Las mismas pulgas

A Pancho

«Cada noche conmigo, a mi lado, al mismo tiempo que yo, mi perra se va al sueño (…) Nos sumimos juntas. Nos profundizamos»
(Somos luces abismales, Carolina Sanín)

En la foto Pancho y Flush

Tras el cristal llueve. Aquí no. Aquí estamos cálidos y tranquilos. Nos miramos a ratos. Él me huele y yo lo miro. Me huele porque así es la manera real en la que él mira. Me rasco constantemente las piernas, él la cara; aunque sabe que no debe y por eso a ratos me lanza esa mirada lacrimosa y lenta, porque yo le recrimino con un bufido. Nos entendemos con pocos gestos. Me rasco la pierna porque seguro me mordió una pulga que salió saltando de su pelaje.

Él se tira largas jornadas en la cama, cierra los ojos y se encorva; se lame alguna parte del cuerpo y se encorva; se rasca y se encorva. Yo hago lo mío: leo y me rasco; escribo y me rasco; tomo sorbos de ron y me rasco. La lluvia sigue cayendo afuera y él la oye o eso parece porque mueve sus orejas como localizando el ruido. Nunca pensé tener tanta intimidad y silencios con un perro. Me creía un tipo estoico ante las mascotas. Eso creía hasta que llegó él, con esa forma tan extraña de caminar y alegrarse. Llegó cuando nadie lo quería. Llegó porque, como propone Carolina Sanín en «Los Niños» (Laguna Libros, 2014) «Los perros no están en la suerte. Están aquí y allá, acostados» (p.139). Pancho, así se llama, no estaba en mi suerte, pero llegó y ahora me mira revolotear entre libros de Sanín y Virginia Woolf para justificar su estadía aquí. Virginia Woolf, por ejemplo, era una típica británica en eso de los perros. Los amaba y en sus Diarios están la muestra. Mascotas propias y ajenas la contagiaban de cierta alegría vital de la que ella carecía. Con Pancho, me pasa igual: cuando llego me lame, me muerde los pies con cariño y yo me siento querido, esperado, vivo.

En «Flush» de Woolf (Montacerdos, 2018), pasa algo parecido entre Elizabeth Barret Browing y su perro cuyo nombre da título a esa biografía: el perro corre tras ella, le lame y acompaña. En esas jornadas surge un relación íntima, una forma de entrecortase única y sencilla. Una relación que uno solo pueda establecer con un perro, o eso me parece ahora.

El contacto de Sanín con su perra Ánima, soporta esta hipótesis. En la composición (como ella llama a sus texto) «El sosiego», parte del libro «Somos luces abismales» (Random House, 2018), ella conversa en la intimidad con su perra. Le interpela y cuenta historias. Igual que Elizabeth en la biografía que escribió Barret. Esta dimensión comunicativa, la creamos todos. Los movimientos de manos y las rutinas, crean un vínculo con nuestras mascotas. Pancho silente y tranquilo, lo sabe y con algunos movimientos nos cuenta lo que le pasa.

El vínculo transciende lo íntimo y privado. Se desplaza a la calle, escenario primordial de los perros. En «Los Niños», por ejemplo, el perro de la protagonista adquiere dimensión y forma cuando sale a caminar, descubre y con ello alimentan su relación con el mundo. Igual Flush, él huele todo, se acerca con inquietud sobre los objetos de la calle, deambula. En ese deambular subsana «los años de encerramiento» a los que Elizabeth lo ha sometido.

Caminar con un perro, es una experiencia similar. Perros como Flash o Pancho, estiman sus pasos en correlación a los centímetros que pueden oler. Por eso digo que es la forma real en la que él me mira, cuando me huele. Me revela un dimensión extraña del detenimiento cuando se para a oler los andenes. No es igual la caminata en solitario que con un perro pues con él, estamos obligados a un grado de contemplación y paciencia diferente. El ritmo del paso cambia y por tanto el cuerpo también.

Afuera sigue lloviendo. Pancho se durmió y yo me estremezco al mirar su cuerpo lleno de pelos rubios. Siento un deseo gigantesco de protegerlo, de ser para él lo que la gente en la calle le negaba: soporte, alimento y calor. Eso mismo expresa Sanín y Woolf. Entienden ellas esa dinámica de cariño profundo y tibieza que se teje entre el perro y su humano. Incluso Homero lo sabía y por eso Argos fue el único en reconocer a Odiseo cuando llegó a Ítaca. Pancho me reconoce, me siente y acompaña.

Los libros y Pancho, son en mi hogar el vínculo fundamental con el mundo. Por eso todos, mi pareja, el perro y yo, tenemos las mismas pulgas y frecuentamos a los mismos autores. Somos una familia porque nos muerden los mismos bichos y nos angustian las mismas letras. Y eso, ni la lluvia que por estos días cae a caudales lo podrán lavar.

Expansión del vacío interior

“Y estás realmente solo
Nunca has estado tan solo
Estás tumbado, tienes frío y te preguntas
Escuchando tu cuerpo, en plena consciencia, te preguntas
Qué es lo que vendrá”
(Sobrevivir parte de “Poesía”, Michael Houellebecq, p. 87)

I

El sentido de la espera inicia cuando la mirada tiene una frontera. El límite, por lo general, está marcado por un tiempo. Así, esperar es un acto temporal, contenido en la posibilidad de medirlo.

Primero, fueron cuatro días; luego, fueron 23; ahora, más de 36. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, lunes-martes… la aliteración, la repetición, el hastío. La frontera de esta espera se ha ido moviendo. El reloj contiene, sí; pero ahora esa espera no está definida por la decisión puntual de un gobierno. Está limitada por la sombra de la muerte, una muerte que salta de un lado al otro.

Por eso esperar ahora duele y expande los vacíos interiores. ¿Cuánto tiempo más se va a alargar esto? Ya poco sentido tiene esperar.

II

Abro los ojos. Durante unos segundos, que no sé si son muchos o pocos, no sé dónde estoy. Cierro los ojos al acto y recuerdo. En mi cabeza se repite la música, la placidez del cuerpo, la mirada perdida… divago. Luego, las botellas vacías, el aroma de la niebla artificial de las fiestas, las luces dislocadas… bailo. Recuerdo. Abro los ojos.

Estoy en mi cuarto. Me reviso: sigo con la ropa de la noche anterior. Reviso más a fondo, recorro con mis dedos los párpados. Miro sus puntas, están manchadas de rojo y negro; sigo maquillado. Sonrío con desdén. De pronto, como si mis sistemas recordaran el daño que les hice, me sobreviene un dolor de cabeza punzante, luego me da sed, luego me duelen las rodillas, luego se me entumece la cara, luego…

Busco mi celular, es un acto reflejo.  Deslizo el dedo. No veo bien ¿y mis gafas? No sé cómo entré a mi cuarto, mucho menos sé dónde andan mis gafas. Igual sigo mirando la pantalla. Twitter: Confirman primer caso de coronavirus en Colombia. Es sábado 7 de marzo. No leo mucho, me da pánico leer cualquier cosa sobre este tema. El dolor de cabeza pasa a un segundo plano. Es verdad, ya está aquí. Mata personas. Mata a personas de mi país. No es un miedo lejano. Corro hacia el baño y vomito todo.

III

Del pánico a la cercanía

  • Tapabocas, guantes de látex, chaqueta con capota.
  • ¿Chaqueta con capota?
  • Sí, chaqueta con capota.
  • Pero si hace sol.
  • No importa ¿quiere le peguen ese bicho?

Salgo vestido como un agente de manejo de crisis nucleares. Es mi turno de ir al supermercado. Hace más de dos semanas no me aventuraba a ir más lejos del sótano del edificio donde vivo. Me agobio con las personas en los andenes y ellos se agobian al verme así, disfrazado del fin el mundo.

Me siento extraño. Ya no puedo ver los labios de la gente. A algunos les veo poco los ojos tras el tapabocas. Me asusta pensar que esta es mi realidad. No es el futuro distópico de alguna novela. Es esto. Los ojos de la gente lucen distantes. Todo es hostil. El día se ve más gris de lo que en realidad está.

P/ ¿Cómo nos comprenderemos ahora que vivimos en una suerte de danza de máscaras?

R/ La cercanía supondrá peligro. La identidad sólo contará para categorizar: sanos y enfermos. En esa dualidad, muchas formas de lo real mutarán, se transformarán en conexiones lejanas. Estar cerca a ti me mata o me matará. Total, a lo Sartre: el infierno son los otros.

  • No te toques la cara. Lávate las manos con agua y jabón durante 20 segundos Tápate al estornudar o toser. Quédate a un metro y medio de distancia. Aíslate. No salgas.

El infierno son los otros.

Esta enfermedad se sitúa en el núcleo de la humanidad.

Primero, el tocarse la cara.

P/ ¿Qué es lo primero que aprendemos del mundo?

R/ que existe una anatomía lejana a la nuestra que nos encubó.

P/ ¿Qué aprendemos después?

R/ que existe una propia, que tenemos partes en el cuerpo.

¿Y luego?

Nos las aprendemos:

¿Esto qué es, bebé? La nariz, mami.

Te tocas la nariz. Te tocas los ojos, las orejas, los labios. Entiendes tu anatomía por comparación y porque tu dedo viaja hasta tu cara. Te entiendes porque te encuentras entre la piel. Ya no, ya no nos podemos tocar.

Segundo, tocar a los demás. El contacto físico se limita o se extingue. No hay contacto, no hay descubrimiento. Tras el tapabocas solo miradas crudas. Han minado nuestra humanidad, nuestra cotidianidad.

El infierno son los otros. Está en los otros. Habita en los otros y en ellos, la enfermedad. Por eso constituyen el infierno y nosotros el suyo.

IV

“Por ahora tiendo a llenar los huecos, a ocupar todas las horas libres con alguna actividad estúpida e inconducente porque, casi sin darme cuenta, yo también, como esa gente que siempre he despreciado, me he ido creando un fuerte temor de mi mismidad, a estar a solas sin ocupación, a los fantasmas que desde el sótano empujan siempre la puertatrampa buscando asomarse y darme un susto” . (La novela luminosa, Mario Levrero, p. 22)

V

La dicotomía esencial es el adentro y el afuera. La filosofía y las religiones han fundado sus bases en esta división. Lo de afuera se construye, se edifica; el afuera supone una corporalidad. Todo lo exterior tiene forma. El interior se pregunta por la esencia. Así: cuerpo y alma. Divididos. Esencia y potencia. Pura mierda.

El afuera, como simple corporalidad ya no nos es suficiente; así como un interior metafísico, etéreo, sin cuerpo… solo dialéctica inmaterial. No nos sirven esas divisiones, debemos aprender otras formas de habitarnos.

Hace 22 días cerré la puerta de mi casa. Entré en aislamiento preventivo cuando me lo pidieron. Lo hice sin ver las cifras de infectados, lo hice sin entrar en pánico y comprar 14 rollos de papel higiénico, lo hice extendiendo mis horas de silencio propio a días de silencio colectivo.

VI

“(…) el mundo interior artificial, impermeabilizado, puede llegar a convertirse para sus habitantes, bajo determinadas circunstancias, en el único medio ambiente posible. Con ello se introduce en el mundo un proyecto novedoso: la idea de autocobijo y autoencierro de un grupo frente a un mundo externo que ha devenido imposible”(Esferas II, Peter Sloterdijk, p. 219)

VII

He pasado meses sin venir a casa. Mi casa podía ser errante como las que habita María Luque en “Casa transparente”. La casa de mi exnovio, la de mi mejor amigo, la casa de mis padres, de algún desconocido… casas que mutaban y donde dormía. Mi casa, la casa mía de mí, estaba lejos de mis intereses.

Prestarme al interior de mi posesión era aceptar que debía estar adentro y con ello la quietud. Entonces iba y venía, habitaba casas traslúcidas donde lo mío estaba expuesto, donde mi intimidad estaba minada o conjurada hacia la intimidad ajena.

Ahora estoy en casa. En mi casa que comparto con dos personas más, un perro, libros, plantas y cosas sin clasificar que no señalo con el dedo. En este encierro mi interior ya no es solo mi interior psíquico; es un interior material.

Mi cama, los muebles de la biblioteca, las persianas y el piso de madera son extensiones de mí. Existen en cuanto las toco y me hacen existir en cuanto las habito: “el cosmos forma al hombre, transforma a un hombre de las colinas en un hombre de la isla y del río. Comprende que la casa remodela al hombre”. (La poética del espacio, Gaston Bachelard, p. 79)

VIII

La ciudad me devoró sin tragarme

Sloterdijk, filósofo moderno -por llamarlo de alguna forma-, explica que las ciudades son un modo de desocultamiento. Con esto asegura que la ciudad no contiene, revela. En esa revelación desteje la verdad: quienes las habitamos estamos arrojadas en ellas, en su naturaleza pasmosa y de conglomeraciones.

De allí que habitar mi casa en este momento es, también, una forma de desocultamiento. Estoy dentro y sueño con estar afuera. El interior de mi habitación se une a este cometido. Aquí dentro la vida sigue: es un cine, una biblioteca, un gimnasio, una discoteca… en los mejores momentos es solo un cuarto. Ese que Virginia Woolf reclamó como propio y que yo reclamo como necesario. Una extensión de mí, una manifestación de mis agobios.

Todo está dispuesto en él para representarme, los colores y los ambientes; los olores y, naturalmente, los sonidos. En este interior habitado puedo gritar como Jean Laroche:

Una casa erigida en el corazón

Mi catedral de silencio

Reanudada cada mañana en ensueños

Y cada noche abandonada

Una casa cubierta de alba

Abierta al viento de mi juventud

(Memoria de verano, p. 9)

Por tanto, habito aquí con la consciencia que el tiempo no me será propio. La cuarentena me asila en mí. Expande mis vacíos dentro y el afuera se delimita por ese mismo vacío. Las mañanas se unen a las noches. La espera no llega a un final y si el final llega, seguramente se unirá a la noche también. Una noche que no es solo del alma, sino del cuerpo. Un cuerpo que como mi casa me representa, pero que si sucumbe a la enfermedad ya no seré yo, sino la enfermedad.

IX

Busco en google: casos actuales de coronavirus

En el mundo hay millón trecientos dieseis mil novecientos ochenta y ochos casos confirmados de COVID-19. De los cuales mil setecientos ochenta son en Colombia. Los muertos ya van por setenta y cuatro mil y los recuperados son más de doscientos noventa mil. ¿Seré yo uno de esos casos? ¿Llegaré a ser uno de esos muertos?

Mi cuerpo espera.

X

De cuando el silencio terminó

El mundo se volvió sólido,

Silencioso, las calles estaban vacías

Y escuché a la muerte llegar.

Aquel día llovió muy fuerte.

(Renacimiento parte de “Poesía”, Michael Houellebecq, p. 257)

 

Posdata: Mientras nos extinguimos, la naturaleza renace tras mi ventana. Vale la pena que el silencio y el vacío se expandan.

*Escritor y Periodista.

Pinturas de Vilhelm Hammershøi donde el interior es lo que habla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una mujer que cuenta hombres que cuentan mujeres

Sobre “El cielo es azul, la tierra blanca” de Hiromi Kawakami

Estoy harto de leer el lugar común que le damos los occidentales a la literatura japonesa. Ese lugar donde la delicadeza, el detenimiento y el detalle es todo lo que tenemos para decir acerca de sus libros. Claro, este un rasgo importante, pero no es el único. Autores como Osamu Dazai, Kenzaburi Oé, Yasunari Kawabata Hiromi y quien nos atañe, Hiromi Kawakami, se decantan por el terror y por la faceta del humano desgarrado y expuesto.

El detalle, el de las imágenes y la precisión de lo narrado es una de las múltiples formas que la literatura, esa sin nacionalidad, adquiere. Formas que muy seguramente Hiromi Kawakami sabe de memoria y busca deconstruír para edificar un forma íntima y personal de narrar la épica íntima.

En “El cielo es azul, la tierra blanca” (Acantilado, 2013), Kawakami propone la materialización de esa hipótesis mía: es un relato que no tiene mayor complejidad, pero eso no le impide desarrollarse hasta alcanzar una dimensión particularmente dolorosa. El argumento es sencillo: Mujer joven se enamora de anciano; ambos solos y desolados, con una vida tranquila. Todo muy calmo, como el cielo azul y la tierra blanca de una playa. Una, donde la tormenta se avecina y sus paseantes no hacen nada.

Estamos frente a la historia de una mujer entrada en sus treinta que se topa con su profesor de literatura del colegio. En eso, halla en este anciano la compañía que nadie más le puede brindar. En medio de esta situación y bajo el manto de islas, bares y un Japón más pausado que el actual, nos enteramos que esta no es una historia de amor o,  si lo es, no es una historia romántica.

El amor de tormenta

Esta relación entre el anciano y la protagonista es un juego de contrastes: viejo, joven; listo, tonta; hombre, mujer; tradicional, rebelde. Fronteras claras y límites precisos. Sobre este andamiaje se sostiene la novela de Kawakami. Sobre este, se crea una historia de constante tensión donde ambos procuran por no ceder un ápice.

Es por medio del contraste que nos llegan noticias de la tormenta que se viene sobre ellos. El cielo gris, la tierra negra. Se pierde la facultad paradisiaca y, sin culpa de nadie, la realidad sobreviene. Los contrastes, antes llamativos, ahora son los causantes de una turbulencia.

De allí que me atreva a decir que aquí el romance no existe: no hay sacrificio, ni entrega; hay constantes abandonos y silencios…. el amor de una tormenta, enrevesado, extraño. Como los amores reales, crudos y viscerales. Tan humano es el conflicto, que reducir esta novela a ese subtítulo “historia de amor”, pierde validez e, incluso, verosimilitud.

La memoria punzante

 Yo afirmo que el subtítulo correcto es “una historia de la memoria”. El desgaste y sensibilidad de la misma. Una historia donde una mujer (la narradora), nos cuenta la vida de un hombre (que es su amante y maestro) y este nos cuenta la historia de otra mujer (su esposa, quien murió).

En esta dinámica de un relato que entra a otro y este entra a otro, en un loop constante, vemos reflejada la naturaleza de la memoria: intrincada y profunda. Las relaciones en esta novela no tienen una sola faz y tampoco una única dimensión, porque la memoria las transforma. La memoria y el deseo.

Al final, bajo el manto del recuerdo y el relato, solo tenemos noticias distorsionadas de los personajes. Hombres fabulados y mujeres contadas que revisan sus límites y se encuentran ante la muerte.

*Periodista que lee y lee como forma de periodismo.

 

Sin punto final

 Tania Ganitskyg y Fátima Vélez

A partir de mi experiencia, leer poesía es perseguir una palabra que se disuelve y con ello no digo nada, pero es así. Desde María Mercedes Carranza hasta Sylvia Plath, por nombrar algunos puntos cardinales, mi lectura de poesía ha sido de esa manera: perseguir esa letra que insiste en irse y que yo insisto en atrapar.

Antes, cuando leía por puro desgano, desconocía  la potencia literaria de la poesía. Era soberbio, costumbre que se ha ido un poco, aunque algunos remanentes quedan. Luego de los años adolescentes llegué a los poetas malditos y con su maldición, me dejé arrastrar a las noches largas de bohemios señores que le gritaban a la luna. Me harte de ellos, de su cansancio y su aroma a cigarros trasnochados.

Luego, pasé a los poetas doctos y oscuros. Blake, fue mi guía y también me cansé  de los infiernos abiertos y los cielos que escupen ira. Hace poco, descubrí la sencillez y la pérdida de imposturas. En eso, me topé con dos autoras que abren el mundo y hablan como en sueños. Poetizo sobre la poesía, lo sé, pero a ratos hay que dejarse llevar por el deseo de hablar extraño para recobrar las piezas, como Perec.

Leer en el ring

De quien hablo es Tania Ganitskyg (Bogotá, 1986) y Fátima Vélez (Manizales, 1985). De Ganitsky he leído dos libros: “Cráter” (La Jaula Ediciones, 2017) y “Desastre lento” (Universidad Externado, 2018). De Vélez, solo he leído uno, “Casa paterna” (Universidad Externado, 2015) y algunos textos publicados en Vice y Pacisfista.

Ambas autoras son jóvenes, invencibles. El adjetivo es extraño para hablar de poesía. Es más, decir invencible supone un enfrentamiento. La poesía como pelea. Un enfrentamiento donde ambas autoras ganan por knock out. Vélez riñe con versos directos, el lector trata de esquivarlos pero su potencia derriba muros. Ganitsky es hábil, se desliza y su juego es el de la serpiente: envuelve y el lector cae. No hay forma de huir. Las dos son invencibles, sus páginas exudan fiereza.

¿Quién recibirá

el silencio

cuando termine este poema?

Podrías hacerlo tú

 Bam!!!, la autora destina al lector a la potencia del verso y lo abandona a su suerte con un silencio demoledor. Gana, sin tocar siquiera al contrincante.

 Debe ser

la acción de empujar las cosas

por detrás

hacerlas chocar

hasta sacar lo que hay de entraña en ellas

 La poesía de Vélez es ruidosa. Busca en el estertor de las cosas que caen un ritmo poético. Sus poemas dejan tirado, sangrante y asustado al lector. El temor de quedar sordo con un poema que demuele.  

 Lo que nos abandona

 Los temas que recorren ambas autoras son varios. Quizás diferentes. Tania habla sobre lenguas indígenas, sobre sueños y caídas. Fátima es más cotidiana, se sumerge en los momentos detenidos que dejan las calles o las relaciones afectivas. Pero, hay un tema común: el silencio.

En “Cráter”, Ganitsky grita y nadie le oye. Es un grito profundo acompañado con grabados del artista colombiano José Sarmiento y que La Jaula, editorial independiente y minuciosa, supo unir con maestría.

Con este grito ahogado, la poeta comprende que se debe susurrar para ser oída:

Abro silencios

Las olas se acercan

a invadirme

 Algo así le pasa a Vélez en “Casa paterna”:

La complicidad del silencio que extiende sus dominios

con raíces oscuras 

Aunque para Vélez el ruido sea materia prima de sus poemas, también entiende el silencio. Eso que nos abandona y que no regresa. La palabra que es invadida, con olas o con raíces. En las dos, esta sensación se arraiga y mueve.

Con esta líneas, acerca del silencio,  sostengo mi sensación al leer poesía: cazo los finales, siento que se me va de las manos el poema. Lo pierdo y solo releyéndolo magnifico su dimensión.

No hay final

Ganitsky propone en “Desastre lento”  algo con lo que quiero cerrar esta columna de libros:

Las palabras me encuentran

porque ellas no miran sino que traspasan

 Verso que extrañamente, y digo extraño porque esta relación solo la veo yo, Vélez le complementa desde “Casa paterna”:

ese que dice que se llegó al final de la carrera

y el premio es otra carrera

 Las dos niegan el final. Lo ponen en entredicho. El final de las palabras y el final de todas las carreras. En este punto abierto se siembra una poesía para repensar las ausencia y dimensionar el silencio. De nuevo con esto no digo nada. Este texto, entonces, tampoco merece un punto final y carrera con meta.

Volver a donde duele

En la película de Pixar «Ratatouile» hay un viaje en el tiempo. El cuerpo se mantiene, pero la memoria se desplaza a través de un agujero de gusano años atrás. Quien viaja es Anton Ego, el crítico culinario de mirada displicente. Llega a su infancia, con los ojos aguados, y sensible. Lo transporta el ratatouile que Remy le prepara. La memoria, entonces, es lo más cercano que tenemos para hacer un viaje en el tiempo.

A la infancia es a donde el crítico llega. La infancia, es también, el vínculo entre dos novelas que las separan décadas: «Cuando aprendí a pensar» (Laguna Libros, 2018) de Pilarica Alvear y «Animales del fin de mundo» (Alfaguara, 2017) de Gloria Susana Esquivel.

En ambos libros, Juana e Inés, sus personajes, hacen lo propio para ser el ratatouille de sus lectores. Juana desde la infancia del aprendizaje y el descubrimiento del mundo; Inés, desde la ira, la extrañeza y los cambios. Ambas dan una luz sobre el escenario de los recuerdos.

Pensar: ubicarse

«Cuando aprendí a pensar» fue publicado, por primera vez, en 1962 cuando Alvear hacía parte del grupo literario «La tertulia» que presidía Manuel Mejía Vallejo. De hecho, Vallejo prologó este libro mencionando la calidad literaria de la autora. Ella fue un caso particular de las mujeres en el panorama literario de la época: era joven y respetada por sus colegas hombres. Cosa que no pasó con, por ejemplo, Marvel Moreno,  quien ahora sigue siendo leída desde la sombra de su cónyuge.

Con 20 años, Alvear le echa una mirada a la infancia. La relee desde la experiencia como lectora voraz. De allí que este libro explore sobre una premisa inquietante: la aparición del pensamiento es el surgimiento de la necesidad de ubicarse en el mundo. En cuanto surge la pregunta, se crea el espacio: «Y desde que aprendí a pensar empezaron a suceder las cosas» (p.14).

La pregunta fundamental de la narradora permite que las demás acciones se desarrollen. Los demás personajes empiezan a adquirir matices desde esa aparente inocencia. El mundo se sitúa en un espacio negro; la casa, con sus familias dentro, tiene un lugar en ese mundo recién descubierto. Alvear pone en palabras un proceso complejo de uniones de ideas que se despliegan en la infancia. Leerla es redescubrir la posibilidad de maravillarse de nuevo con las simplicidades de la niñez.

Pensar: reconstruirse

Gloria Susana Esquivel tiene una forma muy particular de narrar y «Animales del fin del mundo» es la prueba de ello. Un libro de menos de 150 páginas donde se recorre un proceso paralelo al de Juana en el libro de Alvear: Inés descubre pero también destruye. En ella la infancia y el conocimiento se transforman en una manera de dejar de comprender el mundo para empezar a reconstruir el suyo, desde la fantasía cruda de una niña lobo.

Es un libro donde la construcción de ese mundo interno y profundo es necesariamente una creación de mitologías caseras, de bestias que habitan su casa vasta como una Roma nueva con solo Rómulo y Remo sin Loba ni leche. En esa mitología hay diosas benévolas y arpías usurpadoras. Hay traiciones, ira y una extraña forma de entender el amor. La narración e Inés exudan un complejo de Edipo irrefrenable y bestial.

***

Ambos libros tratan de evidenciar que la infancia no es un lugar de galletas, dulces y leche tibia. Ambos con la fiereza que emana ese lugar que duele: la infancia que se transformará en quietud y hastío.

Con todo en contra

Empecé a leer Los dormidos y los muertos (Rey+Naranjo, 2018) de Gustavo López por recomendación de un librero de Libélula Libros,  insistió tanto en su calidad y lo mucho que me podría gustar, que me lo llevé sin pensar mucho. Para recomendármela empleó una frase que aquí parafraseo: puede que a alguien no le guste el tema pero si le gusta la literatura, seguro encontrará aquí una buena novela.

Y es justo esa calificación de “buena novela” lo que más problematiza esa novela, pues tiene todo en contra para serlo: porque se centra en una familia clase media de un pueblo godo y frío como lo es Manizales; porque va a medio camino entre el tono de eufemismos y decorados propios del grecoquimbayismo y el lenguaje callejero, propio de la novela urbana; porque usa como pretexto la vida efervescente de un adolescente para guiar la narración… En últimas porque es un libro raro.

Es precisamente esa rareza la que lo hace un libro maravilloso, lleno de matices que lleva al lector a toparse con la infame historia colombiana sin caer en dogmatismos. Al leerlo, no es sorpresa hallar relaciones con autores como R.H. Moreno-Durán o Fernando Ponce de León.

Primero, nos propone un relato al estilo de la novela urbana. En ella se toman a los personajes y los persiguen por las calles, en los andenes como Manuel Mejía Vallejo en su natal Medellín: naturalidad y olor a asfalto; sentimos las voces, los pitidos, vemos el barrio obrero y la clase media, la iglesia y los parques, bares y cafés. Mientras esto tiene lugar, también ocurre un relato íntimo e intimista donde López usa esos cuadros naturalistas como un Chéjov paisa que narra la vida de la familia Almanza Plata.

Para unir esas dos escenas, se requiere de un uso del lenguaje igual de ambiguo. López emplea, como lo dije antes, los juegos floridos del grecoquimbayismo y también hace uso  el recurso del madrazo callejero, del dicho de mamá y de las máximas del barrio. Crea un matiz inquietante que deja en el lector una sonrisa por no saber si todo es un ejercicio mamagallista, o si en realidad el escritor es un tipo excepcional.

Este matiz, da origen al relato de una Colombia chica: un padre godo, una madre cansada de la política, un hijo mayor perdido, una hija que se niega al dolor de la degradación corporal; otro hijo de armas tomar y de izquierda, una hermana callada, un hermano adolescente y marxista; un hermano menor criado por la madre… miren el panorama y verán que es la fórmula del caos. Como este país.

También se narran, de fondo, las vidas de Laureano Gómez –el hombre tormenta– y Camilo Torres. Ambos tan diferentes y necesarios. Gómez, para darnos cuenta de nuestra entraña violenta, y Torres para descubrir cómo la violencia logra llegar hasta los cuerpos más sensibles. El resultado: una estampa de la Colombia de los 60s no muy diferente a la actual, con la radio de fondo y los ecos de tangos  como banda sonora.

Todo lo ya mencionado se amplifica y enriquece con unos personajes femeninos inquietantes. En esta novela los hombres parecen protagonizar todo: la historia, la violencia y las decisiones, pero en realidad son las mujeres las racionales y empáticas.

Leer Los dormidos y los muertos es ahondar en ese diálogo de Macbeth de Shakespeare en el que Lady Macbeth dice que los muertos y los dormidos son solo imágenes, están quietos y no hay por qué asustarse. Con esta novela nos damos cuenta que en esa quietud está la extrañeza, la complejidad y la belleza. Una belleza rara que radica en esa sinceridad y tranquilidad con la que López escribe sin pensar que tiene todo en contra para lograr  una novela buena o ganar adeptos. No lo requiere, pues su calidad habla por ella.

*Estudiante de Periodismo. Reseña libros @plumasynave en las redes sociales.