Uribe, quien destacó el proyecto, negó que los montículos de tierra fueran obstáculo para edificar (“Hay que aplanar el área”, les dijo) y observó, con espíritu visionario, que el desarrollo urbanístico se extendería hacia allá, donde desembocarían -aseguró- importantes avenidas.

Fue así como nació la Universidad de Caldas, en el sitio escogido por Morales Benítez y gracias a su iniciativa en la asamblea departamental, donde también logró sacar adelante la creación de Cementos de Caldas, clave asimismo para el desarrollo urbanístico de Manizales y el departamento.

“Porque el cemento había que traerlo de Antioquia y Valle, lo cual encarecía mucho los costos”, observaba con la satisfacción del deber cumplido.

 

 

¿Qué decía Otto Morales de Betancur y “Generación”?

 En reciente artículo para Quehacer Cultural, recordamos una bella anécdota del expresidente Belisario Betancur (cuyo centenario de nacimiento venimos celebrando por estos días) con el exministro caldense Otto Morales Benítez, quien le invitó a colaborar en el prestigioso suplemento literario “Generación” del diario “El Colombiano” de Medellín, donde ambos cursaban estudios de Derecho, a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, en la Universidad Bolivariana.

Hoy presentamos la versión al respecto de Morales Benítez sobre “Generación” y la colaboración de Betancur, según pasaje tomado de “El Gran Otto: Años de formación” en mi libro “Dos maestros de la cultura colombiana”, publicado por Amazon en 2020.

Ambiente intelectual

De aquellos grupos de estudio en la Universidad Bolivariana salieron expositores eruditos, brillantes oradores en distintas corporaciones públicas, escritores a granel que se paseaban a sus anchas por las revistas universitarias (de la de Antioquia, la Bolivariana o la Nacional de Medellín), y profesores de las mismas universidades, como Otto, quien dictaba clases en el colegio de bachillerato de la Bolivariana mientras cursaba la carrera de Derecho.

No eran los únicos grupos de estudio. No. Porque, dentro de ese agitado ambiente intelectual que se respiraba entonces, también había estudiantes de derecha o, para ser exactos, conservadores, fervientes católicos, inspirados en la Doctrina Social de la Iglesia.

Allí participaban, por ejemplo, sacerdotes educados en Europa, quienes al regresar transmitían en sus aulas las enseñanzas recibidas, con las obligadas referencias al marxismo y, en especial, a las obras de autores como Mauriac, León Bloy, Maurras…, y a la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, quien había sentado las bases de esa doctrina a partir de los continuos llamados de Cristo a la caridad, la solidaridad con los pobres, el amor al prójimo, etc.

Eran las ideas que enunciaban, en grandilocuentes discursos de acento grecocaldense, los llamados Leopardos, como Silvio Villegas, desde la encopetada capital de Caldas.

Por la justicia social

La influencia se extendía por doquier, a lo largo y ancho de Colombia, particularmente en Medellín, entre los empresarios antioqueños, quienes se oponían al capitalismo cerrero, autoritario, mientras propugnaban por la justicia social, de modo que las utilidades o ganancias de sus compañías fueran compartidas, no sólo individuales.

Creían, pues, en la función social de la propiedad y del capital, acercándose así a las concepciones ya descritas del liberalismo social, de izquierda, que guiaba a los máximos dirigentes de ese partido y a las nuevas generaciones en que militaba, con entusiasmo, Morales Benítez.

La prensa, a su turno, se convirtió en protagonista de tan extraordinario fenómeno social. Más aún, había periódicos católicos, como El Pueblo, dirigido en un principio por Manuel Mosquera Garcés, o La Defensa (su director era Manuel J. Betancur), en cuyas páginas aparecían las muy leídas columnas de José Mejía y Mejía, donde la citada Doctrina Social de la Iglesia se exponía en una bella síntesis, digna de ser recogida hoy como gran testimonio de su tiempo.

Un joven rebelde

Y empezó a figurar el nombre de otro estudiante universitario, quien con el tiempo llegaría a ocupar la presidencia de la república: Belisario Betancur, seducido por las nuevas doctrinas de la iglesia y el afán de modernizar al conservatismo con acento social, al servicio de los sectores más desprotegidos de la población.

Era un joven rebelde, no hay duda. Enfrentó a los jefes tradicionales de su colectividad en Antioquia (los cuales se volvieron en su contra mucho después, cuando ocupaba la jefatura del Estado), escribía, pronunciaba discursos y, en definitiva, era un líder, un auténtico líder, como lo demostraría con el paso de los años.

Y las coincidencias ideológicas en lo social, tanto como el simple hecho de ser su compañero de estudios en la Bolivariana, lo acercó a Otto, quien desde su primer año de derecho ya dirigía, al lado de Miguel Arbeláez Sarmiento, el suplemento literario Generación del diario El Colombiano, antecedente de Mito en la historia de la literatura colombiana.

Betancur fue uno de sus principales colaboradores y, como tal, participó en tan maravillosa experiencia que se prolongó durante un largo lustro, tiempo de duración de la carrera universitaria.

* Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.

Anécdota de Belisario con Otto Morales Benítez

“Los colombianos tenemos una deuda con Otto Morales Benítez, que nunca le pagamos: “¡No lo hicimos presidente de la república!”, dijo el expresidente Belisario Betancur, de quien el país viene celebrando por estos días el centenario de su nacimiento en Amagá, Antioquia, en febrero de 1923.

En memoria suya y de su gran amigo, el exministro caldense Morales Benítez, recuerdo de una graciosa anécdota que él mismo nos contó en la Academia Colombiana de la Lengua, institución de la que ambos personajes fueron miembros honorarios. Fragmento de mi libro “Huellas en la Academia” (Amazon, 2018).

Encuentro juvenil

Belisario Betancur era entonces, a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, un pobre estudiante de provincia (de Amagá, por más señas) que a duras penas lograba sobrevivir en Medellín. Disfrutaba de una beca -¡Gracias a Dios!- para estudiar Derecho en la Universidad Pontificia Bolivariana, pero solía estar con los bolsillos vacíos, aunque fuera presa de grandes ideales, de locas ambiciones, mientras devoraba más y más libros, hablaba de literatura e historia, y hacía sus primeras incursiones en la política, lejos de imaginar adonde habría de llegar. La difícil situación económica le golpeaba con rigor.

Por fortuna, había hecho amistad con uno de sus condiscípulos: Otto Morales Benítez, pueblerino como él (de Riosucio, en Caldas); recién llegado de Popayán, donde había terminado bachillerato, y, en buena hora, fundador de “Generación”, el suplemento literario del tradicional e influyente periódico El Colombiano, que dirigía junto a otros dos jóvenes intelectuales: Jaime Sanín Echeverri y Miguel Arbeláez Sarmiento, quienes, todos a una, no dudaron en abrirle las puertas para divulgar sus escritos.

¡Sólo que no podía firmar con su nombre! ¡No! Como él, Belisario, no era codirector del suplemento, ni columnista, ni nada parecido, tampoco le iban a pagar un peso por tales colaboraciones, según el mandato supremo de las directivas del diario. Y como su problema era la falta de plata…

Remedio a la vista

Fue cuando a los jóvenes periodistas se les ocurrió una brillante idea: que como allí tenían a su cargo una columna de opinión -“Ecos y comentarios”-, firmada por los tres, ¡cada semana podrían rotarse para que uno de tales comentarios fuera de Belisario, pagándole así, sin que nadie, absolutamente nadie, lo supiera!

De hecho, El Colombiano les pagaba a Otto, Sanín y Miguel por su columna y por el suplemento, pero ellos a fin de mes le entregaban su parte a Belisario, por derechos de autor, aunque él nunca firmara sus notas. Entretanto, Morales Benítez, quien realmente era el mandamás de “Generación”, celebraba la ocurrencia con su estruendosa carcajada que se escuchaba a lo largo y ancho del vasto territorio antioqueño.

Belisario, en cambio, no tenía motivos para morirse de risa. Estaba contento, claro está, por la mesada que recibía, suficiente para comprar más libros, aunque sus bolsillos (y su estómago) siguieran vacíos, pero era una verdadera tortura colaborar en esa forma, pues sus comentarios eran de su autoría, no de sus amigos, cuyos estilos eran bastante distintos al suyo.

¿Cómo iba a escribir -se preguntaba, aterrorizado- a la manera de Otto Morales Benítez, de Jaime Sanín Echeverri o de Miguel Arbeláez Sarmiento? ¿Cómo? ¿Si cada uno tiene su propio estilo, fácil de identificar por cualquiera y, en especial, por el director del periódico, Fernando Gómez Martínez, un intelectual con todas las de la ley, a quien nadie podía meterle gato por liebre?…

Fue cuando encontró, de nuevo con la ayuda divina, la fórmula para evitar ser descubierto en su fechoría: si la columna en cuestión era suscrita por Otto, debía citar, con insistencia, al peruano José Carlos Mariátegui; si lo era de Sanín, pasearse a cada paso por el Siglo de Oro español, con uno que otro verso de fray Luis de León, y si finalmente era de Miguel (quien se las daba de vanguardista), hablar de Novalis, Rilke, Kafka y los poetas simbolistas, como Mallarmé.

“Yo tenía, pues, tres seudónimos: Otto Morales Benítez, Jaime Sanín Echeverri y Miguel Arbeláez Sarmiento”, recordaba, entre risas, el ex presidente Belisario Betancur a mediados de 2015, con 92 años encima, sin olvidar la deuda de gratitud que tenía con sus viejos amigos ya fallecidos.

Escritor anónimo

“En este acto, al inaugurar la Sala Otto Morales Benítez en la Academia Colombiana de la Lengua y, sobre todo, con la creación del Instituto para el Humanismo Social, siento que por fin le estoy pagando esa deuda”, dijo el exmandatario conservador, pensando con nostalgia en la mano tendida del antiguo director de “Generación”, entonces recién fallecido en Bogotá.

“Pero, los colombianos -agregó- todavía tenemos una deuda con él, pues nunca le pagamos: ¡No lo hicimos Presidente de la República!”.

“¡Qué gran Presidente habría sido!”, dijo.

“Y ya se nos iba haciendo tarde para este reconocimiento al gestor del humanismo social en Colombia”, fueron sus palabras finales que, por cierto, sonaron como un reclamo más para pagar nuestras deudas con Otto Morales Benítez, el presidente caldense que no tuvimos.

Colofón

Cuando el ex presidente Betancur llegó ese día, hacia mediados de 2015, a la Academia de la Lengua, alguien se declaró gratamente sorprendido por lo bien conservado que estaba a tan avanzada edad.

“¿Y cómo no va a estar bien conservado? Al fin y al cabo, él es conservador”, dijo alguien mientras se abría un cordial debate en torno a la relación entre el conservatismo y la longevidad.

(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua

Aventura juvenil de Adel López Gómez y Luis Tejada

Aunque nació en Armenia, muchos consideran al maestro Adel López Gómez un manizaleño a carta cabal, pues aquí, en la capital caldense, vivió muchos años, hasta su muerte en 1989.

La siguiente crónica, sobre su aventura juvenil con el famoso cronista Luis Tejada, aparece en mi libro “Turismo cultural por Colombia”, recién publicado en Amazon.

Amigos como hermanos

Eran dos muchachos en plena adolescencia, que sólo querían asomarse, con osadía, a la edad adulta. Luis Tejada era uno; el otro, Adel López Gómez. El primero, un poco mayor, estaba cansado de dictar clases en el colegio de su padre en Circasia (Quindío, que entonces pertenecía a Caldas) y de enviar sus artículos al diario El Espectador, en Bogotá; el segundo, a su vez, confiaba en que el éxito literario alcanzado en Armenia, su ciudad natal, se trasladaría a la capital de la república.

En tales circunstancias, ambos acordaron abandonar el hogar paterno e irse a La Atenas suramericana, aunque la decisión final en tal sentido dependía de sus padres, quienes les oyeron una y otra vez su anhelo de marcharse para ser escritores y consagrarse en los más exigentes círculos literarios del país.

La preocupación de sus familias era evidente, pero al fin, entre rabietas y lágrimas, les dieron permiso.

¡Viaje a pie para Bogotá!

López Gómez había vendido el único ternero de su propiedad, con lo que obtuvo el dinero necesario para cubrir sus gastos básicos; a Tejada, en cambio, sus padres, hermanos y amigos le organizaron una colecta pública “para financiar su locura”, según decían algunos, entre risas.

Al partir, no tenían de qué preocuparse: de sus casas los despacharon con fiambres suculentos, previendo la prolongada travesía que debían hacer, cruzando, en principio, el Alto de la Línea.

Corría el año de 1919. Como no había carretera en sentido estricto sino un estrecho y peligroso camino de herradura; como por allí no pasaba el tren, ni tampoco los buses o autos de ahora para el transporte intermunicipal, el único medio para movilizarse eran caballos, de los cuales carecían los dos jóvenes de esta historia. ¡Tenían, entonces, que hacer su largo recorrido a pie!

Pero, eso les tenía sin cuidado. Un día no lejano -pensaban, confiados- llegarían a la capital, lo único que les importaba. Ya sabrían cómo arreglárselas por el camino.

Pasaportes de celadores

Tuvieron suerte. Del pesado fiambre se libraron con facilidad: en el primer descanso que hicieron, lo devoraron casi en su totalidad, y así, ligeros de equipaje, comenzaron a subir por la empinada montaña, con tanta fortuna que se toparon con el dueño de una finca, amigo de sus familias, quien les dio albergue en su propia casa para pasar la noche.

Al día siguiente, animados y optimistas, pudieron concluir el ascenso y bajar hacia las tierras del Tolima. Cuando caía la tarde, llegaron a una posada: La Argentina, donde fueron bien recibidos; después, al entrar a Ibagué, se encontraron con otro viejo amigo, “como de la familia”, que ocupaba un alto puesto en el gobierno, quien hizo uso de sus influencias para favorecer a los muchachos, consiguiéndoles pasaportes como celadores de la Oficina de Rentas… ¡y los despachó en tren a Bogotá!

En tales condiciones, no tuvieron siquiera que pagar sus pasajes, al tiempo que gozaban de una envidiable comodidad, recibiendo el mejor trato posible durante el viaje.

Llegada a la capital

A Luis Tejada, las cosas le resultaron muy simples: su vinculación a El Espectador fue inmediata, tanto por ser colaborador como, especialmente, porque los Cano, propietarios del periódico, eran sus parientes; López Gómez, en cambio, perdió la buena suerte que traía: no consiguió empleo; el escaso dinero que llevaba no le alcanzó siquiera para pagar la modesta pensión que alquiló con su amigo en un hotel de tercera categoría, y finalmente decidió regresar a su hogar, derrotado, triste.

Antes de despedirse, se repartieron sus pertenencias: Adel le dejó a Luis tal o cual vestido de paño para soportar el frío sabanero, al tiempo que le recibía su ropa más liviana.

Tejada, a propósito, se convirtió al poco tiempo en el mejor cronista del país, compitiendo con escritores de la talla de Luis Cano y Alberto Lleras Camargo, entre otros. Y si bien López Gómez se apareció en Armenia, una semana después de su partida, estaba convencido de volver a Bogotá, ¡para triunfar!

Recuerdos de la aldea

En aquel entonces, Armenia era una ciudad muy distinta a la de hoy, apenas una aldea, de siete a ocho mil habitantes, cerca del río Quindío que se desprende desde lo alto, en las estribaciones de la cordillera central, para atravesar zonas boscosas con empinados guaduales, indispensables para la construcción de viviendas.

Recién había nacido el municipio, en 1889, y sus fundadores se paseaban todavía por las calles. narrando sus extraordinarias hazañas, una y otra vez, en el parque, los cafés y las esquinas.

López Gómez tuvo allí su cuna, el 17 de octubre de 1900, en los albores del siglo pasado. Pertenecía a una familia influyente, como que uno de sus tíos fue alcalde, mientras otros parientes cercanos ocupaban puestos de primacía en la naciente población, donde él pasó su infancia en la finca paterna.

Héroe en casa

Don Adel López Londoño, su padre, era “medio campesino”, por lo cual sostenía, a cuatro vientos, que la mejor escuela es la tierra por acostumbrarse allí los hijos a trabajar en un contacto más natural y humano con el mundo, más inocente y más tranquilo, especial para vivir.

Durante el día, “don Adel” -que así le llamaban en el pueblo- dirigía a sus peones, revisaba los palos de café, estaba pendiente de la vaca que iba a parir y del caballo herido en una pata; por la noche, en cambio, se dedicaba por completo a su familia y, en especial, a sus hijos, aún pequeños, reunidos a su alrededor para oírle declamar poemas, salidos, en su mayoría, de un amplio repertorio de autores españoles.

Pero, lo que ellos más disfrutaban eran sus cuentos, narrados por él con alegría y entusiasmo, representando a los personajes de quienes hablaba, al tiempo que los niños, sorprendidos, esperaban con ansias el final de cada historia, fuera para reír o entristecerse, siempre en medio de aplausos.

El padre, entonces, era su héroe por excelencia. Y cuando, de un momento a otro, interrumpía la lectura para irse a consultar, en la biblioteca, el pesado diccionario de la Real Academia Española, lejos estaban de imaginar que lo hacía en virtud de su purismo, de su honda vocación académica o de poeta castizo.

Pensaban, con seguridad, que estaba algo cansado o, mejor, que como un mago preparaba su próxima función, llena de fantasías.

Las primeras letras

Su madre era tranquila, paciente, de espíritu sereno. Si bien realizaba sus labores domésticas, sacaba tiempo para darles clase a sus hijos, también con las debidas consultas a la biblioteca de la casa.

Cuando menos pensó, el niño Adel –Adelito, le decían- pudo leer y escribir a temprana edad, fascinado, en particular, por las poesías de Espronceda. En tales circunstancias, su nuevo anhelo era previsible: competirle a su padre en la noche, ¡siendo tan buen declamador como él!

No obstante, con los años resultó indispensable que los niños tuvieran su educación formal, en un colegio. De ahí que la familia, como tantas otras, se vio obligada a irse para Armenia, donde residían muchos de sus parientes, cuya favorable posición social les exigía de antemano sacar de la finca a los muchachos, ya grandecitos.

En su caso, el estudio en la ciudad no era de su agrado. Prefería ser independiente, sin depender en lo posible de alguien, ni siquiera de sus padres, y por ello cambió las aulas escolares por el trabajo, como escribiente en un juzgado, donde tramitaba sumarios y recibía declaraciones mientras escribía, a escondidas y en las horas de descanso, sus primeras páginas en prosa.

Fue así como empezó a publicar sus artículos en un pequeño periódico local: Ideales, donde cantaba al amor, a la patria, a la naturaleza, con el romanticismo propio de su época, cuando aún no incursionaba, a sus quince años, en el género del cuento que más tarde le haría tan famoso.

El niño prodigio

Lo del juzgado, aunque indirectamente, tuvo que ver con su incipiente carrera literaria. Y es que entonces López Gómez escribió, con gran facilidad -aunque habiéndolo pensado bastante por varios días-, su primer cuento: “El alma del violín”, para un concurso de ese género, el cual fue promovido con bombos y platillos en Armenia.

El fallo del jurado no pudo ser mejor: ocupó el segundo puesto, no pudiendo alcanzar el primero porque su autor fue nada menos que un señor de 43 años, a quien él conocía de cerca: ¡el jefe del juzgado donde él trabajaba!

A partir de ahí, la vida le cambió por completo: ya no sería sólo “el hijo de Adel López Londoño”, sino una especie de niño prodigio, naciente escritor a quien sus compañeros de estudio miraban con respeto y trataban con el orgullo de ser sus amigos y confidentes literarios.

La ceremonia de premiación fue solemne. Allí se hizo presente toda la sociedad de Armenia, no tanto para asistir al acto como para conocer y admirar en persona al talentoso adolescente; su jefe, sorprendido, le cedió el puesto de honor en el escenario, admitiendo de antemano que no volvería a escribir, y hasta se dio el lujo de escoger a la reina que le daría su trofeo, elección que favoreció a una bella jovencita: María Tejada -¡hermana de Luis Tejada!-, quien, en medio de vítores y aplausos, le hizo entrega del galardón.

Adiós a la infancia

Así, con escasos 16 años encima, Adelito se empezó a abrir paso en el mundo literario, donde estaba dispuesto a destacarse como escritor. Pensó, en consecuencia, que Armenia no era el ambiente propicio para ello; que debía dejar la ciudad para tomar otros rumbos, donde hubiera autores de su talla que pudieran valorar a cabalidad sus escritos, y partió hacia Bogotá, de la mano de Luis Tejada, tal como dijimos al principio.

La infancia y la adolescencia quedaban atrás, en su memoria.

*Exdirector del periódico “La República” y miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua

El amor eterno de Maruja Vieira

La poeta manizaleña Maruja Vieira, conocida como “La mamá grande de la poesía colombiana”, cumplió en días pasados su centenario de vida, celebrado con entusiasmo en todo el país, especialmente en sectores culturales y medios periodísticos, como reconocimiento a su valiosa obra literaria de prestigio internacional.

En la siguiente crónica, tomada de mi libro “Nuevas huellas en Academia de la Lengua” (Amazon, 2021), es ella quien hace públicas sus propias confesiones acerca del gran amor de su vida, expuestas durante el homenaje que se le rindió en la citada institución académica, de la que es miembro honorario.  

El bautizo de Neruda

Muchos lectores sabrán que Maruja Vieira ha sido, en las últimas décadas, una de las mejores poetas en Colombia, América Latina y el mundo de habla hispana, según consta en opinión de los más exigentes críticos literarios, en antologías especializadas y en las traducciones de sus versos a otros idiomas.

Pero, pocos saben que su nombre de pila no es Maruja sino María y que ese cambio se debió nada menos que a Pablo Neruda, quien al conocerla en Bogotá le comentó que en su país a todas las Marías las llaman Marucas, con cariño. “En Colombia nos dicen Marujas”, le aclaró ella.

“¡Quedas bautizada como Maruja Vieira!”, sentenció el famoso vate chileno. Su seudónimo, en verdad, le cayó como anillo al dedo.

Muy pocos, a su vez, están enterados de que su único hermano fue Gilberto Vieira, fundador y dirigente supremo del Partido Comunista de Colombia, a quien algunos recuerdan por el protagonismo político que a lo largo del siglo pasado tuvo en nuestro país hasta su muerte en el año dos mil.

Casi nadie, por último, habrá oído hablar de su gran amor con el también poeta José María Vivas Balcázar, ni de cómo esta historia romántica, con tintes de tragedia y fidelidad eterna, permanente, fue recientemente contada durante el sentido homenaje que -¡en presencia suya, a un escaso lustro de cumplir un siglo de vida!- le rindió la Academia Colombiana de la Lengua, institución de la que ella es miembro honorario después de haber sido correspondiente y de número.

“El diálogo poético de Maruja Vieira y José María Vivas Balcázar”, que fue el tema central de la solemne ceremonia, estuvo a cargo de la poeta Guiomar Cuesta, su amiga y colega.

Vidas paralelas

Repasemos: hasta 1959, la vida de Maruja Vieira era color de rosa. En 1922 había nacido en Manizales, ciudad culta por excelencia, donde transcurrió su infancia, aquella dulce y tierna etapa de la que los poetas nunca se alejan. Y a los ocho años se trasladó con su familia a Bogotá, acaso para estar “más cerca de las estrellas”.

Aquí, desde muy temprano, le dio por escribir versos. Sus primeros poemas aparecieron en “Lecturas Dominicales” del diario El Tiempo y, con solo dos décadas encima, dio a luz su libro inicial: Campanario de lluvia, recibido con entusiasmo por la crítica.

Luego vino el 9 de abril de 1948, con la terrible violencia desatada que padeció con rigor (como lo registrara en páginas dolorosas), pero recuperó su tranquilidad en la vecina Venezuela que por varios años fue su segunda patria, moviéndose a sus anchas en los altos círculos intelectuales, la prensa y la recién nacida televisión, con el debido reconocimiento público.

Después retornó a Colombia, por Popayán -su Ciudad Remanso-, como profesora universitaria y librera (su negocio, a propósito, llevó el nombre de Guillermo Valencia en honor al maestro parnasiano, no al político), y más tarde pasó a Cali, donde habría de conocer, en 1957, al gran amor de su vida: José María Vivas Balcázar, poeta como ella.

Él era oriundo de un perdido municipio del Cauca -al que cantara: Yo nací en una aldea de menudos senderos, / de pulidos collados y claros riachuelos- y, cuando se encontraron, ya tenía a su haber una brillante carrera literaria, bastante similar a la suya (tanto en las letras y la docencia como en el periodismo), habiendo disfrutado asimismo las mieles de la diplomacia, como agregado cultural de la embajada de Colombia en Chile.

Los dos se enamoraron. Y en 1959 contrajeron matrimonio, jurando ante el altar estar siempre unidos, “hasta que la muerte los separe”. Su vida, la de ambos, era todavía color de rosa.

La muerte del poeta

En septiembre se casaron. Era una “madrugada de campanas”, añora Maruja. José María, en cambio, no habló de la fiesta, ni de la felicidad que lo embargaba, si bien proclamó en algún poema, escrito en su día de boda, que con ésta alcanzaba la máxima alegría y realización en su corta vida, tras lo cual podría partir: “Ahora me puedo morir / como si nunca me muriera”, como si su amor fuera eterno.

Fue un oscuro vaticinio, claro está. Que se cumplió ocho meses después, en mayo de 1960. El 15 de mayo, para ser exactos. Un infarto, sí, le quitó la vida cuando él recién había alcanzado 42 años. ¡Y no logró siquiera conocer a su única hija, Ana Mercedes, cuya semilla había dejado en el vientre materno!

“La vida se detuvo ese día” para ella, para Maruja Vieira, la amada y enamorada esposa, según confesó después, mucho después (1998), en el libro Sombra del amor, dedicado a él -“En memoria del poeta José María Vivas Balcázar (1918-1960)”-, donde declaró que desde entonces, desde el oscuro día de su muerte, ha sobrevivido en “un cuerpo sin alma”.

Desde ese instante -según Guiomar Cuesta- José María se convirtió en poema, eternizándose en la poesía de su amada, en versos estremecedores, presos de angustia y de lágrimas, de soledad y nostalgia, pero igualmente de presencia continua, con su leve sombra que nunca se va, y de verlo ella como un ángel “que tiembla en la ventana” mientras -le repite, al oído- “hablo contigo, como siempre”.

Y, hasta hoy, Maruja espera ansiosa su reencuentro en el más allá: Cuando pase el tiempo, / cuando crezca el río / y llegue por fin el barquero, / con las manos unidas de nuevo / estaremos juntos, amor, / para siempre.

Incluso en este día gris de mayo, histórico y memorable, cuando la Academia Colombiana de la Lengua en pleno le rendía tan cálido homenaje, ella habrá repetido en silencio: Te seguiré buscando, / con el amor de siempre, / en mi septiembre solitario.

Amor eterno, sin duda.

Epílogo

“Lo más hermoso de mi vida en los mis últimos años ha sido el presente homenaje”, dijo Maruja Vieira al concluir la intervención de Guiomar Cuesta; a continuación, hizo entrega de su Antología Personal a la Academia de la Lengua, y guardó silencio, lo que desató un sonoro aplauso, prolongado, que sólo fue interrumpido cuando la ceremonia se dio por terminada.

En compañía de su hija Ana Mercedes Vivas (que José María -recordemos- murió sin conocer), abandonó el imponente paraninfo y salió al amplio salón de recepciones, despacio, paso a paso, para ocupar su lugar en una pequeña silla contra la pared, donde pocos asistentes la veían. Es como si quisiera pasar inadvertida; una sombra, nada más.

Me acerqué, con respeto y admiración; le tendí la mano para saludarla, como lo había hecho minutos atrás, a su llegada, y obviamente la felicité por tan bello homenaje, en especial por su historia de amor que yo -le dije, con pena- ni siquiera conocía, igual que muchos otros.

Me miró con una sonrisa de niña, lejana, y volvió a hablar de él, de su amado, aunque con palabras suaves, entrecortadas, como si no pudiera guardar silencio al respecto, como si no tuviera sino voz para recordarlo y como si lo dicho antes en su honor y el de su esposo, ni nada de cuanto se diga en tal sentido, fuera suficiente.

Y cuando vi que sus ojos se tornaban más tristes, como si estuvieran al borde del llanto, preferí retirarme con discreción, agradeciéndole de nuevo por su presencia, por su obra, por la dicha de haberla conocido personalmente y compartir estos momentos sagrados, tan íntimos.

Otra vez sonrió, como si nada.

*Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua

Mis recuerdos de Jorge Eduardo Vélez Arango

A Jorge Eduardo Vélez Arango, el escritor manizaleño que acaba de fallecer en su ciudad natal, le conocí cuando yo tenía apenas veinte años de edad y él bordeaba los treinta. Ambos, pues, estábamos en plena juventud, a mediados de la década del setenta, ¡hace medio siglo!

Mientras el suscrito cursaba estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas, él recién llegaba de París -¡capital de mis sueños!-, donde había obtenido, tras realizar estudios de administración en la Universidad Eafit de Medellín, un título de Economía y Planeación, según contaba con orgullo.

Y cuando supe, por boca del periodista Mario Escobar (quien entonces dirigía el suplemento literario de La Patria, el prestigioso e influyente diario de la capital caldense), que tan ilustre visitante en mi casa era nieto de Rafael Arango Villegas -célebre autor de Asistencia y Camas, obra cumbre de la literatura costumbrista en Colombia-, mi sorpresa fue total, absoluta.

Pero, más lo fue cuando sacó de su elegante maletín de ejecutivo, con solemnidad pasmosa, un ejemplar de su primera novela (por cierto, con flamante dedicatoria donde me destacaba -sí, señores- como gran ensayista, dado que en esa época este aprendiz de filósofo venía publicando, en la citada revista cultural del periódico, densos artículos de crítica literaria, como si fuera autoridad en la materia).

Recibí, por tanto, su libro primigenio: Seluzinam, palabra que, cuando se lee al revés, da como resultado “Manizales”, el escenario y tácito protagonista de la novela. Así entendí, por fin, que él era un manizalita a carta cabal y que de allá, La ciudad de las puertas abiertas, nunca más saldría, a diferencia de quien les habla, trotamundos de siete suelas.

Entre amigos

Poco tiempo tardó en aparecer mi ensayo sobre Seluzinam en la Revista Dominical de La Patria. A decir verdad, no recuerdo qué dije allí, ni conservo copia de la publicación, ni hay manera de encontrarlo en internet por la sencilla razón de que esta red de redes no existía. Vivíamos, en fin, como en la edad de piedra.

Con seguridad, hablé de su estructura narrativa, su lenguaje a veces hermético y, en especial, la notoria influencia en sus páginas de la literatura en boga: el Nouveau Roman o nueva novela francesa, revolucionaria tendencia fundada por Robbe-Grillet, a la que se vinculan autores como Michel Butor, Nathalie Sarraut y el Nobel Claude Simon, entre otros autores que, a su vez, promovió en todo el mundo Roland Barthes, modelo para los incipientes ensayistas que aspirábamos al éxito.

Fue esto lo que selló nuestra amistad. La literatura nos unió, mejor dicho. Al fin y al cabo, era el único tema que tratábamos en los encuentros casuales, sin cita previa, y en su tertulia familiar de intelectuales puros, como cuando recibimos de Pereira al galardonado poeta nacional Luis Fernando Mejía (primo, por más señas, del poeta mayor de Caldas, Fernando Mejía, quien años después falleció mientras dormía junto a su esposa Gloria, la mujer de su vida).

O cuando fue director de la Imprenta Departamental, donde se editaba la clásica colección de Autores Caldenses y donde, por su iniciativa, se lanzó la revista Caldas cultural, en la que hice público mi ensayo sobre La carta al padre de Kafka, reproducido luego en el Magazín Dominical de El Espectador. Y como su oficina quedaba cerca de la antigua sede de La Patria, donde llegué a ser periodista de planta, con funciones de subdirector…

De hecho, Jorge Eduardo se convirtió en uno de mis mejores amigos, igual que Mario Escobar, el recordado colega, hoy también ausente, que nos había presentado al llegar de París.

Cuentos de Fábulas

Tras sus tempranas incursiones en las más modernas técnicas literarias, Jorge Eduardo volvió al lenguaje limpio, transparente, sencillo, como queriendo recorrer el camino de su abuelo, Rafael Arango Villegas, quien gozó en vida de enorme popularidad por sus historias, contadas “como habla la gente”, con los tradicionales dichos y refranes de ancestro antioqueño que son herencia, en su mayoría, de la lengua castellana nacida en España.

Fue así como surgieron sus fábulas, de poesía infantil, a la sombra de nuestro gran Rafael Pombo, maestro de ese género en poemas inolvidables como La pobre viejecita y Rin-Rin renacuajo. Fue entonces, además, cuando entendí que sus estudios científicos y sus malabares lingüísticos del Nouveau Roman no lograron acallar la ternura y la inocencia de su corazón de niño, de persona buena, sin mancha.

Por ello, cuando presenté su libro Fábulas, durante un concurrido acto social en Manizales (adonde regresé de Bogotá para dedicarme a la actividad académica, universitaria, confiado en abandonar por completo el periodismo), el énfasis de mi discurso estuvo centrado en tales aspectos personales, humanos, aunque no faltaban las referencias literarias de rigor, con erudición histórica a cuestas.

Años más tarde, cuando yo fungía, de nuevo en Bogotá, como director del diario La República, volví a presentar ese libro, ya con más poemas y -¡grata sorpresa!- con el citado discurso en Manizales como prólogo, durante la Feria Internacional del Libro, ceremonia a la que, por desgracia, asistió un reducido grupo de personas, prueba cabal de “la civilización del espectáculo”, tan ajena a la cultura, que se ha tomado por asalto al mundo en las últimas décadas.

Fue un terrible golpe en su vida literaria, como tantos otros.

“Del odio de Dios…”

Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé. / Golpes como del odio de Dios…”, escribió, en sus Heraldos negros, el poeta peruano César Vallejo, quien hablaba así en nombre suyo y de personas con tan honda sensibilidad como Jorge Eduardo, azotadas por la furia de sus tragedias.

Él sí que las tuvo o padeció. La muerte de su hijita Alejandra, la luz de sus ojos y los de Isabelita, la amada esposa. Yo sólo me enteré por las noticias, en el correspondiente registro informativo de La Patria, que repasé con dolor en una fría tarde bogotana, lejos de Manizales.

“Si yo estoy así de angustiado -repetía entonces, para mis adentros-, cómo estará él”.

Fue una tragedia espantosa, por decir lo menos. Un cáncer se llevó a la niña, aquella que jugaba alegre, descomplicada, cuando nos reuníamos en su casa para hablar de libros, arte, historia, literatura…, como si esto fuera lo más importante del mundo. Nunca imaginamos que esos hermosos sueños se irían a pique en un abrir y cerrar de ojos.

Como si fuera poco, Isabelita también se fue, varios años después, víctima igualmente de un cáncer, cuando muchos creímos que la muerte nunca la tocaría; que un ser tan dulce, tan bueno, tenía derecho a vivir para siempre, y que la fundación Alejandra Vélez Mejía, fundada por ella para niños con cáncer en honor a su hija, tanto como su extraordinaria labor social que le mereció tantos premios -Caldense del año, Mujer Confamiliares y de la Cruz Roja…-, la hacían inmune no sólo al sufrimiento sino a la parca, ella que es siempre indiferente a las lágrimas de familiares y amigos.

Las lágrimas incontenibles de Jorge Eduardo, en primer término.

Despedida final

Como sus amigos no podíamos imaginar a Jorge Eduardo sin Isabelita, en días pasados se fue a estar con ella y su niña. Tardó mucho en hacerlo, supongo. Aunque yo estoy por creer que él, en los últimos años, no estaba vivo, y sólo, muy solo, se movía por la tierra como una sombra, como un fantasma, sangrando.

Él, que era tan parco, tan silencioso, tan reservado, lo sería más todavía en la última etapa de una larga existencia que acaba de terminar en su ciudad del alma, donde fue despedido con una breve nota del periódico donde tanto escribió y que nos unió desde la edad temprana, cuando no veíamos sino rosas, carentes de espinas, por el camino.

¡Adiós, querido amigo! ¡Adiós!

* Escritor y periodista. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.

“Acto poético” de Fernando Mejía Mejía

  • Ensayo de mi libro “Del Quijote y la María a Descartes y Piketti”, recién publicado en Amazon.

En la lectura del Acto poético de Fernando Mejía Mejía (1929-1987) sorprenden, de manera simultánea, aspectos como su visión profunda, madura, del quehacer poético y la necesidad, en tal sentido, de recurrir siempre a los más grandes poetas para responder a las exigencias mismas -temas, motivos, sentimientos, deseos, etc.- de la actividad creadora.

De ahí surgen, en su caso, la sinceridad y autenticidad del lenguaje, la dura aceptación de la angustia que se manifiesta a cada paso en sus versos, y la justificación tanto humana como poética, no ya sólo individual o personal sino también social, en cuanto es fiel reflejo de su época.

Pero, sobre todo, en estas páginas se oye su voz fuerte, clásica en el mejor sentido, con la debida responsabilidad de asumir su compromiso total como poeta, en su propia poesía y, por ende, con la vida, el amor, el silencio, la soledad…, aquella múltiple realidad que le abraza y acosa, donde, con tono profético, el hombre se engrandece y alcanza dimensiones cosmológicas, universales.

Más allá de la moda

No es el momento de valorar, con análisis rigurosos y fríos (que, por cierto, poco tienen de poéticos), el puesto que la obra de Fernando Mejía ocupa en la poesía colombiana; no se trata, pues, de exaltarla o rechazarla con criterios cerrados, estrechos, limitantes.

Su valoración, en cambio, debe centrarse en su carácter universal, eterna si se quiere, porque va más allá de las modas literarias y asume plenamente el citado compromiso del autor con su creación, sin necesidad de justificarla siquiera y manteniendo tal actitud en las circunstancias más difíciles, sin importar sus graves consecuencias.

En su producción hallamos versos dignos de la mejor poesía. Pero, en forma paradójica, el silencio o la indiferencia ha sido la respuesta del medio social en que el escritor se desenvuelve, donde el egoísmo y la ignorancia han sido factores determinantes desde tiempos inmemoriales.

No obstante, aunque se ha pretendido silenciarlo, cuanto surge de allí, del silencio, es una voz más fuerte, que no da tregua, que sigue en su proceso de tanteos y búsqueda, que confiesa su condición humana y la defiende a cuatro vientos, si bien con un sentido religioso, espiritual, el cual brota, como a escondidas, en cada uno de sus poemas.

Un camino por recorrer

Tal es la impresión que me ha dejado la lectura de su Acto poético, del libro Elegía sin tiempo (1978) y, en general, de su obra literaria, sin importarme siquiera explorar su presunto afán de seguir la línea de Baudelaire a través de un lirismo -muy retórico, señalarán sus críticos- que le conduce a dimensiones cosmológicas y bucólicas, ajenas, por lo general, a la poesía colombiana.

A mi modo de ver, éste es un aspecto digno de ser analizado en detalle para una adecuada valoración del más representativo poeta caldense durante las últimas décadas.

(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua

Manizales: “La ciudad de las puertas abiertas”

Sí, Manizales es la ciudad de las puertas abiertas. Pero, también tiene abiertas las ventanas, todas las ventanas, y un balcón la envuelve arriba, en sus cuatro costados, lo que en sentido estricto la convierte en un bello y espectacular mirador en plena cordillera central, en el lomo de una empinada montaña, sobre la cual se extiende como nueva Muralla China levantada en Los Andes, en el corazón de Colombia.

Y si alguien lo duda, sólo tiene que ir hasta Chipre, aquel barrio tradicional que en los domingos es punto de encuentro de los manizaleños para comer obleas y chupar helado, admirar los atardeceres y elevar cometas, pasear por sus calles y saludar a todo el mundo, a propios y extraños, quienes esbozan una sonrisa que revela, a simple vista, la amabilidad de sus gentes.

El nombre de Chipre hace alusión a la isla mediterránea que igualmente está abierta, despejada, mirando a todos lados. Desde acá, en efecto, se logran ver seis departamentos, que sobra mencionar; el Parque Natural de Los Nevados, con el Volcán del Ruiz casi al alcance de la mano, y numerosos municipios (Anserma, Chinchiná, Palestina, Marsella…) que en las noches brillan como estrellas por la electrificación rural que allí es común, a diferencia de otras regiones del país.

Chipre es el sitio emblemático por excelencia de esta fría capital caldense cubierta en ocasiones, especialmente en las noches y madrugadas, por la neblina, por el viento helado del páramo, y donde sólo basta -al decir de sus habitantes- dar un brinco para tocar el cielo

En la parte más elevada de Chipre, en el pico del cerro, está el Monumento a los Colonizadores, acaso el mejor lugar para iniciar un recorrido turístico a través de su historia, de sus ancestros, de sus raíces, como debe ser con mayor razón en este epicentro de la cultura nacional desde sus orígenes a mediados del siglo XIX (en 1849, para ser exactos).

¡Loor a los colonizadores!

Claro que Manizales tiene un pasado indígena, igual que el resto del llamado Eje Cafetero integrado por Caldas (departamento del que es su capital), Quindío y Risaralda; entre sus pobladores corre, por tanto, sangre de indios quimbayas -los mejores orfebres de América en la época precolombina-, si bien tales huellas se pierden por la aniquilación de sus pueblos y culturas durante la conquista española tras descubrirse el Nuevo Mundo en 1492.

De hecho, los tres departamentos cafeteros de hoy eran zonas boscosas, selváticas, que sólo sintieron el peso de la civilización occidental cuando se desató la masiva ola colonizadora de Antioquia, aquella que se desarrolló, después de la independencia nacional hasta comienzos del siglo pasado, “a duros golpes de machete y hacha” que permitieron fundar “pueblitos montañeros, hechos de paja y guadua”, según lo describió algún poeta criollo que comparó la gesta de los arrieros con la del Cid Campeador en España.

En el caso de Manizales, sus legendarios fundadores son identificados como “La Expedición de los Veinte”, título referente a las veinte familias emigrantes, de las que al parecer no llegaron sino doce, entre quienes se recuerdan personajes como Victoriano Arango, entre otros.

Tras la veintena o docena de pioneros, vinieron más y más familias paisas, unas y otras con poncho y carriel, con escapulario y alpargatas, en mulas y bueyes, al lado del perro inseparable; que hablaban duro, con el acento inconfundible que atropella las palabras; con dichos y refranes populares para toda ocasión, y que se reunían, con su prole numerosa -¡a veces, más de veinte hijos!-, a comer sancocho y frijoles, mazamorra y arepa, para luego despedir el día con un rosario en coro alrededor de las imágenes sagradas del Corazón de Jesús y la Virgen María.

Algo de esto se aprecia, con la correspondiente dimensión artística, en el citado Monumento a los Colonizadores, obra de Luis Guillermo Vallejo, oriundo de la región, quien repasa con mano maestra los momentos gloriosos de la colonización antioqueña, cuyos rasgos épicos, ejemplares en la historia del mundo, fueron revividos por investigadores como James Parsons, el famoso profesor norteamericano que vino por estos lares a escribir su tesis de grado.

Los manizaleños son paisas, mejor dicho. Como lo son, en general, caldenses y risaraldenses, quindianos y algunos tolimenses y vallunos del norte de sus departamentos, lo que explica su acento particular y sus costumbres, su amor por la música popular desde los bambucos y pasillos hasta la música “de carrilera”, cuando no por los tangos que se oyen en cada cantina, como si Carlos Gardel nunca pasara de moda (al fin y al cabo “cada vez canta mejor”, en opinión de sus fanáticos seguidores).

De ahí el amor, por qué no decirlo, al aguardiente y el ron (Cristal y Viejo de Caldas, sin que esto sea propaganda), mezclados paradójicamente con las fuertes creencias religiosas, las cuales conviven, para acabar de complicar las cosas, con el espíritu machista, incluso violento, donde se pone a prueba la virilidad de sus varones, caracterizados asimismo por el culto al dinero, fruto no siempre de su intensa dedicación al trabajo desde tempranas horas de la mañana -“A ritmo paisa”, según suele decirse-. Una sociedad bastante singular, es evidente.

Huellas de Leopardos

Todavía en Chipre, cuando se empieza a bajar hacia el centro de la ciudad, está el Parque del Observatorio, otro extraordinario mirador adaptado sobre un gigantesco tanque de agua, y, a pocos pasos de allí, la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, fiel copia de la primera catedral que en la Plaza de Bolívar, en 1926, fue presa de las llamas que destruyeron, igualmente, gran parte del centro histórico.

Y es que Manizales, creación de titanes que osaron desafiar las alturas y someter la montaña con dificultad, ha padecido desde su fundación un sino trágico, enfrentando, en diversas ocasiones, hasta la furia incontenible de la naturaleza.

Prueba de ello son los sismos o temblores de tierra que, en forma paradójica, contribuyen a la renovación urbana, y los mismos incendios que hacen estragos en casas de bahareque y guadua o en los propios templos, como sucedió, a fines de 2010, en la Capilla de La Enea, Monumento Nacional que el padre Nazario Restrepo erigió en 1876 mientras huía de la persecución religiosa desatada por gobiernos radicales.

La ciudad, pues, se acostumbró a enfrentar la adversidad, incluso las guerras, como las que se sucedieron en serie durante aquella época por factores políticos, por la lucha fratricida entre conservadores y liberales, más aún cuando su posición estratégica era clave desde el punto de vista militar para cualquiera de los bandos en contienda.

A sus gentes, sin embargo, las ha salvado acaso su religiosidad y los profundos valores espirituales que se reflejan en cientos de iglesias y un conservatismo visceral, heredado también de los abuelos paisas, que rinde culto a Dios como poder supremo, absoluto, dentro del cabal cumplimiento de sus mandatos, basados en el amor.

Y claro, el terruño dio buenos frutos en dirigentes godos de primer orden, católicos hasta los tuétanos, como Silvio Villegas y Fernando Londoño Londoño, Gilberto Alzate Avendaño y Augusto Ramírez Moreno, líderes de la Derecha colombiana en las décadas del cuarenta y el cincuenta, algunos de ellos en su condición de dignos exponentes del combativo grupo Los Leopardos.

Eran políticos de principios, con una sólida formación intelectual de auténticos humanistas cristianos, y por consiguiente personas cultas, con gustos literarios a partir de los autores franceses y españoles en boga, al tiempo que hacían gala de una sofisticada oratoria, de la retórica aprendida en los textos de Aristóteles, como si prepararan entre nosotros, con el espíritu de los enciclopedistas, una revolución social comparable a la de Francia o Rusia, ya no democrática o comunista sino profundamente conservadora, católica.

Eran ideólogos en busca del Estado para ponerlo al servicio del bien común, recordando las sabias lecciones escolásticas.

La Escuela Grecocaldense

Lo anterior influyó en grado sumo para que Manizales se ganara la fama de ciudad culta, “por donde cruza -según la célebre frase, de antología- el meridiano intelectual de Colombia”. El ambiente era propicio para las actividades del espíritu, aún en el plano político; hasta el frío ayudaba.

Pero, no fue sólo en el terreno partidista donde las musas hicieron de las suyas. No. Al doblar una esquina, era fácil toparse con algún poeta o un gran prosista, cronista o ensayista, cuyos escritos eran consagrados por La Patria, el periódico local que empezó a circular en 1921, en las postrimerías de la prolongada Hegemonía Conservadora.

Así, las charlas de Luis Donoso, en versos humorísticos, corrían de boca en boca, igual que las crónicas de Luis Yagarí, los relatos de Rafael Arango Villegas y Tomás Calderón -Mauricio-, los ensayos de Jorge Santander Arias y los poemas de Juan Bautista Jaramillo Meza y su esposa, la inolvidable Blanca Isaza, para mencionar apenas unos cuantos nombres de esa larga lista que, por desgracia, se ha ido borrando en la memoria colectiva.

Aquí se creó -sorpréndase usted- una nueva escuela literaria, conocida como Grecolatina, reunida en el grupo intelectual de Los Grecocaldenses o, como también se decía en forma despectiva y burlesca, Los Grecoquimbayas, caracterizado por el barroquismo de su lenguaje, con adjetivos a granel, que se inspiraba, al menos entre sus autores más representativos, en clásicos griegos y latinos, a la manera de un Renacimiento moderno, surgido en las montañas andinas, entre cafetales y palos de guadua.

Una cultura de élite, por cierto. Que mostraba, a su turno, el carácter elitista de la urbe, con familias tradicionales que aún se precian de sus ilustres apellidos, de su ancestro español venido de Antioquia (lejos de admitir, siquiera por un momento, su origen montañero, proveniente de los arrieros paisas que escapaban de la pobreza).

No es de extrañar, en consecuencia, que Manizales se haya transformado, con el lento paso del tiempo, en Ciudad Universitaria, atrayendo a cientos de jóvenes estudiantes de las diferentes regiones del país; que durante varias décadas haya sido la sede del Festival Latinoamericano de Teatro, con prestigio mundial, y que su Teatro Los Fundadores -¡uno de los culpables de la separación de Risaralda y Quindío de La mariposa verde del Viejo Caldas!-, sea Centro Cultural y de Convenciones, sitio obligado para mostrar a los visitantes.

En contraste con lo anterior, existe una verdadera cultura popular que va desde las corridas de toros, con su festiva feria anual a comienzos de enero, hasta la exaltación deportiva por los continuos triunfos del Once Caldas, su equipo de fútbol, glorioso campeón de la Copa Libertadores de América.

El Estadio Palogrande (otrora bautizado en honor a Fernando Londoño Londoño) hace ahora las veces de Coliseo romano, con dos universidades al frente mientras a un lado, más allá del Barrio Palermo, se levanta el Morro de San Cancio, el cual trata de igual a igual al lejano mirador de Chipre, localizado en el extremo opuesto de la ciudad.
Estas dos colinas sirven de marco al escenario urbano que no para de crecer sobre el filo de la montaña y sus pendientes laderas.

De la Catedral al Cable

Hay que bajar al centro, como es obvio. Y puede comenzar su itinerario por la Plaza de Bolívar, admirando la imponente escultura del Bolívar-Cóndor que el maestro Rodrigo Arenas Betancourt dejó para la posteridad, el edificio republicano de la Gobernación de Caldas y, en especial, la Catedral, la imponente Catedral de Manizales, todavía en obra negra, con el cemento gris a la vista; hermosos vitrales, por donde la tenue luz del sol se filtra en medio de la penumbra, y sus pesadas puertas de metal que exhiben, en altorrelieve, pintorescas escenas de la vida urbana en décadas pretéritas, cuando esto era apenas un pueblo, una modesta aldea.

A la salida del templo, enormes esculturas de personajes sagrados, quienes miran hacia la plaza, donde las gentes se pasean con vestidos informales que hace pocos años eran inconcebibles entre los manizaleños, sobre todo en sus bellas y elegantes mujeres.

Luego siga por la carrera 23, que es la principal (como la séptima en Bogotá), donde puede apreciar, en una tranquila caminata por su carácter semipeatonal, otras construcciones republicanas, múltiples viviendas con la típica arquitectura de la colonización antioqueña, parques y más parques como el de Caldas, en honor al sabio que dio su nombre al departamento, o el de Fundadores, donde está el teatro mencionado arriba.

Pero, también se encuentran allí una fuente de agua, traída de Europa, con más de un siglo a cuestas; otra escultura de Luis Guillermo Vallejo, que parece sacada de un circo, una obra de teatro o un carnaval, y, en el suelo, tallado en piedra, el inmortal poema de Eduardo Carranza sobre Manizales, cuyas estrofas, en cantos musicales, repiten de memoria los hinchas del Once Caldas en el estadio: “Manizales: Beso tu nombre/ que significa juventud./ Beso la orilla de tu cielo/ y de pie te canto: ¡Salud!…”

Continúe derecho, por la Avenida de Los Fundadores, prolongación de la calle 23, hasta ver, desde arriba, la Estación del Ferrocarril cuando por aquí se paseaba el Ferrocarril de Antioquia, que hoy alberga a la Universidad Autónoma, y desemboque, varias cuadras más allá, en la Estación del Cable, actual Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, desde donde partía hacia Mariquita, miles de metros abajo, este medio de transporte que ahora, revivido por los avances de la ingeniería, pueden disfrutar los turistas hasta llegar al Terminal de Buses, localizado a escasos minutos de Villamaría, o al Parque de los Yarumos, un paraíso ecológico.

Entretanto, el paso por los centros comerciales es obligado, aunque sea para convencerse de que Manizales está a la altura (no sólo geográfica) de las principales ciudades del mundo, con almacenes de marcas que es fácil toparse en Madrid o Miami, París o Londres, gracias a la globalización que terminó convirtiendo al planeta en una aldea.

Es una ciudad de cara al futuro, con la ventaja de tener fuertes raíces en su pasado.

Entre puentes y túneles

A ambos lados de la cuchilla por donde serpentea la ciudad, ésta ha ido creciendo, retando los precipicios, la erosión que durante el invierno derriba tugurios en los barrios pobres, y la simple capacidad de sostenerse en pie, sin caerse, a pesar de la inclinación cada vez más pendiente de sus calles.

Por fortuna, el desarrollo de la ingeniería, con la formación técnica impartida en sus centros de educación superior, ha logrado domar esta feroz topografía por medio de avenidas con pequeños puentes y túneles, las cuales alcanzan su máxima expresión en la Autopista del Café que se descuelga desde la Plaza de Toros hacia Chinchiná, rumbo a Pereira y Armenia, trayecto en el que se cruza por el Puente Helicoidal, único en América Latina, y el Viaducto César Gaviria Trujillo en La Perla del Otún, obra envidiable en cualquier metrópoli.

Así las cosas, Manizales abre sus puertas para despedir a los viajeros, sea por esa vía o por el Alto de Letras, es decir, por el páramo donde usted podrá detenerse para tomar un baño en las aguas termales del Ruiz, a la espera de su futuro regreso, lo más pronto posible.

¡No olvide el camino!, como decimos los paisas.

-Del libro “Turismo cultural por Colombia, recién publicado en Amazon-

La poesía de Miguel Álvarez de los Ríos

Poco antes de su muerte a comienzos del presente año, el escritor y periodista pereirano Miguel Álvarez de los Ríos reveló, como gran primicia nacional, su obra poética “Cantos de Maldoror”, sobre la cual gira este ensayo en memoria suya, como homenaje póstumo.

En su último libro: Cantos de Maldoror (publicado en 2014, siete años antes de su muerte en enero de 2022), Miguel Álvarez de los Ríos es presentado por el ensayista Héctor Ocampo Marín como “el letrado más importante y visible de Pereira, de Risaralda y acaso también del Gran Caldas”, alto reconocimiento que se justifica, ante todo, por ser él “un hombre de cultura”, dadas sus dimensiones de escritor, historiador, crítico literario, periodista y poeta o, mejor, buen poeta.

A decir verdad, incluso muchos de quienes fuimos honrados con su amistad y sabíamos de su admirable talento literario, así como de su brillante carrera periodística, ignorábamos que lo fuera. Pero sí, era poeta y lo seguirá siendo en sus propios versos, según veremos a continuación.

Alas de jilguero

Claro que Miguel, con ese humor característico que le permitía burlarse hasta de sí mismo, llegó a negar que fuese poeta o estuviera, al menos, entre los mejores.

“¡Ay, amigos, fui tan mal poeta! ¡Que Dios se apiade de mi alma!”, son las frases finales, de despedida, en su explicación o advertencia de estos Cantos, haciendo eco al grito postrero de Nerval, precursor de los poetas malditos que tanto le inspiraron.

No obstante, la poesía lo persiguió desde niño y, de modo particular, en su casa paterna, a la que dedicó un poema donde confiesa, sin rodeos, que “la poesía, transformada en un temblor angélico, ya aleteaba en las brumas de mi interior”.

Tampoco olvidemos que en su adolescencia escribió versos, incluso publicados en El Diario de Pereira, gracias a la acogida de su fundador y entonces director, Emilio Correa Uribe, cuyo posterior asesinato fue determinante para la caída del dictador Gustavo Rojas Pinilla.

Sólo que muchos años después, en 2002, insistía en dudar de su talento poético, como admite en un ensayo sobre la fugacidad o la eternidad del amor: “Mis alas son de jilguero, no de águila real”.

Por último, sabemos de antemano que terminó prefiriendo, como escritor, ser prosista que poeta, aunque su prosa fuera, por lo general, lírica, “melódica”, repleta de versos escondidos con métrica y rima, a modo de cantos.

De hecho, Álvarez de los Ríos era un “poeta inspirado que -en opinión de Fernando Mejía Mejía, su colega mayor en Caldas- “sólo le canta al amor” en palabras “tan tiernas y plenas de amor, que de sus letras fluye un tierno resplandor”.

Cantos de amor

“Sólo le canta al amor”, insistamos. Es poeta romántico por excelencia, como lo sugiere el título del libro citado: Cantos de Maldoror, nombre que subraya la naturaleza de sus cantos, escritos por Maldoror, seudoanagrama de su nombre completo: Miguel Álvarez de los Ríos, quien rinde así un tácito homenaje al Conde de Lautréamont, cuya obra cumbre –Los cantos de Maldoror- también exaltó, durante muchos años, en su columna editorial del periódico La Tarde.

Ciertamente, le canta al amor y, en particular, a su amada esposa, Eunice, a quien dedicó, en primer término, estas páginas por momentos desgarradoras, apasionadas o tiernas: “A su sombra luminosa”, expresión paradójica, quizás absurda, que sugiere cómo desde el más allá, siendo apenas una sombra, aún lo ilumina, dándole, a través del amor, el auténtico sentido a su vida.

Es un romántico, en fin, con sus declaraciones de amor a las muchachas en flor, primera parte del poemario que alude, de manera intencional, a la célebre novela de Proust, otro de sus maestros literarios (igual que Neruda y Carranza, cuya profunda influencia reconoce en el prólogo).

Ahí canta, por ejemplo, a la flor de su melancolía, nacida de un desengaño amoroso en la juventud; a la ventana que no se abrió, que no quiso abrirse, por la indolencia de su cortejada durante una serenata nocturna, otrora común en los pueblos cafeteros; al erotismo, que después de la adolescencia nunca dejó de manifestarse; a Beatriz, nombre “clavado en la raíz de mi sangre, como un dardo de miel”, y a la mujer intacta, virgen, a quien “amaba -dice- en medio de mi abstracto clima de soledad y de amargura”.

“Ardo en tu nombre”, proclama a cuatro vientos, “en lengua de gramática pagana”, al tiempo que Carolina, “la bella Carolina”, deslumbra con su cuerpo de sirena “en el agua lustral de la piscina”, donde él la observa, desde lejos, en su vejez, en su “crepúsculo lluvioso”, derretido por el deseo de poseerla, de hacerla suya.

A la mujer única

Y, por encima de todas las mujeres amadas en forma real o imaginaria, está “el infinito amor” (otra sección de los Cantos) a su amante única, primera y última, de quien fue su esposa: Eunice Ramírez y Morales.

A ella, sólo a ella, implora su ayuda cuando es atacado por “un enjambre de males” y herido “por mil furiosos puñales, en medio de las sombras”, ante “honduras abismales y peligros mortales”.

La invoca, además, cuando sus enemigos pretenden apagar sus fiestas nocturnas para cobrarle “el excesivo goce de todos mis pecados capitales”, de su incontenible espíritu dionisíaco.

“Ayúdame, amor mío, por favor, Eunice Ramírez y Morales”, repite, de principio a fin, en un tierno ritornelo que algunos cuestionarán por parecer algo prosaico y poco o nada poético.

“Te amo sólo a ti”, a un ser “todo de luz, como el lucero de la mañana”, de quien él piensa que apenas vive para verla, pues “más allá de tu luz está la muerte”, la misma que presentía con aquella intuición creadora exaltada por Bergson.

A esta “única mujer” le canta, con pasión, “a la cadente suma de su ser”: su frente y sus ojos, su sonrisa y su boca, su cabeza y su pelo, su cuello y sus manos, su vientre y sus caderas, sus piernas y su piel, “íntimo soplo, hálito del cielo”.

Al fallecer Eunice, la recuerda y bendice “lo que me queda de mi amor pagano”, mientras declama su “Soneto de eterno luto”, viéndola “como una estrella, amada ausente”.

A parientes y amigos

En nuestra región cafetera, ha sido usual que los poetas dediquen también sus versos a parientes y amigos, con la familiaridad propia que le caracteriza. En la obra de Luis Carlos González –El poeta de “La Ruana”- hay pruebas de sobra, que muchos recordamos. Y esa tradición se prolonga hasta hoy, sobre todo en autores de corte clásico, dada la facilidad que tienen para versificar, como si los endecasílabos y alejandrinos les salieran naturalmente del alma, con rimas perfectas.

Aunque, por lo general, tales composiciones son de dudosa calidad y no trascienden siquiera los estrechos marcos de las casas paterna y de los abuelos o las animadas tertulias en salas, parques o mesas de café, tampoco dejan de aparecer, en medio de tantos lugares comunes, pequeñas joyas literarias, donde el auténtico bardo se revela.

Álvarez de los Ríos no es la excepción. A sus parientes más cercanos, en efecto, dedicó la sección “Altas ternuras”, mientras sólo tres de sus amigos merecieron, al menos en este libro, su inspiración: Germán Martínez, Hernán Vallejo Mejía y Carlos Holmes Trujillo Miranda. Veamos ahora las perlas que ahí encontramos.

A su tatarabuelo, en primer término, lo describe, “en su vasto refugio campesino”, con su “alma ardiente y tormentosa”, amante de los libros y el vino, fiel a su esposa muerta, cristiano hasta los tuétanos y poeta, quien, tras perder a su hijo, “se ahorcó de un ciprés junto al rosal”.

“En todo lo que pienso y lo que escribo, me ilumina tu imagen carpintera”, dice, como si él le escuchara.

Al padre, por su lado, lo recuerda y exalta aquí y allá, especialmente en su casa, la casa paterna, que “levantó en un esfuerzo descomunal”, donde aún se conservan intactos, en la memoria, las ventanas abiertas y el balcón, el patio y el corredor, la huerta y los pájaros, así como los retratos, las fotos en familia, sin espacio todavía para la muerte: “La vida, intacta, esplende… Todos creíamos que la vida era una eterna emoción que cantaba entre las venas”.

Y la madre, que nunca puede faltar: rodeada, con cariño, por el resto de la familia; tierna, sentimental, “refugio en las horas de pavura, miel de su palabra en mi amargura…, alma de puro amor y fino tacto”.

“Mujer en cuyo ser habita Dios”, precisa en un soneto escrito en su memoria, al término del cual declara: “Por ella tengo el corazón de oro / y por ella padezco, sufro y lloro / este dolor supremo de ser hombre”.

A hijos, nietos y amigos, les dejó hermosas y sentidas páginas que no dudo en recomendar a futuros lectores, buscando, con cuidado, sus aciertos.

A la gloriosa poesía

Como hemos visto, Miguel Álvarez de los Ríos es un poeta romántico, que canta al amor en sus múltiples formas: desde las muchachas en flor hasta su amante única y desde padres y hermanos hasta hijos y nietos, a quienes ama con intensidad, dando rienda suelta a sus sentimientos en palabras sonoras, musicales, que la mayoría de nosotros no puede expresar, pero asume como suyas cuando las escucha.

Nos falta, sin embargo, el amor por excelencia en el romanticismo literario: el amor a la misma poesía.

“La gloriosa poesía”, la llama. Así se titula la sección que, en forma paradójica, está en prosa, más cerca del ensayo aunque con destellos de prosa poética, especialmente en su diálogo con el piedracelista Jorge Rojas, de quien intercala versos por todas partes.

Maldoror se identifica con este “enorme poeta del amor y la soledad”, acogiendo de antemano su profesión de fe en la poesía, su entrega absoluta al mundo de los sueños -“Nosotros no hicimos (en el grupo de Piedra y Cielo) sino eso: soñar”- y, sobre todo, su adoración al dios del amor, convertido así en un ser, en algo real, concreto, “sobre cuyos hombros uno reclina el espíritu, gozoso o adolorido”.

Y ante la pregunta del siguiente ensayo: “¿Amor eterno o amor fugaz?”, es fácil imaginar cuál es su respuesta, basado en la literatura del amor y la filosofía amorosa de Ortega y Gasset.

No sorprende, en tales circunstancias, que su sección “Hora de tinieblas”, recordando a Pombo, pida al Dios supremo su ayuda en “la noche que crece en mi interior” o cuando siente la muerte encima, la cual se presenta de pronto para hacerlo caer, como tanto temía, en el “fondo profundo de mi propio abismo”, al que parece condenado por su sino trágico.

A fin de cuentas, Miguel Álvarez de los Ríos no fue, ni podía ser, ajeno a la norma de vida (y de muerte) entre los poetas románticos.

* Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua.